Santa María Magdalena es una de las figuras claves del tiempo pascual. Según los relatos evangélicos, ella fue la primera testigo del Resucitado y, de hecho, la Iglesia la reconoce con el título de «apóstol de los apóstoles». Al mismo tiempo, me parece que esta preclara mujer puede ser considerada como un icono de estos tiempos de confinamiento por la terrible pandemia de coronavirus que nos toca vivir. Detengámonos, con ella, en algunos detalles que proporciona una página del evangelista san Juan (Jn 20, 11-18).
«María estaba frente al sepulcro, afuera, llorando. Llorosa se inclinó hacia el sepulcro» (v. 11). Aparecen unos ángeles que le preguntan: «Mujer, ¿por qué lloras?» (v. 13). Poco después, es el mismo Jesús quien le dice: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» (v. 15). Es decir, que la de Magdala está angustiada, se siente triste, le duele la soledad, nota el desconsuelo. Como nosotros. Eso es normal. No somos de acero. Nuestra debilidad, en medio de esta tremenda emergencia sanitaria, se hace palpable. Experimentamos que somos frágiles, y esto, en cierto sentido, nos viene bien para salir del engaño en el que nuestra arrogancia nos había sumergido. Pero María, y tal vez también nosotros, corre el riesgo de quedar encerrada en su amargura, de volcarse sobre sí misma, de perder perspectiva, de que las lágrimas le impidan ver con claridad el conjunto de lo que acontece.
De hecho, ella no es capaz de interpretar los signos que tiene delante de sus ojos. Hay ángeles vestidos de blanco y el cuerpo del difunto no está (v. 12), pero no capta ahí guiños de Vida. Incluso, se le aparece Jesús, su amado, su Maestro, su Señor… y ella lo confunde con un hortelano (v. 15). Se pone en el peor de los escenarios: han robado el cadáver. ¿No nos pasa también a nosotros, que a veces nos sentimos dominados por la negatividad, que no alcanzamos a ver los signos de esperanza o, incluso, que nos dejamos llevar por tendencias que miran al otro como un adversario, un competidor, una amenaza?
El relato tiene su punto de inflexión en el momento en el que Jesús pronuncia el nombre de María, la llama personalmente, por su nombre (v. 16). Esa palabra —con su sonido, su tono y el afecto que conlleva— toca las entrañas más hondas de María, que salta por dentro de alegría y responde a Jesús en su lengua materna (v. 16). En esta temporada, estamos todos muy pendientes de las cifras y las estadísticas. Hay casi dos millones de casos de coronavirus confirmados en todo el mundo y cerca de 120.000 muertos. Parecen números, pero, en realidad, son personas. No son fríos dígitos ni pueden quedarse en parte de un abultado y anónimo expediente. No. Cada uno de los fallecidos, cada uno de los afectados por la enfermedad tiene un nombre. Son hijos, son madres, son ancianos con historias particulares, con rostros, proyectos y anhelos precisos. Dios los conoce personalmente. Cada cual ha recorrido un camino, con sus vicisitudes, sus detalles, sus características propias. Qué importante es, en esta tétrica coyuntura, personalizar las relaciones, interesarnos por los otros, hacer perceptible el amor y la ayuda, especialmente en las situaciones más graves y delicadas. Eso no evita el sufrimiento, pero impide la punzante soledad. No elude la aflicción, pero la puede aliviar dándole sentido, aportando serenidad y abriendo a la esperanza.
María se lanza a los pies de Jesús, casi podemos decir que se abalanza sobre él, llena de alegría, sorpresa y gratitud. «Le dice Jesús: —Suéltame, que todavía no he subido al Padre» (v. 17). Hay cercanía y encuentro, pero todavía debe mantener las distancias. Sin duda, uno de los rasgos del confinamiento que está modificando nuestra vida cotidiana es la necesidad de cuidar la distancia social, prescindir de los abrazos y restringir el contacto físico para esquivar el contagio. Esta escena del Evangelio nos muestra que hay que saber respetar las distancias y los tiempos. Los abrazos llegarán, en su momento. El amor y el cariño están ya presentes, aunque su expresión sea sobria o diferente de la habitual.
La escena evangélica termina con las palabras de Jesús a María: «Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (v. 18). Y, efectivamente, «María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: —He visto al Señor y me ha dicho esto» (v. 18). El encuentro con el Señor Resucitado siempre nos transforma, nos da la paz, nos llena de entusiasmo y nos envía en misión. La que empezó encerrada y vuelta sobre sí misma, pesarosa y lenta, ahora corre veloz y diligente, animosa y vibrante. La que estaba aislada es, ahora, activa constructora de comunidad.
En este fragmento del Evangelio encontramos una síntesis de los efectos de la Pascua en los seguidores de Jesús, convirtiéndolos en discípulos y misioneros. Como indicó el Papa Francisco al comienzo de la exhortación apostólica con la que diseñó el programa de su servicio pastoral a la Iglesia en estos años: «La alegría del evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (Evangelii Gaudium, n. 1).
En estos tiempos recios de coronavirus, pidamos la fuerza del Señor Resucitado en nuestras vidas y en las vidas de tantas personas que sufren y están agobiadas, en ocasiones abandonadas y desatendidas. Y pidamos también que el ejemplo y la intercesión de santa María Magdalena estimulen nuestra respuesta. Una respuesta toda ella impregnada de confianza plena, de esperanza cierta, de ardiente caridad, de vigorosa paciencia, de total disponibilidad hacia el pobre y descorazonado.
Por Fernando Chica
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA
