Llevamos casi tres semanas de confinamiento —cuatro en Italia— y estamos a las puertas de Semana Santa. Dentro de pocos días millones de cristianos adorarán la cruz de Jesús y cantarán el Aleluya pascual en la intimidad del corazón o en una ceremonia litúrgica esencial —retransmitida telemáticamente desde Roma, desde la catedral de la diócesis o desde una iglesia parroquial o conventual. También habrá sacerdotes que celebrarán privadamente. Las tecnologías globales contribuirán a mitigar los efectos de una pandemia rigurosa y mortífera que anula cualquier posibilidad de asamblea litúrgica presencial. A pesar de todo ello, la unidad en el amor se hará visible y sentiremos más que nunca el gozo de «encontrarnos» como comunidad que celebra la victoria de Jesús sobre la muerte, el dolor y la enfermedad.
El ayuno eucarístico de la inmensa mayoría de cristianos —la comunión pascual— quedará de un cierto modo «compensado» por el alimento de la Palabra y por la riqueza de las palabras que explicarán y actualizarán esta Palabra. La oración conjunta no nos faltará. Y la comunión espiritual, practicada por tantos cristianos en época de tribulación, volverá a ser necesaria. La Pascua del 2020 será paradójica y a la vez poseerá una autenticidad nueva que integrará creyentes, medio creyentes e incluso no creyentes. Estamos ante una Pascua abierta de par en par, como las puertas de la basílica de San Pedro el día 27 de marzo, cuando un Papa anciano bendecía a la ciudad y al mundo con la custodia, y hacía de Jesús-Eucaristía y de su Evangelio el punto de encuentro entre la Iglesia y la humanidad entera.
Esta sobrecogedora imagen y la extraordinaria homilía papal sobre la tempestad calmada (Marcos 4,35-41), nos llevan a reflexionar sobre los acentos que reviste el ministerio presbiteral en un tiempo de prueba y de dificultad como el que estamos viviendo. Estas últimas semanas, a raíz del confinamiento, se ha producido un cambio absoluto de formas de vida. La aceleración se ha convertido en reposo. Las agendas llenas se han vaciado de repente. Las reuniones han pasado a ser todas ellas telemáticas. La vida académica, la catequesis, todo se ha trasladado a las plataformas virtuales. En este contexto, los pobres y los enfermos han emergido con fuerza en nuestra vida: nos hemos encontrado ante las heridas del mundo y ante las propias debilidades de manera directa, pura y purificada, sin edulcorantes. Estamos aprendiendo a decir las cosas por su nombre, y nos encontramos con nosotros mismos, y nos preguntamos por nuestra fe y nuestra esperanza. No despreciemos este kairós, este tiempo oportuno, como si sólo se tratara de una grave emergencia sanitaria a escala global, que tarde o temprano pasará y todo volverá a ser como antes. Hay muchas más cosas en juego. Hemos sido sacudidos como humanidad, y es hora de separar el grano de la paja, a nivel personal y colectivo, a nivel de Iglesia y de cada bautizado.
El episodio del libro del Éxodo (17,8-13) sirve de referente a uno de los paradigmas de la vida del orante: la intercesión. Los amalecitas atacan a Israel, y Josué sale a combatirlos. Mientras tanto, Moisés está de pie sobre la colina con la mano alzada llevando el bastón de Dios. La victoria de Israel depende precisamente de Moisés: si tiene la mano alzada, gana Israel; si la baja, gana Amalec. Pero Moisés se fatiga, y Aaron y Jur corren a ayudarle a mantener la mano levantada. La intercesión no es una acción individual, sino colectiva.
Se necesitan muchas personas que ejerzan el ministerio de la intercesión, particularmente sacerdotes. Intercede cerca de Dios quien desea el bien del otro, quien pide que se manifieste la misericordia divina, quien se acerca al Señor de la vida para que se retire la muerte. Intercede quien se siente solidario con la humanidad, sobre todo con los que sufren y desfallecen, quien eleva al cielo su voz desde el afecto, la piedad y la compasión. Intercede quien es consciente de la dureza del mal que provoca un enemigo invisible, y sin embargo implacable, que aparece sin avisar y se desliza dentro de los cuerpos de los débiles, sobre todo de los ancianos. Intercede quien siente en su corazón la misión de orar por el pueblo o quien la ha recibido como sacerdote, como servidor de los santos misterios, configurado a Jesús, el gran sacerdote de la nueva alianza que «intercede por nosotros» (Romanos 8, 34).
La Semana Santa del 2020 es un tiempo de intercesión, de manos desnudas y pies descalzos, en el que la oración es la vía más necesaria, ahora que estamos rodeados de llanto y de pena, de incertidumbre y de oscuridad, ahora que tocamos de cerca la cruz de la soledad que envuelve a muchas personas enfermas especialmente en el momento de entregar el espíritu. Contra la impotencia ante un mal pertinaz, no sirven ni la resignación ni la rabia, sino tan sólo la oración perseverante, también por aquellos y con aquellos que se ven obligados a dejar este mundo sin poder tener a su lado a las personas que aman. Moisés no podía bajar la mano, tenía que mantenerla levantada si quería que su pueblo salvara la vida. La oración de intercesión conlleva constancia e insistencia. Es la oración de la viuda de la parábola que no se cansaba de pedir y que no desfalleció mientras pedía (véase Lucas 18,1-8). Es la oración de los que no tienen nada más que su capacidad de invocar al Padre para que se apiade de sus hijos que están en el mundo o que lo han dejado, arrastrados, unos y otros, por un mal que quizás entre todos hemos hecho posible.
El segundo acento de la vida del orante en este tiempo complejo, caracterizado por el miedo a morir y por la generosidad ante el hecho de perder la vida, es el consuelo. La sociedad tranquila y confiada, segura de sí misma, que corría tras la ganancia y el interés, ha tenido que frenar en seco. De tirar la comida pasaremos a tener hambre. Todo lo que era superfluo ha quedado en suspenso, no sólo muchos bienes de consumo, sino también las actitudes interiores de arrogancia y vanidad. La enfermedad del coronavirus nos ha igualado a todos y ha hecho aflorar las llagas de una sociedad que se creía invencible, que iba construyendo una torre que llegara hasta el cielo.
Cuando todo se ha complicado -y lo ha hecho de una manera rapidísima- muchos trabajadores y trabajadoras de la sanidad y de los servicios sociales han asumido sus responsabilidades con entereza y un alto sentido del deber, renunciando a muchas cosas y sabiendo que arriesgaban la salud e incluso la vida. Ha emergido el cuidado del otro, desde el enfermo internado por el virus hasta el anciano acurrucado en una de las mil residencias del país. Ha brotado el servicio del otro, desde el transportista que garantiza que el país no se hunda hasta la cajera del supermercado expuesta a menudo al contagio. Ha aflorado la protección del otro, desde el miembro de las fuerzas del orden que garantiza el confinamiento hasta el científico que se afana por fabricar un aparato clínico o por encontrar el fármaco deseado.
En este contexto de compromiso a favor del bien común -con un país responsable que hace honor a su trasfondo cristiano-, cada bautizado se convierte en el hombre o la mujer del consuelo, que usa la Palabra amiga y el silencio elocuente para ponerse al lado de los que lloran, por dentro o por fuera. Afirma la bienaventuranza de Jesús: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mateo 5,5). Quienes derraman lágrimas de aflicción no serían bienaventurados si nadie los consolara. Dios los consuela, ciertamente, pero también los consuelan quienes, en nombre de él, alivian y calman la pena de su corazón. En la Segunda carta a los Corintios (1,3-4) el Padre de Cristo es llamado «Dios de todo consuelo», ya que él, dice el texto, «nos consuela en cualquier tribulación nuestra» y así podemos «consolar nosotros a los demás en cualquier lucha». Hemos sido consolados por Dios, fuente de todo consuelo, y por eso nos convertimos en ministros de la consolación.
Estas semanas, muchas parroquias de nuestras diócesis han estado afortunadamente abiertas algunas horas del día. Cierto que, en tiempos de confinamiento, no se podían esperar grandes multitudes. Pero la puerta abierta de una iglesia indica la presencia de la plegaria de intercesión y el ofrecimiento de una escucha amiga en medio de una ciudad o de un pueblo que han sido golpeados por la enfermedad. Una iglesia abierta es un signo de la presencia actuante del Señor en medio de la tempestad (véase Marcos 4,38) y de la santidad de la Iglesia como continuadora de aquella presencia salvadora (véase Mateo 5,48). Intercesión y consuelo van juntos, y en esta Semana Santa tenemos que ejercer estos dos ministerios: el de la invocación a Dios y el de la atención al otro, sobre todo a los pobres y a los enfermos. Por otra parte, éstas son dos dimensiones fundamentales del acto redentor. En la cruz, Jesús se cuida de la soledad de María, su madre, y la consuela dándole a Juan como hijo. Éste acoge a María como madre en su casa (véase Juan 19,26-27). Y, en la cruz, también justo antes de morir, Jesús invoca a Dios gritando con toda la fuerza: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23,46).
Jesús pone su vida en manos de Dios. Muere así consolado en medio de la gran prueba, en la que el mal estalla y con él el poder de las tinieblas. Pero la oscuridad desaparece cuando la atraviesa la luz que sale del fondo del sepulcro donde el cuerpo exánime del Señor había sido depositado. Ahora, aquel cuerpo ya no está sometido a la corrupción, ya no es botín de la muerte. Las puertas eternas se alzan porque tiene que entrar el Rey de la gloria. Queda atrás, como testigo estupefacto, la mortaja del sepulcro. Enfrente, señalando el futuro, resuena un solo grito: «¡Cristo ha resucitado!» Y toda la tierra asiente: «¡Realmente ha resucitado!».
Armand Puig
Rector del Ateneo Universitario Sant Pacià
