«Asesiné a un santo». Salvatore Grigoli apretó el gatillo en la noche del 15 de septiembre de 1993, hace ahora 30 años. Acababa así con la vida del sacerdote italiano Pino Puglisi, a la entrada de su casa en el barrio de Brancaccio, en Palermo. 15 años después reconocía desde la cárcel que no se podía quitar de la cabeza la mirada y la sonrisa de aquel hombre que dijo «me lo esperaba» cuando Grigoli y su compañero Gaspare Spatuzza le sacaron las pistolas. Sus jefes de la mafia, los hermanos Graviano, habían ordenado acabar con el párroco.
Brancaccio es un barrio de clase obrera, humilde, de la capital siciliana. Allí no existe el Estado, impera la ley de la mafia. A principios de los años 90 hay asesinatos a diario. La Cosa Nostra campa a sus anchas, ensanchando sus filas con niños de la calle, que no tienen nada y que nunca han visto otra cosa. Parece que nacen sentenciados. Un periodista le pregunta al párroco del barrio por un bebé recién nacido en el edificio de al lado, como anuncia una cinta azul colgada en el balcón. El padre Puglisi, que lleva pocos meses en el cargo responde: «Hay un lugar en el mundo también para él, en la libertad y en la legalidad».
Quizá por eso se entiende bien que aceptara el encargo, que, por su peligrosidad, otros sacerdotes habían rechazado. Durante los tres años que estuvo allí «luchó para que nadie se sintiera solo ante el desafío de la degradación y los poderes ocultos de la delincuencia», como ha escrito el papa Francisco en la carta enviada al arzobispo de Palermo este verano.
3P —Padre Pino Puglisi, como él mismo firmaba— en seguida se dio cuenta de que su trabajo estaba en las calles que rodeaban la parroquia, con los vecinos de todo el barrio, fueran feligreses o no. Una de sus primeras visitas fue a la cárcel, para presentarse. En poco tiempo montó un coro, un grupo de teatro y un centro deportivo con los niños de comunión. También una serie de encuentros con los jóvenes y adultos que ya se habían confirmado, ellos mismos lo demandaban. Este era precisamente su sencillo método: responder a las necesidades que tenía delante. Y en Brancaccio eran muchas.
Así surgió en 1991 el centro de acogida Padre Nuestro, un lugar de escucha y de servicio social, en colaboración con la asistenta encargada de la zona. Su razón no es otra que acoger a esos niños y jóvenes de la calle, de una enorme pobreza económica y cultural, algunos analfabetos, que solo conocen la violencia. Porque Puglisi sabe que el mayor drama de Brancaccio es que estos niños no son culpables, sino víctimas, que no saben lo que hacen. Él se propone mostrarles el valor de su vida.
30 años después de su asesinato, el arzobispo de Palermo, don Corrado Lorefice, insiste en que la excepcionalidad de don Pino solo se puede explicar por su pasión y pertenencia a Cristo. Porque no fue a Brancaccio a luchar contra la mafia, sino a educar a los jóvenes a que conocieran el sentido último de su vida. «Fue llamado —afirma Lorefice— por Aquel que ha venido para asumir los sufrimientos de los hombres, que miraba, que tocaba, que entraba en las calles». Porque sabía que solo Jesús de Nazaret salva del mal, él podía mirarlo a la cara, como miró aquella noche la pistola que acabaría con su vida.
Sin esta promesa de salvación, tampoco se puede explicar el perdón a los asesinos por parte de su familia. Decía su hermano Franco en una entrevista a una televisión italiana, después de visitar a Grigoli en prisión: «Si su arrepentimiento era sincero yo pensaba que el Señor lo habría perdonado y si Dios lo ha perdonado, ¿por qué no debo hacerlo yo que soy un pobre mortal?».