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No hacen lo que dicen, por César Franco, obispo de Segovia

No hacen lo que dicen, por César Franco, obispo de Segovia

Todavía recuerdo la pegunta que me hizo un niño en la catequesis con toda la ingenuidad y sencillez de los pequeños: «¿Por qué mi padre me dice que vaya a misa y él no va?». Intentando echar un capote al padre, puse cara de ingenuo y le respondí: «Quizás tu padre va cuando tú no lo ves». Pero el niño, inconmovible, replicó: «No, no va». Entonces tuve que apelar a las palabras de Jesús en el evangelio de hoy criticando a los escribas y fariseos: «haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen». Lo expliqué como mejor pude para no desacreditar al padre del chaval.

La verdad es siempre verdad, aunque la diga quien no la cumple. Las palabra de Jesús valen para todos los constituidos en autoridad, empezando por mí que ocupo una cátedra episcopal. Lo más exigente de proclamar la verdad es la responsabilidad de vivirla. Y cada vez que predico me pregunto a mí mismo si practico lo que enseño. El Papa, los obispos y sacerdotes somos maestros de la fe y, por tanto, obligados a proclamar la verdad evangélica. El mensaje que proponemos configura nuestra persona y nos exige practicar la verdad que enseñamos. Cuando no vivimos lo que predicamos somos un obstáculo, y en ocasiones escándalo, para nuestros fieles y también para los no creyentes que pueden echarnos en cara la incoherencia de nuestra vida, aunque lo hagan de modo inmisericorde.

Dicho esto, la verdad siempre será verdad, aun en labios de un padre, maestro o predicador que no se ajusta a ella. Son muchos los que, amparados en esta incoherencia de quienes están obligados a vivir lo que enseñan, es excusan para desacreditar la verdad o eximirse de ella. También esto es una forma de engañarse a sí mismo con la excusa del mal ejemplo de los demás. El padre tenía razón diciendo a su hijo que debía ir a misa. Y el niño acudía a misa aunque su padre no fuera. La verdad es impone por sí misma, aunque es más hermosa cuando brilla en el comportamiento de quien la proclama.

En el evangelio de hoy, Jesús da la explicación de esta falta de coherencia entre enseñar algo y no practicarlo. En su crítica a los maestros de la ley de su tiempo, afirma que cuanto hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto, buscan los primeros puestos en los banquetes y sinagogas, que la gente les haga reverencias y los llame maestros. Es decir: se han instalado en la vanidad y apariencia mundana, lo más opuesto a la verdad. Quien vive de tales presupuestos se incapacita para enseñar y asentarse en la coherencia de vida. Por eso, cuando Jesús dice que no llamemos a nadie padre, maestro, consejero en esta tierra, no prohíbe en absoluto dar estos títulos a quienes ejercen dichas funciones. ¿Cómo no voy a llamar padre a quien me ha dado la vida? ¿O maestro a quien cumple con su vocación de enseñar? ¿O consejero a quien me ayuda con sus oportunas advertencias? En el contexto de sus palabras, Jesús quiere decir, en primer lugar, que sólo Dios posee estos calificativos en grado absoluto. Nadie se equipara a él; y en segundo lugar, que debemos discernir si atribuimos estos títulos a quien en su vida une la palabra al comportamiento, la enseñanza a la conducta, y practica él mismo los consejos que da. Jesús sabe muy bien que adecuar la vida a la verdad es tarea ardua y exigente para toda la vida. Su crítica va dirigida a quienes viven de la apariencia y de la vanidad mundana, a quienes dan la espalda a la verdad y, sin embargo, se arrogan el título de maestros. Por eso, concluye su enseñanza con estas palabras: «El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

+ César Franco

Obispo de Segovia



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