Fragmentos de su homilía en la fiesta de la Virgen de Aránzazu (9-9-2012)
Este verano hemos seguido con tristeza la polémica suscitada en torno a la excarcelación de los presos de la organización terrorista ETA, aquejados de enfermedades incurables o terminales.
En primer lugar, me parece necesario denunciar que quienes han hecho y siguen haciendo de este principio humanitario un instrumento de reivindicación política sin condenar los atentados que se han cometido; humillan a las víctimas, dificultan la aplicación de estas medidas y, en definitiva, instrumentalizan el sufrimiento y los mismos principios humanitarios para evadirse de la autocrítica que tienen pendiente.
Ahora bien, al margen de cualquier ambigüedad en la condena de la violencia, también es necesario añadir una segunda reflexión: ¿Son conformes con el sentir cristiano y con la misma ética determinadas expresiones del siguiente tenor: “¡Que se mueran en la cárcel, que se lo tienen bien merecido!”?… Somos conscientes de que, en algunos casos, detrás de esas reacciones laten heridas pendientes de sanación y reparación, causadas por gravísimas injusticias. No olvidemos que tenemos todavía un gran déficit en el acompañamiento a las víctimas del terrorismo, que sufren las consecuencias del horror que padecieron. Pero al mismo tiempo es necesario recordar que el mensaje cristiano es inequívoco: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien” (Rm 12, 21). No es suficiente con derrotar al terrorismo —aunque obviamente es necesario hacerlo—, sino que también es importante trascenderlo y superarlo moral y espiritualmente, sin dejarnos atrapar por la espiral de odio que genera.
Ciertamente, es bueno que haya un legítimo debate sobre el margen prudencial con el que los presos que son enfermos terminales —según su actitud y otras circunstancias— puedan ser puestos en libertad para morir rodeados de sus familiares. Sin embargo, lo que no sería aceptable es la negación indiferenciada del mismo principio humanitario. En realidad, un principio humanitario no responde tanto a la bondad de quien lo recibe, cuanto a la magnanimidad de quien lo ejerce (aunque ciertamente lo primero ayuda mucho a lo segundo).
Pero más allá de estas consideraciones éticas, quisiera centrarme en destacar que la pérdida o el debilitamiento de la fe han conseguido distraer nuestra atención de lo sustancial, de modo que somos absorbidos por lo circunstancial. En efecto, el dato verdaderamente determinante a la luz del Evangelio es otro, y nadie parece hablar de ello: Unas personas que han cometido gravísimos crímenes podrían morir en un plazo más o menos breve. Como nos ocurrirá a todos nosotros en el momento de comparecer ante Dios al final de nuestra vida, también ellos escucharán las palabras de Jesucristo, que leemos en el Evangelio según San Mateo: “Venid vosotros, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros (…) porque tuve hambre y me disteis de comer…”. O por el contrario: “Apartaos de mí malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer…”. Y concluirá: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, a mí me lo estabais haciendo…”. A la luz del Evangelio sabemos que Jesús se identifica con las víctimas agredidas por nuestro propio pecado, hasta el punto de decirnos: Era yo a quien no diste de comer; fue a mí a quien no quisiste perdonar; era yo a quien secuestraste; fue a mí a quien disparaste en la nuca… En efecto, hermanos, todos vamos a ser juzgados por el Dios que nos ha creado y que nos ha redimido. En ese momento de encuentro entre la Verdad de un Dios misericordioso y la realidad sin tapujos de nuestra propia vida, será determinante para el destino eterno de nuestra alma, la opción última y definitiva que hayamos tomado: humildad y arrepentimiento, u obstinación en el mal.

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