«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa» (Mc 6, 4)
Señor Jesús, a veces imaginamos los años que viviste en Nazaret como un tiempo de pacífica convivencia con tus vecinos. No podemos pensar que suscitaras conflictos con las gentes de aquella aldea. Tú mismo te considerabas como un hombre «manso y humilde de corazón».
Es verdad que Natanael pensaba que de Nazaret no podía salir algo bueno. Pero ya conocemos la tradicional rivalidad que suele enfrentar a los pueblos más cercanos. Puede ser que los habitantes de Caná de Galilea desconfiaran de las gentes de Nazaret.
Con todo, nos resulta sorprendente la reacción de tus vecinos cuando aquel sábado empezaste a enseñar en la sinagoga. Pero no era fácil oír cómo el sencillo carpintero que siempre habían conocido se presentaba ante ellos con una sabiduría que les resultaba desconocida
Además, decían conocer a todos tus parientes. Tu familia no podía haberte enseñado aquello que ahora tu pretendías enseñarles a ellos. No es extraño que se preguntaran unos a otros de dónde te venía el don de realizar milagros ante sus propios ojos.
No podían reconocerte como un profeta. Eras peligroso. Tal vez discutieron entre ellos y dudaron si eras un loco o un blasfemo. Es evidente que muy pronto vieron en ti esta escandalosa y peligrosa figura. ¿Cómo iban a mirarte con los ojos de la fe?
Señor Jesús, han pasado los siglos pero la situación no ha cambiado demasiado. Esta sociedad nuestra podría llegar a aceptarte como el callado artesano del poblado. Pero no está dispuesta a reconocerte como el profeta de la igualdad y la fraternidad universal.
También nosotros marcamos diferencias con todos los demás. Estamos convencidos de que nosotros tenemos toda la razón. Y solo creemos en un Dios que nos permita despreciar a los que no piensan como nosotros. Despreciarlos y perseguirlos. Ten piedad de nosotros. Amén.
