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Braulio Rodríguez

Toledo – Solemnidad de San Ildefonso

Homilía del Sr. Arzobispo de Toledo en la Santa Misa en rito hispano-mozárabe

S. I. Catedral Primada

23 de enero de 2013

Queridos hermanos: además de saludaros con toda cordialidad en este día de fiesta, me alegra celebrar la Eucaristía de San Ildefonso. El nombre que impusieron a nuestro Patrono en su bautismo era todo un presagio, ya que significa “Dichoso, feliz”. Y todo esto sería Ildefonso. Lo fue él y significó alegría para los que entraron en contacto con este arzobispo toledano. No todo el mundo es recordado de este modo, como cercano y preocupado por los demás, ofreciendo los buenos oficios de su bondad y verdad.

Esta ciudad de Toledo ha brillado en la historia de España por muchas cosas; entre las más importantes están justamente los hombres y mujeres que han vivido, anunciado y testimoniado la fe católica. Es una historia que comprende tal vez 19 siglos. Los cristianos explican tantas cosas de lo que es esta ciudad que su hipotética desaparición sería una catástrofe. Por ello, destacar hoy la figura del santo Arzobispo Ildefonso es importante. Él habló y predicó de Dios, pero sobre todo vivió la fe y sirvió a su pueblo con el ejemplo fuerte de su entrega.

Si san Ildefonso habló de Dios, si nosotros podemos hacerlo ahora, es porque Él habló con nosotros. La primera condición, pues, para hablar de Dios es escuchar los que dijo Dios mismo. “¡Dios nos ha hablado! –se admiraba Benedicto XVI en una de sus catequesis de noviembre pasado- Dios no es una hipótesis lejana sobre el origen del mundo; no es una inteligencia matemática lejos de nosotros. Dios se preocupa por nosotros, nos ama, ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia, se ha autocomunicado hasta encarnarse. Por lo tanto, Dios es una realidad en nuestras vidas, es tan grande que aún así tiene tiempo para nosotros, nos cuida. En Jesús de Nazaret encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo para sumergirse en el mundo de los hombres, en nuestro mundo, y enseñar el arte de vivir, el camino a la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos hijos de Dios. Jesús vino para salvarnos y enseñarnos la vida buena del Evangelio”.

Por esta razón, aquel slogan del ateísmo militante, publicado en el transporte público de Londres nos parece un despropósito: “Probablemente Dios no existe. Así que deja de atormentarte y disfruta de la vida”. Pero el elemento más insidioso de este slogan no es lo primero (“Dios no existe”, que debe ser probado), sino la conclusión: “Disfruta de la vida”. Porque el mensaje subyacente es que la fe en Dios impide disfrutar de la vida, es enemiga de la alegría. Es decir, ¡sin Dios habría más felicidad en el mundo! Probablemente haya cristianos que den esa impresión, pero yo os digo, hermanos, que tenemos que dar una respuesta a esta insinuación, tipo “new age” que mantiene alejados de la fe sobre todo a los jóvenes.

El Papa Benedicto habla constantemente de la alegría de la fe, sencillamente porque Jesús ha obrado, en este ámbito de la alegría, una revolución de la que es difícil exagerar el alcance, y que es, sin duda, una gran ayuda en la evangelización en la que estamos inmersos como Iglesia diocesana. Hay una experiencia humana universal: en esta vida placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que, cuando al alzarse una ola en el mar, le sigue una disminución y un vacío que succiona al náufrago. Es indudable que el uso de drogas, el abuso del sexo, la violencia homicida, puede proporcionar la embriaguez del placer, pero conducen a la disolución moral, y a menudo también física, de la persona.

Cristo ha invertido la relación entre placer y dolor. Él “por el gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo” (Heb 12,2). Ya no es un placer que termina en sufrimiento, sino sufrimiento que lleva a la vida y a la alegría. No se trata de una diferente sucesión de dos cosas; es la alegría la que tiene la última palabra, no el sufrimiento, y una alegría que durará para siempre. “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y la muerte ya no tiene señorío sobre Él” (Rom 6,9). La cruz termina con el Viernes Santo, la dicha y la gloria del Domingo de resurrección se extiende para siempre.

El P. Cantalamessa, en alguna de sus predicaciones, dice que esta nueva relación entre sufrimiento y placer se refleja incluso en la manera de referirme al tiempo en la Biblia. En el cálculo humano, el día empieza con la mañana y termina de noche; para la Biblia comienza con la noche y termina con el día: “Y fue la tarde y fue la mañana, el día primero”, dice el relato de la creación (Gn 1,5). Y sabéis que en la Liturgia, la solemnidad comienza con las vísperas de la vigilia, sobre todo la gran Vigilia Pascual. ¿Qué quiere decir esto? Que sin Dios, la vida es un día que termina en la noche; con Dios, es una noche (a veces una “noche oscura”), pero termina en el día y un día sin ocaso.

Entonces, ¿la alegría es por lo tanto sólo después de la muerte? ¿Esta vida no es, para los cristianos, más que un “valle de lágrimas”? Al contrario, ninguno experimenta en esta vida la verdadera alegría como los verdaderos creyentes. Éstos, exhorta el Apóstol, están “gozosos en la esperanza” (Rom 12,12), que no significa sólo que “esperan ser felices” (por supuesto en el más allá), sino que la alegría cristiana es interior, no viene desde fuera, sino desde dentro, como algunos lagos de montaña que se alimentan, no por un río que fluye desde el exterior, sino a partir de agua que brota desde su mismo fondo. Nace del actuar misterioso y presente de Dios en el corazón humano en gracia. Puede ser, por tanto, que incluso en los sufrimientos abunde el creyente de alegría (2 Cor 7,4), y tenga paz en el corazón, capacidad de amar y de ser amado, y por encima de todo se mantenga en la esperanza sin la cual no puede ser alegría.

Toda esta experiencia la aprendió y la experimentó san Ildefonso en el hogar de sus padres, en el periodo de su esmerada educación cerca de su tío Eugenio, que después sería santo y arzobispo de Toledo, gran pedagogo, junto al cual Ildefonso supo caminar en la sabiduría y en su propia santidad. Más tarde, enviado por su tío a Sevilla a la escuela de san Isidoro, se ganó la simpatía y el querer de todos, admirado también por su inteligencia y por su corazón. Con él, a su lado, querían estar muchos precisamente por su virtud. Cabe decir lo mismo cuando en el monasterio Agaliense hizo vida de monje, sereno en la entrega al Señor y a la Virgen María. Hasta que, a la muerte de san Eugenio en el 657, el pueblo cristiano y el rey le aclamaron para que sucediera a su tío, lo que seguro aceptaría como servicio al Señor y su pueblo.

Yo sé que en nuestra ciudad no la han habitado sólo hombres y mujeres católicos. Hubo hispanorromanos que no aceptaron la fe cristiana. Más tarde, hubo hijos del Islam, como bien sabemos, y durante algunos siglos; también más tarde, hijos de Israel hasta 1492. En la edad moderna y contemporánea, han existido en Toledo personas que no han creído en Cristo; también actualmente. En todos estos siglos, tantos no cristianos han vivido las virtudes naturales y han contribuido al bien de esta ciudad y sociedad toledana. Junto a ellos, los católicos han vivido estas mismas virtudes naturales y en su bondad y servicio han luchado igualmente por un mundo mejor y más justo, como debemos hacer los católicos hoy. Debemos tener menos aprecio, sin embargo, a los oportunistas, a los que sólo piensan en sí mismos y no sirven al bien común, a los que sirven de forma positiva al deterioro del mismo. La bondad, la honradez y el buen hacer por los demás siempre será reconocido por la mayoría. Con san Ildefonso ocurrió esto mismo sin duda.

 

Quisiera subrayar en este sentido algo que parece obvio: la vivencia de la alegría cristiana tuvo también en san Ildefonso una fuente constante que la alimentaba. Era la celebración litúrgica en aquellos años de apogeo del Rito Hispano-Mozárabe, al que san Ildefonso también contribuyó, como todos sabemos. Es todo un ejemplo para nosotros. Porque es igualmente posible para nosotros vivir de esta fuente. Sigue abierta. Os invito a volver a adentrarnos en la rica simbología de nuestro rito de esta Eucaristía de la mano de Santa María, a la que tanto amó nuestro Patrono.



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