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La iglesia tras Juan Pablo II

Escrito el 4 de septiembre de 2007

Adivinar el futuro es tarea humanamente imposible. Lo es, a mi juicio, gozosamente porque la vida perdería mucho de su atractivo si supiéramos a ciencia cierta lo que va a suceder en cada momento del presente y del futuro…

Hecha esta primera observación, un tanto obvia, señalar algunas de las prioridades de la acción evangelizadora de la Iglesia y su próximo Pastor Supremo ofrece la ventaja de hablar en voz alta de lo que uno lleva en el corazón y corre el riesgo de la equivocación, realidad, por otra parte, muy humana, pero que asumo humildemente.

         La Iglesia tras Juan Pablo II se halla, en primer lugar, en la espléndida situación de la profunda y sentida acción de gracias por estos casi 27 inolvidables años del pontificado de Karol Wojtyla, llamado ya con justeza “Juan Pablo II el Grande”. Su memoria, su magisterio, su estilo, sus intuiciones son un legado bien vivo y bien fecundo para nuestra Iglesia y para nuestro mundo

         En segundo lugar, la Iglesia tras él deberá asimismo recoger las semillas esparcidas en todos los rincones del mundo del eco y de la impresión multitudinarias -y lo que esto conlleva de acción evangelizadora- que ha originado su muerte, su despedida, sus funerales Que cuatro millones de personas se hayan desplazado a Roma a darle el último adiós, que las páginas de periódicos y revistas del mundo entero y de las televisiones, radio e internet a él dedicadas se cuenten por miles y miles y hasta por millones no dejen de ser una oportunidad a aprovechar también de cara al futuro.

         La Iglesia que nos aguarda seguirá siendo, sin duda, la Iglesia siempre fiel a sí misma, a su identidad, a sus raíces y a su naturaleza. Seguirá sabiendo que es una institución divina y humana, puesta como sacramento de salvación, como prolongación de la redención de Jesucristo, como camino del hombre, como servidora de la humanidad, especialmente la humanidad más necesitada.

         La Iglesia tras el Cónclave vivirá en la tensión -no de rechazo sino de atracción- entre sus polos de conservación de tradición y de reforma y de renovación. La historia de la Iglesia, al menos, la del último siglo, nos demuestra que los Papas al sucederse pueden corregir suavemente algunas veredas del camino, algunas intensidades y acentos y, sobre todo, que cada uno aporta los dones que el Señor le ha dado y las certezas de sus convicciones y de sus corazones desde la fidelidad a lo que es la Iglesia y en la escucha los signos de los tiempos.

         En cuarto lugar, el Papa que suceda a Juan Pablo II sabrá que él es el hombre a quien, en su infinita misericordia y providencia, Dios encomienda guiar la nave de la Iglesia en colegialidad y en comunión con los otros pastores y con la entera comunidad cristiana. El sucesor de Juan Pablo II deberá ser él mismo, sin complejos ni mimetismo, consciente de que las personas somos irrepetibles en las luces y en las sombras.

         Entre las pinceladas de este cuadro “robot”, de esta panorámica genérica de la Iglesia tras Juan Pablo II, no cabe duda de que el nuevo Pepa, a sus modos, maneras e intensidades, será también Papa viajero peregrino, Papa mediático y popular, Papa de la paz, del diálogo, de encuentro, de la reconciliación y del perdón. El nuevo Papa se encontrará asimismo con unos jóvenes dispuestos a seguir sintiéndose queridos por el Sucesor de Pedro y corresponderle con su afecto y seguimiento. La Iglesia del futuro deberá seguir estudiando y reflexionando con paz y con ciencia sobre las nuevas cuestiones de la bioética y deberá seguir escuchando respondiendo desde el evangelio y desde el amor a colectivos que puedan sentirse marginados.

         El diálogo con el mundo y con nuestra sociedad tan secularizada y descristianizada, el diálogo y encuentro con sectores críticos en el interior mismo de la Iglesia y la búsqueda de las razones y de la presentación acertada de éstas del por qué la Iglesia tienen sus propios puntos de vista sobre la vida, sobre el hombre y sobre los distintos avatares del mundo son también retos y desafíos para el futuro, a asumir desde la seguridad de que es Dios quien guía en definitiva esa nave de Pedro y que su misión es remar mar adentro aun cuando parezca no llegar la pesca abundante.

         Quien esto escribe, que no se sonroja en afirmar, por tanta y tantas razones que Juan Pablo II ha sido el Papa de su vida, está seguro que cuando en quizás los últimos o penúltimos días de abril en el balcón central de la Basílica de San Pedro aparezca la silueta, la figura, el rostro y la palabra del nuevo Papa, todos nos sentiremos, de nuevo, gozosos en ver y en reconocer en él a aquel viene en nombre del Señor. Y esta seguridad, fruto de la fe, tranquila el alma, alegra el corazón y serena las expectativas ante el futuro.

Jesús de las Heras Muela

Director de la Revista ECCLESIA



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