Hay pasajes del evangelio que conmueven por su realismo y autenticidad. Es imposible haberlos inventado, pues superan toda imaginación. El de la mujer pagana de este domingo es ejemplar. Ningún evangelista se hubiera atrevido a presentar a Jesús de esta manera. ¿Cómo poner en sus labios el calificativo de «perritos» para dirigirse a una mujer que suplica a gritos la curación de su hija enferma? ¿O que no le haga caso la primera vez que le suplica? Estamos ante un suceso que rezuma veracidad por los cuatro costados.
Jesús había dicho que su misión se dirigía al pueblo de Israel. No obstante, en varias ocasiones hizo algún viaje a las regiones paganas de la Decápolis y de la costa de Tiro y Sidón, como es el caso que comentamos. Aunque su misión se ceñía al pueblo judío, Jesús dijo también que tenía alcance universal. Cuando la mujer pide a Jesús la curación de su hija, éste no la atiende y sigue su camino. Son sus discípulos los que, ante la insistencia de la mujer, le piden que la escuche porque les sigue gritando. Jesús les aclara: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15,24). A pesar de todo, la mujer se le acerca y le dice: «Señor, ayúdame». La respuesta de Jesús sorprende por su aparente descortesía: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Entre judíos y los vecinos de la región pagana existían motes y calificativos. Los judíos llamaban «perros» a los paganos y Jesús dulcifica el calificativo aludiendo a los perritos caseros que merodean en torno a la mesa en las horas de la comida. Es claro que Jesús pretende probar a la mujer y la solidez de su fe. Y quedó bien probada, pues su respuesta indica no solo que asumió la posible humillación, sino la solidez de una fe sobrecogedora: «Tienes razón, Señor, pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Nada que ver esta respuesta con la de Naamán el sirio que, lleno de soberbia, no quiso lavarse en un primer momento en el Jordán, a propuesta del profeta Eliseo, por considerar que los ríos de Damasco eran mejores que el de Israel.
La mujer da una lección de fe humilde y consistente. Reconoce que Jesús tiene razón; y que, como perteneciente a un pueblo pagano, no es digna de compartir la mesa con el pueblo elegido. Si hay ocasiones en que los evangelios afirman que Jesús quedó conmovido, esta debió ser una de ellas, al contemplar a sus pies una mujer digna de cuanto pedía: «Mujer, le dijo, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas» (Mt 15,28). Conviene recordar que, en el capítulo anterior, Jesús llama a Pedro «hombre de poca fe», porque ha dudado de la palabra de Jesús. El contraste es notable. Por eso, en varias ocasiones, Jesús recuerda al pueblo de Israel que los paganos les precederán un día en el reino de los cielos.
Humillarse ante Dios es la mejor actitud para alcanzar sus dones. La mujer del evangelio es un icono perfecto de la fe que brota de la humildad, es decir, de la verdad que somos ante Dios. El corazón humilde y humillado, que reconoce su propia nada, siempre encuentra acogida en Dios, que se sirve a veces de «desplantes» para verificar la sinceridad de nuestras intenciones y demandas. La fe es una profunda certeza en que Dios nunca abandona al humilde; y si tarda en atender sus suplicas es para educarle aún más en la suprema confianza en la paternidad de Dios. Jesús dijo en cierta ocasión que si nosotros, aun siendo malos, damos cosas buenas a nuestros hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cuanto le pidan! Todo es cuestión de fe, que se cultiva en la paciencia, la humildad y la certeza de que Dios, por mucho que nos haga esperar, siempre abre su mano para dar el pan de cada día.
+ César Franco
Obispo de Segovia
