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Plegaria a la Virgen del Rosario

Santa María, Madre de Dios y Madre Nuestra,

al llegar y celebrar el mes de octubre, el mes del rosario,

escucha la plegaria que te dirigimos como Reina del Rosario.

Te invocamos, oh Madre Santísima,

la pronta glorificación del Siervo de Dios Juan Pablo II,

el que fue “todo tuyo”,

el que afirmo que el “rosario era su oración preferida”,

el que nos donó el memorable Año del Rosario.

Te encomendamos también, Madre de la Iglesia,

la persona y el ministerio apostólico petrino

del Santo Padre Benedicto XVI.

Al rezar y evocar los misterios gozosos del Rosario,

te pedimos, Santísima Virgen del Rosario, Reina de la Paz,

que encontremos siempre nuestro gozo y alegría sin fin

en los misterios de la Encarnación de tu Hijo:

Haz que sepamos descubrir, amar y seguir

la Santísima Humanidad de Jesucristo,

que entendamos de anunciación, encarnación y visitación,

que imitemos sus gestos de anonadamiento y de humildad,

que experimentemos y transmitamos

el gozo inefable de sabernos salvados y amados

por Quien compartió con nosotros

las luces y las sombras de la condición humana

en todo excepto en el pecado.

Que como Él trabajamos con y para

nuestros hermanos los hombres con manos de hombre,

que les amenos y les sirvamos con corazón humano.

Que nada humano nos sea ajeno,

como no lo fue para Él y para Ti.

Te pedimos, Madre de las Madres,

por las madres, por las gestantes,

por los niños recién nacidos,

por aquellos que no valoran la maternidad.

 

 

De tu mano maternal, Virgen y Madre del Rosario,

que nos llegue la luz y la gracia

para seguir los caminos de los misterios luminosos,

los nuevos misterios del Santo Rosario,

los misterios de la vida pública de tu Hijo Jesús.

Ayúdanos a renovar nuestra fe y compromiso bautismal.

Te pedimos también por nuestros matrimonios y familias.

Que nunca les falte el vino nuevo de la gracia y del amor.

Que resuenen siempre en sus corazones

aquellas palabras tuyas: “Haced lo que El os diga”.

Danos fuerza, Virgen del Rosario,

para ser testigos del Reino de tu Hijo

y discípulos y transmisores de las Bienaventuranzas,

único camino para la felicidad que tanto anhelamos.

Transfigura, María del Rosario, nuestros corazones y mentes.

Que experimentemos el Monte Tabor de la presencia de Dios

y que después bajemos, transfigurados, al valle de la vida,

donde nos aguarda la cruz, la misión y el testimonio.

Mujer Eucarística, madre del Pan de Vida,

tú nos da a Jesús, el pan vivo,

tú nos llamas a su mesa de Eucaristía,

al pan partido, repartido y compartido

de la Eucaristía y de la Caridad.

Ruega por nosotros,

haz de nosotros hombres y mujeres de Eucaristía,

porque si olvidamos la Eucaristía,

oh María, mujer eucarística,

¿quién podrá sanar nuestra indigencia?

 

 

Virgen Santísima, Señora nuestra del Rosario,

hazte presente en medio de nuestros misterios dolorosos.

Son los misterios de tu Hijo, el Crucificado.

Son su rostro de cruz y de gloria.

Qué cuando lleguemos al Getsemaní nuestro de cada día

sepamos como El beber el cáliz del deber y de la misión.

Qué llevemos esperanzados nuestra cruz y la del prójimo.

Qué no busquemos más coronas que el servicio y el amor.

Qué seas siempre, Madre Nuestra,

amparo, salud y vida en la hora del dolor supremo.

Escucha nuestra plegaria, Madre siempre al pie de la cruz, Virgen de la Esperanza, Reina de la Paz,

por todos los crucificados de la historia

y por los crucificados de nuestro hoy:

los pobres, los enfermos, los ancianos, los que sufren,

los parados, los drogadictos, los vagabundos,

los refugiados, los perseguidos, los encarcelados,

las víctimas del terrorismo, del odio y la guerra,

los ateos, los agnósticos, los alejados,

los enfermos del sida y los trabajadores sin protección.

 

 

En el afán de cada día dibújanos, Reina del Cielo,

el rostro de la eternidad, el rostro de la resurrección,

el rostro de los misterios gloriosos de tu Hijo y tuyos.

Ayúdanos a entender y esperar la resurrección,

a ser transformados por la experiencia de Dios,

en cualquier Pentecostés de la vida interior,

de la oración y de la contemplación

que marcan el ritmo de la acción y del apostolado.

Muéstranos el cielo que no puede esperar,

el cielo al que ascendió Jesucristo,

el cielo al que fuiste llevada en cuerpo y alma,

el cielo que sólo se gana en la tierra,

viviendo, peregrinando, sirviendo y amando como Tú.

Alienta la esperanza en la meta que perseguimos

e impulsa el testimonio valiente

de aquel anuncio gozoso que da sentido a la vida.

 

 

Oh Rosario bendito de María,

cadena dulce que nos une a Dios,

vínculo de amor que nos une a los Ángeles,

torre de salvación contra los asaltos del infierno,

puerto seguro en el común naufragio, no te dejaremos jamás.

Tú serás nuestro consuelo en la hora de la agonía.

Para ti el último beso de la vida que se apaga.

Y el último susurro de nuestros labios será tu suave nombre,

oh Reina del Rosario, oh Madre nuestra querida,

oh soberana consoladora de los tristes.

Que seas bendita por doquier,

aquí y siempre, en la tierra y en el cielo. Amén.



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