Los otros labradores, por el obispo de Segovia, César Franco
Jesucristo usó las parábolas no sólo para enseñar sino también para hablar de sí mismo. En algunas de ellas aparece claramente el contexto histórico en el que tuvo que moverse Jesús con sus propios adversarios: los dirigentes religiosos que se opusieron a aceptarlo como mesías, lo condenaron a muerte por blasfemo y lo expulsaron de la comunidad religiosa de Israel.
En este domingo leemos una parábola que describe magistralmente este drama, que provocó la tristeza y las lágrimas de Cristo al contemplar desde el monte de los Olivos la ciudad de Jerusalén. En recuerdo de aquellas lágrimas se ha edificado una pequeña capilla llamada «Dominus flevit» (el Señor lloró), que evoca sus palabras: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a quienes te son enviados, cuántas veces intenté reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas y no habéis querido» (Mt 23,37).
En esta parábola, llamada de los viñadores homicidas, Jesús sintetiza la historia de Israel y compara a Dios con el propietario de una viña que la arrendó a unos labradores y se marchó lejos. Cuando llegó el tiempo de la vendimia envió dos tandas de criados a recoger los frutos, pero los labradores apalearon a unos, lapidaron a otros y mataron al resto. Pensando que a su hijo le tendrían más respeto, se lo envió también. Pero al ver que era el heredero, decidieron matarlo para quedarse con la herencia. Y así fue: lo apresaron, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron.
Al final de esta narración, Jesús hace una pregunta para interpelar a sus adversarios: ¿Qué hará el dueño de la viña con aquellos labradores cuando regrese? La respuesta es de una lógica coherente: «Hará morir a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que entreguen los frutos a su tiempo» (Mt 21,41).
Los estudiosos de los evangelios han interpretado la parábola de Jesús como una síntesis de la historia de Israel, en la que una serie de profetas enviados por Dios fueron maltratados y martirizados por predicar la verdad que resultaba incómoda. Al colocarse Jesús en la serie de los enviados, no sólo se confiesa como el Hijo, el heredero del Reino del Dios, sino que presenta su destino de rechazo y muerte en consonancia con la vocación profética. Dice el evangelio, que, al escuchar esta parábola, los sumos sacerdotes y fariseos comprendieron que hablaba de ellos e intentaban echarle mano para matarlo. Pero no lo hicieron porque la gente lo tenía por profeta.
Jesús, sin embargo, no se contenta con hablar de su destino trágico de muerte, expulsado de Israel. Anuncia también que este rechazo provocará que Dios entregue su reino a otro pueblo que produzca sus frutos. Tenemos aquí una clara alusión al pueblo gentil, a los que un día creerían en Jesús, lo acogerían por la fe y darían frutos de conversión. El rechazo de unos llevó consigo la acogida de otros, como afirma san Pablo al final de su carta a los Romanos. Hay que matizar sin embargo que no fue todo Israel quien rechazó a Cristo. Muchos del pueblo elegido creyeron en él: su madre, los apóstoles y una gran multitud, según dice el libro de los Hechos de los Apóstoles, lo acogieron como Mesías y Salvador. En la parábola, Jesús se refiere a aquellos dirigentes que desecharon la piedra angular del edificio que Dios quería construir. Por eso, los llama «arquitectos», porque tenían la misión de edificar la casa de Dios.
Los que hoy creemos en Cristo no tenemos la salvación asegurada. No basta creer, acoger a Cristo. Hay que dar frutos dignos de conversión. Somos los otros labradores a quienes se les ha confiado el cuidado de la viña, y también a nosotros se nos pide frutos.
+ César Franco
Obispo de Segovia

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