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Solemnidad de la Santísima Trinidad: Homilía de Juan Pablo II en español e italiano

Solemnidad de la Santísima Trinidad: Homilía de Juan Pablo II en español e italiano

Recopilado por fray Gregorio Cortázar Vinuesa

 

NVulgata 1 Ps 2 EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

         (1/3) Misterio de comunión interpersonal

Juan Pablo II, Homilía en la basílica de San Pedro 29-5-1983 (it):

«”Señor, Dios nuestro, que admirable es tu nombre en toda la tierra” (Sal 8, 2). Queridos hermanos y hermanas (…). Estas palabras del Salmo responsorial de la liturgia de hoy nos ponen con temblor y adoración ante el gran misterio de la Santísima Trinidad, cuya fiesta estamos celebrando solemnemente. “¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!”. Y sin embargo, la extensión del mundo y del universo, aun cuando ilimitado, per quanto sconfinato, no iguala la inconmensurable realidad de la vida de Dios. Ante él hay que acoger más que nunca con humildad la invitación del Sabio bíblico, cuando advierte: “Que tu corazón no se apresure a proferir una palabra delante de Dios, que Dios está en los cielos, y tú en la tierra” (Qo 5, 1).

Efectivamente, Dios es la única realidad que escapa a nuestras capacidades de medida, de control, de dominio, de comprensión exhaustiva. Por eso es Dios: porque es él quien nos mide, nos rige, nos guía, nos comprende, aun cuando no tuviésemos conciencia de ello. Pero si esto es verdad para la divinidad en general, vale mucho más para el misterio trinitario, esto es, típicamente cristiano de Dios mismo. Él es a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero no se trata ni de tres dioses separados, lo cual sería una blasfemia, ni siquiera de simples modos diversos e impersonales de presentarse una sola persona divina, lo cual significaría empobrecer radicalmente su riqueza de comunión interpersonal.

Nosotros podemos decir del Dios Uno y Trino mejor lo que no es que lo que es. Por lo demás, si pudiésemos explicarlo adecuadamente con nuestra razón, eso querría decir que lo habríamos apresado y reducido a la medida de nuestra mente, lo habríamos como aprisionado en las mallas de nuestro pensamiento; pero entonces lo habríamos empequeñecido a las dimensiones mezquinas de un ídolo.

En cambio: “¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!”. Es decir: Qué grande eres a nuestros ojos, qué libre, que diverso! Sin embargo, he aquí la novedad cristiana: el Padre nos ha amado tanto que nos ha dado a su Hijo unigénito; el Hijo, por amor, ha derramado su Sangre en favor nuestro; y el Espíritu Santo, desde luego, “nos ha sido dado” de tal manera que introduce en nosotros el amor mismo con que Dios nos ama (Rm 5, 5), como dice la segunda lectura bíblica de hoy.

El Dios Uno y Trino no es, pues, solo algo diverso, superior, inalcanzable. Al contrario, el Hijo de Dios “no se avergüenza de llamarnos hermanos” (Hb 2, 11), “participando en la sangre y la carne” (Ib. 2, 14) de cada uno de nosotros; y después de la resurrección de Pascua se realiza para cada uno de los cristianos la promesa del Señor mismo, cuando dijo en la última Cena: “Vendremos a él, y en él haremos nuestra morada” (Jn 14, 23).

Es evidente, pues, que la Trinidad no es tanto un misterio para nuestra mente –como si se tratase de un teorema intrincado–, cuanto, y mucho más, de un misterio para nuestro corazón (cf 1Jn 3, 20), puesto que es un misterio de amor. Y nosotros nunca captaremos, no digo tanto la naturaleza ontológica de Dios, cuanto más bien la razón por la que él nos ha amado hasta el punto de identificarse ante nuestros ojos como el Amor mismo (cf 1Jn 4, 16)».

 

(2/3) Pura Paternidad, pura Filiación, puro Nexo de Amor

«La Unidad de la Divinidad en la Trinidad de las Personas es un misterio inefable e inescrutable. Para poder explicar en cierto modo el significado del dogma fue de fundamental importancia la distinción entre el concepto de “persona” y el concepto de “naturaleza” o esencia. Persona es aquel o aquella que posee la naturaleza humana; la naturaleza es todo aquello por lo que quien existe concretamente es lo que es» (Selección de la Audiencia general 27-11-1985 sp it). «La Iglesia habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como de tres Personas que subsisten en la Unidad de la idéntica Naturaleza divina.

Las personas divinas se distinguen entre sí únicamente por sus relaciones recíprocas: de Padre a Hijo, de Hijo a Padre, de Padre e Hijo a Espíritu, de Espíritu a Padre e Hijo. En Dios, pues, el Padre es pura Paternidad, el Hijo pura Filiación, el Espíritu Santo puro Nexo de Amor de los dos. Esas relaciones, que así distinguen al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y que los dirigen Uno a Otro en su mismo Ser, poseen en sí mismas todas las riquezas de Luz y de Vida de la Naturaleza divina con la que se identifican totalmente. Son relaciones “subsistentes” que, en virtud de su impulso vital, salen al encuentro una de otra en una comunión en que la totalidad de la Persona es apertura a la otra, paradigma supremo de la sinceridad y de la libertad espiritual a la que deben tender las relaciones interpersonales humanas, siempre muy lejanas de este modelo trascendente.

Y por ello, nuestra reflexión ha de retornar con frecuencia a la contemplación de este misterio, al que tan frecuentemente se alude en el Evangelio. Jesús dice: “El Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 38), “yo y el Padre somos uno” (Jn 10, 30). “Por esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo” (Concilio de Florencia, Año 1442: DS 1331). “Lo que es el Padre, lo es no respecto de sí, sino respecto del Hijo; lo que es el Hijo, lo es no respecto de sí, sino respecto del Padre; del mismo modo el Espíritu Santo, en cuanto es llamado Espíritu del Padre y del Hijo, lo es no respecto de sí, sino respecto del Padre y del Hijo” (XI Concilio de Toledo, Año 675: DS 528). Las tres personas divinas, los tres “distintos”, siendo puras relaciones recíprocas, son el mismo Ser, la misma Vida, el mismo Dios» (Selección de la Audiencia general 4-12-1985 sp it).

 

(3/3) Misterio para nuestro corazón (Beata Isabel de la Trinidad)

«¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro!, ayúdame a olvidarme enteramente de mí para establecerme en ti, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni hacerme salir de ti, oh mi Inmutable, sino que cada instante me haga penetrar más y más en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma, haz de ella tu cielo, tu amada morada y el lugar de tu reposo. Que nunca te deje allí solo, sino que esté allí toda entera, toda despierta en mi fe, toda en adoración, toda entregada a tu acción creadora.

¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Quisiera ser una esposa para tu Corazón, quisiera cubrirte de gloria, quisiera amarte hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia, y te pido que me “revistas de ti mismo” (cf Ga 3, 27-28). Identifica mi alma con todos los movimientos de tu alma, sumérgeme, invádeme, sustitúyeme por ti, a fin de que mi vida no sea más que una irradiación de tu Vida. Ven en mí, venez en moi, como Adorador, como Reparador y como Salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quisiera pasar mi vida escuchándote, quiero hacerme enteramente dócil a tus enseñanzas, a fin de aprenderlo todo de ti. Y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero fijarme siempre en ti y permanecer bajo tu gran luz. ¡Oh mi Astro amado!, fascíname, para que no pueda ya salir de tu irradiación.

¡Oh Fuego consumidor, Espíritu de Amor!, “sobrevén en mí”, survenez en moi (cf Lc 1, 35: superveniet in te) a fin de que se realice en mi alma como una encarnación del Verbo: que yo sea para él una humanidad complementaria, humanité surcroît, en la que renueve todo su Misterio.

Y tú, ¡oh Padre!, inclínate hacia tu pequeña criatura, “cúbrela con tu sombra” (cf Lc 1, 35; Mt 17, 5), no veas en ella más que al “Amado en quien tú has puesto todas tus complacencias” (cf Mt 3, 17; 17, 5).

¡Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Yo me entrego a ti como una presa. Escóndete tú en mí, ensevelissez-vous en moi (cf Col 3, 3), para que yo me esconda en ti, en espera de ir a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas».

(Isabel nace en Dijon, Francia, en 1880; entra en el Carmelo en 1901; escribe esta oración en 1904, y muere en 1906. Es beatificada por Juan Pablo II en 1984).

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