Estamos convocados a vivir este año de una manera particular “la belleza de la fe y el gozo de su anuncio”.
Esta es la llamada que nos viene del centro de la comunión eclesial, del Papa Benedicto XVI con su Carta “Porta Fidei”. Un deber elemental de comunión y obediencia nos bastaría para hacernos eco de ella en nuestra Diócesis. Pero no sólo nos mueve este deber. Lo que ha motivado al Papa para convocar este Año de la Fe, el resultado de la visión objetiva, serena y sensata de la realidad presente, es compartido por todos nosotros. ¿Quién osará negar que hoy necesitamos, urgentemente, recuperar el disfrute de “la belleza de la fe y el gozo de su anuncio”?
Belleza y gozo son dos carencias graves de nuestro mundo, síntomas de enfermedades profundas, que afectan a toda nuestra vida: a las vidas individuales y sociales, al trabajo, la economía y la cultura, a la convivencia cotidiana y las relaciones institucionales… No estamos exentos de estas carencias en nuestra Iglesia, cuando vivimos nuestra fe como si no fuera verdadera fuente de felicidad.
La llamada del Papa, y nuestra respuesta, no buscarán dar consuelos psicológicos o provocar artificialmente una alegría efímera. Lo que queremos es vivir profundamente lo que es el origen de toda verdad, belleza y bondad, y que, por tanto, garantice la alegría profunda y serena, la paz y la esperanza, sin huir de la realidad tal como es. Y no lo queremos como un sueño o una quimera. Porque, usando las palabras de Jesús, los cristianos tenemos un tesoro y una perla, que valen más que nada en el mundo (cf. Mt 13,44-46), una luz y una sal, destinadas a iluminar y dar sabor a toda la humanidad (cf. Mt 5,13-16). La convicción de poseer este tesoro, porque nos ha sido dado como un inmenso regalo, ya es suficiente para levantarnos y desencadenar todo un movimiento de vida para el mundo.
Pero, si es así, ¿cómo es que no sale de nosotros esa fuerza transformadora? ¿Por qué tantas veces parece que este tesoro permanece escondido, desconocido, amortiguado o inoperante? ¿Quizá no somos conscientes o no lo vivimos como tal tesoro? ¿Quizá sí sale de nosotros esa fuerza, pero de una manera parecida a como el brote de una planta que pronto se ve ahogado por las piedras o los cardos? ¿Quizá somos inconstantes frente a las dificultades, no lo cultivamos o tenemos miedo?… Ante nuestros ojos está la historia de la fe personal, la de cada uno, llena de luces y de sombras. Pero también desfilan una serie de hechos que nos entristecen: la falta de fe de nuestros hijos, las posturas adversas de grupos, instituciones, mentalidades, la ignorancia religiosa cristiana, la indiferencia, el uso individualista y subjetivista de la fe, el abandono y el rechazo de compromisos vinculantes… Nos sentimos interpelados por todos estos hechos. ¿Cómo reaccionamos? Es una situación, de alguna manera, permitida por Dios, y sabemos que Él espera algo de nosotros. Nos situamos con humildad y confianza bajo su mirada y nos dejamos iluminar. Hemos aprendido de su manera de conducir la historia que, si bien el éxito o el fracaso de la vida de fe no depende exclusivamente de nuestras fuerzas, sí debemos aceptar sencillamente la realidad y reconocer la parte que corresponde a nuestra responsabilidad.
Estamos todos invitados este año a discernir y profundizar estas cuestiones, que están en el centro de nuestra vida. Pero sea cual sea el resultado de nuestra reflexión, lo cierto es que no se puede dar lo que no se posee y que la manera de poseerlo determina la forma de darlo. Nuestro tesoro y nuestra perla, la luz y la sal, es Jesucristo vivo. No podemos decir que lo poseemos, porque más bien es Él quien nos posee a nosotros, pero este hecho, que Él esté dentro o en medio nuestro, siempre atravesará nuestra voluntad libre, nuestra capacidad de acoger su persona. Es por ello que en definitiva lo que el “Año de la fe” pone en cuestión es nuestra fe, cómo es y cómo la vivimos.
La pregunta por nuestra fe tendría una respuesta rápida y sencilla, si “creer” sólo fuera la aceptación de unas verdades. Pero, como nos recuerda el Papa Benedicto XVI en su carta, la fe cristiana pide conversión personal: “El Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Lo que creemos es que Dios, en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, ha revelado en plenitud el amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5,31) ” (Porta fidei n. 6). Posiblemente creemos, al menos un poco o de una manera puramente formal, pero lo más probable es que nos falte conversión. ¿Qué significa “conversión”? La conversión es el camino propio del amor. Ya nos recordaba San Pablo que “la fe actúa por la caridad” (Gal 5,6). Porque la caridad es un movimiento vital de salida de uno mismo hacia la persona amada, en nuestro caso, Jesucristo. Por eso la conversión y el amor a Él es la vida misma de la fe.
Quien cree y, siguiendo el propio dinamismo de la fe, se convierte a Jesucristo, llevado por el amor a Él, seducido por la belleza de su perdón, su Evangelio, su persona y su obra, tarde o temprano acaba experimentando el inmenso gozo de ser amado por Él, el amor salvador de Dios. Este es el tesoro, que poseemos o que nos posee. Si creer no es para nosotros un verdadero gozo, una fuente de claridad y felicidad, tal vez no creemos de verdad. Quizá no es Jesucristo lo que creemos. Porque, aunque seguirlo conlleva abnegación y participación en su cruz, ninguna lágrima, ninguna contradicción, ninguna oscuridad, será más potente que la irradiación de este tesoro.
Desde aquí, el mismo San Pablo, que encontraba una plenitud de amor al creer en Jesucristo, a la hora de expresar lo que salía de él, dijo que “el amor de Cristo nos apremia” (2 Co 5,14). Quería expresar que, tanto el amor que Cristo le había mostrado, como el que él tenía por Cristo, se convertía en su interior en una fuerza incontenible. Le había sido concedido un conocimiento espiritual de esta belleza, y ahora, su resplandor no podía permanecer escondido. Al contrario, con sus labios confesaba la fe, con alegría compartida la celebraba, y con todas sus fuerzas la ponía en práctica. Y sobre todo aquella fuerza nacida de la experiencia de haber sido amado por Cristo, se aplicaba y sostenía todo su apostolado, el anuncio y la transmisión de la fe. Su confesión de la fe era firme, atrevida e impregnada de alabanza; la celebración de su fe, especialmente en la Eucaristía, era gozosa, inserta en el misterio, convivida en la comunión fraterna; la comunicación y la práctica de su fe era libre, acompañada del testimonio de su vida, respetuosa, segura, apasionada…
Creer disfrutando de la belleza del misterio encontrado y anunciarlo con gozo es, pues, todo un mismo acontecimiento. La fe y su anuncio son dos vertientes de una misma obra del Espíritu en nosotros. La llamada esencial que hoy se nos hace es, pues, una interpelación a todos: ¿por qué no nos abrimos al don del amor del Espíritu, buscándolo, pidiéndolo, acogiéndolo y disfrutando de su luz?
El Señor ha puesto a nuestro alcance múltiples medios donde encontrar su Espíritu. La Carta del Papa, “Porta Fidei”, señala tres que hoy resultan más significativos: la memoria del Concilio Vaticano II, en el cincuenta aniversario de su apertura, el conocimiento y uso del Catecismo de la Iglesia Católica, a los veinte años de su publicación, y la escucha y puesta en práctica del mensaje del Sínodo sobre La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana, que ahora se está celebrando.
La celebración concreta del Año de la fe en cada Iglesia particular, como en nuestra Diócesis, nos proporcionará muchas ocasiones para profundizar y reavivar nuestra fe. Como es sabido, nuestra Diócesis inició el año pasado el “Itinerario de renovación cristiana”, que tiene ese mismo objetivo. Desde la celebración, en todas las parroquias y comunidades, de la Eucaristía de inicio del Año, el domingo 14 de octubre, hasta la clausura, el domingo 24 de noviembre de 2013, habrá muchas iniciativas diocesanas y parroquiales, que podemos aprovechar para renovar nuestra fe.
Os invito, pues, a una participación sincera y generosa en todos estos acontecimientos. De esta participación también resultarán beneficiados nuestros hermanos, que quizá todavía no conocen el gozo de creer en Jesucristo.
Que Él os bendiga con la alegría y la claridad de la fe.
Sant Feliu de Llobregat, el 26 de septiembre, fiesta de los santos Cosme y Damián, del año 2012.
+ Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat

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