«No se puede mirar a Jesucristo si no miras al pobre, al herido, al que grita de dolor. Yo he visto su rostro en chicos de la droga que murieron en mis brazos, mientras me miraban y me decían: “Estate a mi lado, conmigo, no me abandones ahora…”». El padre Jorge de Dompablo se emociona al hablarme de Rosa, de Tony, de Esperanza y, sobre todo, de David (un joven que derramó su vivir —hasta que la adicción pudo con él— con los brazos agujereados de búsquedas, pero con las fotos sonrientes de su Primera Comunión luciendo en el primer lugar de su cartera). Corazones heridos que perdieron la razón —pero nunca el alma— en el rincón vacío donde una jeringuilla les postró, mientras alzaban el vuelo al último mar donde les esperaba el abrazo del Padre. Y ahí me quedo con el cura Jorge, entre la vía del AVE Madrid–Valladolid y la carretera de Colmenar, haciendo palabras y cruzando ríos, bordeando —con cuidado— el luto amoratado de tantas despedidas.
«Estoy dispuesto a dar la vida por mis hermanos»
El reloj marca las 19:13 horas. Ya es de noche en Madrid. Es lunes de un otoño prendido en la brizna de un frío delator. Sin embargo, allí se respira alegría, gozo, plenitud. «Llevo 34 años ordenado sacerdote. He tenido una vida muy dura, pero muy bonita, porque he sentido el amor más fuerte que se puede sentir», me confiesa el padre Jorge, mientras paseamos con el corazón abierto, de par en par, por el patio de la casa donde vive junto a 15 chicos subsaharianos. Hemos reservado la fecha para hablar de la V Jornada Mundial de los Pobres, que la Iglesia celebra el 14 de noviembre con el lema A los pobres los tienen siempre con ustedes (Mc 14, 7). Y el sacerdote, que sabe mucho de pobreza, ha experimentado —en cada huella que su andar ha ido consolando por el camino— cómo su latido se hace profundamente bello cuando sostiene la mano herida y el corazón roto de un hermano pobre: «Descubro la maravilla y la esencia de Dios cuando hago oración en silencio, y le siento de la misma forma cuando tomo la mano del que está caído y le levanto del suelo. Siento una paz, una alegría y un escalofrío muy grandes al saber que estoy haciendo oración, estoy hablando con Dios, estoy levantando a Dios mismo». La mirada profunda de este administrador parroquial de Nuestra Señora de la Guía y coordinador territorial de la Vicaría I para el Desarrollo Humano Integral y la Innovación de la archidiócesis de Madrid deja, tras el eco de una sonrisa acaudalada, un rastro de luz. Es feliz, aun luchando cada mes por conseguir los fondos que le permitan mantener con vida la dignidad de sus hermanos más pequeños. Y no lo disimula un solo instante. «La convivencia aquí es una auténtica maravilla. Cada día es vivir en ese encuentro con Jesucristo constante. Me emociono a menudo al oírles hablar, al abrazarles, o al descubrir cómo me miran…». De repente, el sacerdote necesita parar. Su sollozo no es de tristeza. Ciertamente, al borde del alud, el abrazo mide con delicadeza la vida… «Esto que ves es el Evangelio. Lo vivo a diario y es muy bonito. Digan lo que digan. Yo estoy todo el día dando saltos al comprobar esta belleza y esta felicidad constante. Y no me avergüenzo. Y no dudo en dar la vida por mis hermanos». Y lo dice sin temblar, mientras su corazón se derrama. «¿Incluso hasta dar la vida?», le pregunto. «Pues claro —responde—. Sin duda alguna. Estoy dispuesto ahora mismo o para cuando Dios lo quiera».
«Cada uno de los pobres es el mismo Dios»
Pasear por el hogar donde vive este sacerdote de 64 años, nacido en las Navas del Marqués (Ávila), supone descubrir que estar unido a Jesús de Nazaret está íntimamente unido a los pobres. No hay otra forma. Por eso, sonríe emocionado tras cada palabra, porque cuando se trata de recoger los pedazos de los más pobres, la felicidad merodea entre sus manos. «Alguna vez me he planteado dejar todo esto, pero no me deja el corazón. Al final, en cuanto tengo un hueco en la casa, salgo a buscar y a abrir la vida Y es que hay tanta gente necesitada…». «¿Sabes? Al final todo merece la pena». Lo revela convencido, dándole la espalda al frío de noviembre y a todas las tempestades que deseen venir a postrarse en su tienda. «Merece la pena porque cada uno de los pobres es el mismo Dios, porque no es solo para este mundo, ¡es que es eterno!». Y mientras se deja mecer por una paz que le invade por dentro, este corazón samaritano y bueno prende la noche de alboradas… «He descubierto que el amor no se muere, pues se han muerto muchas personas con las que he compartido la vida y su amor sigue vivo en mí. Con la muerte no se acaba el amor. Entonces, claro que merece la pena vivir con ellos, pero por toda la eternidad. Merece la pena gastar y desgastar la vida por los pobres, hasta que se acabe toda, porque luego empezará la Vida Eterna que yo ya he empezado a vivir aquí».
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