La luz y las tinieblas, por el obispo de Segovia, César Franco
El evangelio del cuarto domingo de Cuaresma arroja mucha luz sobre una cuestión que en ocasiones atormenta al creyente: ¿Cómo será el juicio de Dios al final de nuestra vida? La imaginación nos traiciona cuando nos representamos el juicio con la imagen de un tribunal humano en el que se sopesan los actos del hombre desde categorías jurídicas. Dios es juez, ciertamente, pero es Padre, es Luz, Verdad y Amor. Lo primero que dice Jesús es que Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por él. Dios desea como nadie la salvación del hombre, y así lo enseña Jesucristo con sus palabras y obras. Dios, escribe un teólogo, «no tiene ningún interés en condenar al hombre».
Entonces, ¿qué significa la condenación? Hoy escuchamos en el evangelio estas palabras de Jesús a Nicodemo: «El que cree en el Hijo no será juzgado; el que no cree ya est a amar. se convierte en infierno, incluso aquellos a los que estamos obligados a amar, y hablo Cuando nos cerramos a esta llamá juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas». Quien rechaza el amor ofrecido por Dios se juzga y condena a sí mismo. Se ha cerrado en su propia oscuridad. «El infierno son los otros», ha dicho un existencialista ateo. ¿Qué quiere decir? Dios nos ha hecho para darnos a él y a los demás, nos ha creado para el amor sin medida, de forma que nuestra existencia se realice en el amor. Cuando nos cerramos a esta llamada, todo se convierte en infierno, incluso aquellos a los que estamos «obligados» a amar. ¡Cuántas veces, los mayores desprecios, odios y crímenes, suceden en el ámbito de la familia, que es por esencia el ámbito del amor! Y al revés: ¡cuántos ejemplos hay de personas que perdonan, aman y son capaces de dar la vida por sus propios enemigos! El infierno, ya aquí en la tierra, es la soledad de quien solo se ama a sí mismo y cierra sus entrañas de compasión en un egoísmo suicida. Es la noche sin día, el silencio que no escucha los gritos de quien sufre, el mal amado por sí mismo.
Dios es Luz. Por eso dice Jesús que «quien obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». Aquí tenemos la esencia del juicio último de nuestra vida. El hombre, al morir, se encuentra con la Luz eterna e increada, la Verdad pura, y reconoce si su vida ha estado orientada en esa dirección o, por el contrario, ha caminado en dirección contraria. Todo pecado se realiza en el ámbito de la oscuridad. Nos escondemos para pecar, como si pudiéramos escapar no sólo a la mirada de Dios sino a la luz de nuestra propia conciencia que nos acusa y nos juzga de forma inexorable.
¿Cuál es entonces el papel de Dios en el juicio? Constatar el uso que hemos hecho de nuestra libertad. Dios nos ha creado libres. No puede forzarnos al bien, ni tampoco nos determina al mal. La vida del hombre es ejercicio permanente de la libertad, que nos conduce a la vida o a la muerte. Tenemos experiencia de que en la medida en que elegimos el bien, avanzamos en la luz; si escogemos el mal, vivimos en la tiniebla. Por eso, en la cuaresma pedimos la luz necesaria para guiar nuestros pasos por el camino del bien y la fuerza necesaria para oponernos al mal. Este es el gran dilema del hombre que fragua poco a poco su destino. Siempre hay tiempo para convertirse, para retornar a los brazos del Padre misericordioso con la certeza de que su amor es infinito. Un amor que excluye todo juicio condenatorio a no ser que el hombre rechace la luz y opte por las tinieblas. Podemos decir que Dios ha dejado en nuestras manos el juicio.
+ César Franco
Obispo de Segovia

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