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Vivir para siempre, por el obispo de Segovia, César Franco

Vivir para siempre, por el obispo de Segovia, César Franco

Vivir para siempre es el deseo irreprimible del ser humano. Ese deseo confirma la tesis de que Dios ha creado el hombre para la vida imperecedera. ¿De dónde vendría tal deseo si no? ¿Por qué habría de aspirar a la inmortalidad si fuese mortal por naturaleza como los otros seres? Nuestra rebeldía ante la muerte arranca de esta necesidad esencial que el hombre tiene de vivir. La muerte es pues, antinatural, no corresponde a la naturaleza del hombre. Entonces, ¿de dónde viene la muerte? ¿Por qué morimos?

La respuesta a estas preguntas en la revelación cristiana sólo se acoge desde la fe. Dios no ha creado la muerte, dice la Escritura. Es el fruto y precio del pecado del hombre, engañado por el diablo, padre de la mentira. Dios es Dios de vivos y no de muertos, para él todos están vivos. De ahí que la muerte física no sea el problema más grave de la existencia humana; el más grave es morir para siempre. Los mártires cristianos han afrontado la muerte sabiendo que quienes les mataban no podían arrebatarles la vida sin fin. Como dice Jesús en el evangelio: «No temáis a quienes matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo» (Mt 10,28).

En el evangelio de este domingo Jesús se presenta como el pan que da a los hombres la vida eterna. Son muchas las imágenes que Jesús utiliza para decirnos que él ha venido a darnos la vida inmortal. A la samaritana le habla del agua que salta hasta la vida eterna, porque aquella mujer iba todos los días a buscar el agua del pozo de Jacob. A Nicodemo le dice que tiene que nacer de nuevo si quiere vivir para siempre: se refería al agua y al Espíritu que reciben los bautizados. Al utilizar la imagen del pan, Jesús piensa en el misterioso maná que descendió del cielo cuando los israelitas pasaban hambre en el desierto. En este contexto Jesús se presenta como alimento de quienes desean vivir para siempre. Y dice estas significativas palabras: «Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí». (Jn 6,57). Quien escuche estas palabras, fuera del contexto en que fueron pronunciadas, pensará que Jesús está loco. También sus oyentes dijeron que tal lenguaje resultaba duro, escandaloso. Sólo después de resucitar, sus apóstoles llegaron a la plena comprensión de las palabras de Jesús, porque sólo alguien que ha vencido la muerte mediante la resurrección puede ofrecer a los demás esa misma victoria sobre la muerte. Por eso Jesús se refiere a Dios, su Padre, por quien vive, para asegurar que también quienes coman su pan vivirán por él.

El cristianismo es la religión más positiva que existe porque se fundamenta en aquel que es la resurrección y la vida. El Hijo de Dios ha venido a vencer la muerte para siempre. Jesús no nos asegura una inmortalidad del alma, separada del cuerpo, que puede deducirse de la mera razón, como afirman algunos filósofos. Jesús promete la resurrección de la carne, es decir, la restauración del hombre en su unidad integral de cuerpo y alma. Asegura la participación en su misma resurrección si comemos de él, Pan vivo bajado del cielo. La simbología del lenguaje no disminuye la realidad del contenido de sus palabras. En la eucaristía comemos y bebemos un alimento de inmortalidad, que es viático para la vida eterna. Jesús no utiliza bellas metáforas vacías de contenido. El es la Verdad y la Vida y hace aquello que dice, como el mismo Dios del Antiguo Testamento cuya palabra se cumplía inexorablemente. Por eso, al resucitar, se deja tocar y se muestra con la realidad de su cuerpo resucitado, a imagen del cual un día nosotros resucitaremos como él.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

 



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