El pasado jueves, día 7 de abril de 2005, tuve la fortuna –de manos de la providencia y como expresión de gracia y de don, que en fidelidad deben ser donados, deben ser devueltos y correspondidos- de permanecer unos tres cuartos de hora ante el túmulo del Papa, ente sus restos mortales.
Pude entablar de este modo un “diálogo”, una “conversación”, una plegaria emocionada y, sobre todo, agradecida.
Miré su rostro, entre lívido y macilento. Percibí la huella imborrable del dolor supremo, transido de serenidad y de paz. Comprobé su cuerpo, antes atlético y rutilante, ahora empequeñecido y arrugado. Vi sus zapatos ya usado, aunque desgastados, sus sandalias del pescador tantas veces en la brega del remar mar adentro en todos los océanos que en el mundo son. Sentí el leve crepitar y desgastar del cirio pascual, que con su luz anunciaba la indudable pascua del cuerpo muerto y crucificado ante el que se velaba. Atisbé en paralelo el ambón con el libro de la Palabra de vida eterna, que habla del Buen Pastor y de la Resurrección. Y oré, y recordé, y tomé unas breves y telegráficas notas, mientras hacía memoria de estos casi 27 años de nuestra vida, de nuestra mejor vida.
E inevitablemente, junto a mi contemplación del cuerpo muerto del Papa, mi mirada y mi corazón se posaban también sobre aquella disciplinada y abigarrada masa hu7mana, que desfilaba sin cesar ante los restos mortales de su Papa, a quien ya llamaban santo y a cuya veneración anticipada habían venido desde tantos y desde todos los rincones de la catolicidad. Y vi llorar a hombretones hechos y derechos, a niños, a jóvenes, a mujeres y a ancianos. “Todo por el Papa” parecían decir sus rostros emocionados y sentidos. “Gracias, Santo Padre, reza por nosotros” musitaban al encontrarse con la figura yacente de aquel hombre de Dios a quien tantas veces habían aclamado y seguido.
Y, sobre todo, vi y admiré la multitud de jóvenes que en esas filas kilométricas, en distancia y en horas, se acercaban hasta Juan Pablo II como si fuera alguien muy querido de sus vidas. Muchos de ellos vestían con la misma indumentaria de fiesta de algunos de los encuentros de los jóvenes con el Papa. Era su traje de luto y de acción de gracias, vestido de la memoria de los mejores recuerdos y de las mayores promesas.
Vi jóvenes y vi, sobre todo, al pueblo, al bendito pueblo de Dios que llama “santo” a quien le sirvió incondicionalmente durante tantos y tan fecundos años y que uno de sus suyos, uno de los nuestros y a quienes es tan justo llamar Juan Pablo II el Grande, el Papa de todos. Y por eso, no pude sino orar desde la acción de gracias y desde la esperanza

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