Loyola y Javier, por Josep Àngel Saiz Meneses, obispo de Terrassa
Un saludo cordial a toda la familia diocesana. Os encomiendo especialmente en la celebración eucarística que hoy tenemos en la basílica de Javier, como colofón de nuestra Peregrinación Diocesana de Jóvenes, que ha tenido dos destinos: Loyola, cuna de san Ignacio, y Javier, cuna de san Francisco Javier. Es una ocasión propicia para recordar algunos trazos de la vida de estos dos gigantes de la historia de la Iglesia. Javier nació el 7 de abril de 1506. Era el menor de cinco hermanos. A los dieciocho años fue a estudiar a la Universidad de París, en el colegio de Santa Bárbara, donde en 1528, obtuvo el grado de licenciado. Como compañero de la pensión tuvo a Pedro Fabro, y más tarde conoció a Ignacio de Loyola.
París es una ciudad alegre, y su barrio más bullicioso es el Latino, donde se ubicaban los 50 colegios que componían la Universidad. Javier es un joven con anhelos de gloria, que quiere brillar en el mundo; tiene un carácter alegre y sociable y le gusta divertirse. En aquel momento, es un ídolo entre sus compañeros, sobresaliente en las competiciones deportivas, con óptimas calificaciones y rodeado de numerosos amigos. Un buen día de 1528 se encuentra con Ignacio de Loyola, que ha llegado a París y que residirá también en el Colegio de Santa Bárbara. Ignacio está ya de vuelta de muchas cosas en la vida, y sólo busca la voluntad de Dios y servir a la Iglesia. Ignacio formulará reiteradamente a Javier una pregunta que acabará calando en su interior: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?”
Javier rehusó la influencia de Ignacio al principio, sobre todo aquel pensamiento que le resultaba tan contrario a sus aspiraciones. Pero al final, aquella idea -“¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?”- fue penetrando en su corazón y fue venciendo su orgullo y vanidad. Por fin Ignacio logró que Francisco se apartara un tiempo para hacer los Ejercicios Espirituales, unos días de retiro y oración que el mismo Ignacio había desarrollado a partir de su propia experiencia. Después de aquellos días de profundo combate espiritual quedó profundamente transformado por la gracia de Dios. Fue uno de los siete primeros compañeros de San Ignacio, que se consagraron al servicio de Dios en Montmartre, en 1534. Hicieron voto de absoluta pobreza, y decidieron ir a Tierra Santa para comenzar desde allí su obra misionera, poniéndose a la total disposición del Papa. Junto con ellos recibió la ordenación sacerdotal en Venecia, tres años más tarde, y con ellos compartió las vicisitudes de la naciente Compañía. Abandonado el proyecto de Tierra Santa, emprendieron camino hacia Roma.
En 1540, San Ignacio envió a Francisco Javier y a Simón Rodríguez a la India en la primera expedición misional de la Compañía de Jesús. El viaje le lleva de Portugal hasta Japón, pasando por Brasil, Mozambique, la India e Indonesia, y muere extenuado y enfermo a punto de entrar en China. Llegó a la India en 1542. En diez años misionó en diversas regiones de la India, de Sri-Lanka, Malaka, las islas Molucas, Japón, para morir a las puertas de China, en la isla de Sanchón, el 3de diciembre de 1552.
En unos tiempos en que las comunicaciones no eran fáciles y la navegación estaba sujeta a innumerables peligros, Javier recorrió miles de kilómetros por los mares asiáticos. Ardió en el ansia de dar a conocer la Buena Noticia de Jesús. Su espíritu apostólico y su determinación son un ejemplo de total actualidad. Contemplamos en él un gran amor a Dios y a los hermanos, así como una gran capacidad de adaptación a las personas y a las situaciones. Pidamos a Dios que se nos contagie ese celo pastoral incontenible que ardía en su corazón.
+ Josep Àngel Saiz Meneses
Obispo de Terrassa.

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