Se ha dicho que el cristiano es alguien que lleva un tesoro en el corazón. Es una frase hermosa, pero es mucho más que eso. Es la bella descripción de una realidad. Además, y esta definición de un cristiano apunta alto, apunta a un misterio que hay que desvelar, en el que hay que entrar con temor y temblor, porque lo que nos vamos a encontrar en el corazón del hombre produce un gran asombro.
En él está, por su propia voluntad, el misterio mismo de Dios. Recuerda lo que dice Pablo: “Pero este tesoro lo llevamos en vasijas de barro, para que todos vean que una fuerza tan extraordinaria procede de Dios y no de nosotros” (2 Cor 4,7).
Si se utiliza este lenguaje para decir lo que significa ser cristiano, es porque la realidad que se quiere describir no se puede presentar con un lenguaje ramplón que devalúa el misterio. Al contrario, esta realidad de la vida del hombre sólo puede presentarse con un lenguaje propio, aunque tengamos que hacer el esfuerzo de decir su verdad con palabras y conceptos que el hombre de hoy pueda entender. La fe sólo se puede mostrar con un lenguaje específico. Hoy, por ejemplo os hablo de la puerta del camino que nos “introduce en la vida misma de comunión con Dios, en el seno de la Iglesia”. Ese camino de la fe empieza por el Bautismo, que nos introduce en una nueva vida, en la que el amor de Dios se convierte en la experiencia que marca nuestro corazón y, desde él, todo lo que vivimos mientras dura el recorrido de nuestra vida, que concluye con el paso de la muerte a la vida eterna. Desde entonces llamamos a Dios con el nombre familiar de Padre, somos injertados en Cristo, para vivir en él y dar en él frutos, y caminamos siempre en la segura compañía del Espíritu, que nos enriquece con los dones de Dios.
Con estas palabras os he contado un misterio de amor y de gracia, en el que os invito a entrar, para poder experimentar toda la riqueza que llevamos en nosotros. No os oculto, no obstante, que a pesar de lo que acabo de decir al comenzar esta carta, cuando escribo de estos temas de fe me hago siempre una pregunta que me inquieta especialmente: ¿No estaré hablando de cosas tan “arcanas y profundas” para las que la sensibilidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo no están preparadas? Tengo que explicar que esta pregunta, bien orientada, siempre se la ha hecho la Iglesia a lo largo de toda su historia: ¿Cómo exponer los misterios de la fe?
Pero mal formulada, también la pregunta puede encerrar una trampa peligrosa. Hoy, como seguramente habéis escuchado alguna vez, son muchos los que dicen que los obispos hablamos de cosas que ya no interesan al hombre de nuestro tiempo. Y no sólo se dice desde fuera de la Iglesia, también desde dentro caemos en la tentación de acomplejarnos por decir, por formular, la verdad más profunda y esencial de nuestra fe.
¿Será verdad que los “oídos espirituales” del hombre moderno se han cerrado? Evidentemente, la falta de práctica hace que se ofusque la mente y el corazón. Pero eso no debe ser una razón para que no expongamos, del modo más claro y cercano posible, la verdad sobre Dios y sobre lo que su amor le ofrece a la verdad del hombre y a su felicidad. Si con la fe de la Iglesia no decimos quién es Dios y lo que es el ser humano en Dios, traicionamos la verdad del Uno y del otro, que están entrelazadas, porque Dios es creador, padre y amigo del hombre y se autocomunica con él, especialmente en su Hijo Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
Me parece a mi que lo más moderno no es callar, y por tanto negarle al hombre de nuestro tiempo su verdad. Lo que realmente sirve al hombre de hoy y de siempre es que le digamos quién es y cómo se vive en esa experiencia existencial, que es una gran aventura que lleva por senderos excepcionalmente bellos, nobles y justos, los de la aventura de la fe. Es cobarde y traidora la palabra que se debería decir para iluminar la verdad del camino de la vida y, por el contrario se calla. Además, dejar la verdad a medias, y sin entrar en su hondura y en sus consecuencias, es ponerle a misterio de Dios un velo que a Él no le gusta. Dios mismo ha querido revelar el misterio de su amor, en la encarnación de su Hijo Jesucristo, para que nosotros podamos participar de su mismo ser y de su misma vida. Y, por supuesto, es dejar al hombre sin verdad en su ser y en su obrar.
Hasta aquí la respuesta que yo me hago a mi pregunta. Ahora os invito a que vosotros encontréis la vuestra. Os sugiero que entréis a fondo y sin miedo en el amor que Dios os ofrece: abrid corazón y despertad la mente para acoger la vida eterna en la que Dios os ha introducido y en la que os va alimentando cada día. Con la ayuda de la Iglesia, aproximaos a la formulación, en vuestro lenguaje, del contenido de todo lo que creéis y vivís. Es necesario saber formular la fe; porque la fe es conocimiento y asentimiento. Vive de tu bautismo, encuentra cada día el tesoro que llevas en el corazón y da testimonio de Aquel que hace feliz tu vida.
Con mi afecto y bendición.
+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Plasencia

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