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Jesucristo Rey del Universo (23-11-2014)

JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO

Domingo 34-A del Tiempo Ordinario

NVulgata 1 Ps 2 EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

 

(1/3) Benedicto XVI, Homilía en Cotonú, Benín 20-11-2011 (de es fr en it pl pt)

(2/3) Benedicto XVI, Ángelus 23-11-2008 (de hr es fr en it pt)

(3/3) San Juan Pablo II, Homilía en el Santuario del Amor misericordioso, en Collevalenza 22-11-1981 (es it pt):

«1. “Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo” (Mt 25, 34).

Hemos escuchado estas palabras… en el Evangelio de la solemnidad de hoy. El Hijo del hombre pronunciará estas palabras cuando, como Rey, se encuentre ante todos los pueblos de la tierra, al fin del mundo. Entonces, cuando “él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras” (Mt 25, 32), a todos los que se hallen a su derecha les dirá: “Heredad el reino”.

Este reino es el don definitivo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es el don madurado “desde la creación del mundo” en el curso de toda la historia de la salvación. Es don del Amor misericordioso.

Por eso, hoy, fiesta de Cristo Rey del universo y último domingo del año litúrgico, he deseado venir al Santuario del Amor Misericordioso. La liturgia de este domingo nos hace conscientes, de modo particular, de que en el reino revelado por Cristo crucificado y resucitado se debe cumplir definitivamente la historia del hombre y del mundo: “Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto” (1Co 15, 20).

  1. El reino de Cristo, que es don del eterno Amor, del Amor misericordioso, ha sido preparado “desde la creación del mundo”. Y sin embargo, “por un hombre vino la muerte” (1Co 15, 21), y “por Adán murieron todos” (1Co 15, 22).

A la esencia del reino nacido del Amor eterno pertenece la Vida y no la muerte. La muerte entró en la historia del hombre juntamente con el pecado. A la esencia del reino nacido del Amor eterno pertenece la gracia, no el pecado. El pecado y la muerte son enemigos del reino, porque en ellos se sintetiza, en cierto sentido, la suma del mal que hay en el mundo, el mal que ha penetrado en el corazón del hombre y en su historia.

El Amor misericordioso tiende a la plenitud del bien. El reino “preparado desde la creación del mundo” es reino de la verdad y de la gracia, del bien y de la vida. Tendiendo a la plenitud del bien, el Amor misericordioso entra en el mundo signado con la marca de la muerte y de la destrucción. El Amor misericordioso penetra en el corazón del hombre oprimido por el pecado y la concupiscencia, que es “del mundo”. El Amor misericordioso establece un encuentro con el mal: afronta el pecado y la muerte. Y en esto precisamente se manifiesta y se vuelve a confirmar el hecho de que este Amor es más grande que todo mal.

Sin embargo, san Pablo nos hace caer en la cuenta de lo largo que es el camino que este Amor debe recorrer, el camino que lleva al cumplimiento del reino “preparado desde la creación del mundo”. Escribiendo sobre Cristo Rey, se expresa así: “Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte” (1Co 15, 25s).

La muerte ya fue aniquilada por primera vez en la resurrección de Cristo, que en esta victoria se ha manifestado Señor y Rey. Sin embargo, en el mundo continúa dominando la muerte: “Por Adán murieron todos”, porque sobre el corazón del hombre y sobre su historia pesa el pecado. Parece pesar de modo especial sobre nuestra época.

¡Qué grande es la potencia del Amor misericordioso que esperamos hasta que Cristo haya puesto a todos los enemigos bajo sus pies, venciendo hasta el fondo el pecado y aniquilando, como último enemigo, la muerte!

El reino de Cristo es una tensión hacia la victoria definitiva del Amor misericordioso, hacia la plenitud escatológica del bien y de la gracia, de la salvación y de la vida.

Esta plenitud tiene su comienzo visible sobre la tierra en la cruz y en la resurrección. Cristo, crucificado y resucitado, es revelación auténtica del Amor misericordioso en profundidad. El es rey de nuestros corazones.

  1. “Él tiene que reinar” en su cruz y resurrección, tiene que reinar hasta que “devuelva a Dios Padre su reino” (1Co 15, 24). En efecto, cuando haya “aniquilado todo principado, poder y fuerza”, que tienen al corazón humano en la esclavitud del pecado, y el mundo sometido a la muerte, cuando “todo le esté sometido”, entonces también el Hijo hará acto de sumisión a Aquel que le ha sometido todo. “Y así Dios será todo en todos” (1Co 15, 28).

He aquí la definición del reino preparado “desde la creación del mundo”. He aquí el cumplimiento definitivo del Amor misericordioso: ¡Dios todo en todos! Cuantos en el mundo repiten cada día las palabras “venga a nosotros tu reino”, rezan en definitiva “para que Dios sea todo en todos”.

Sin embargo, “por un hombre vino la muerte” (1Co 15, 21), la muerte, cuya dimensión interna en el espíritu humano es el pecado. El hombre, pues, permaneciendo en esta dimensión de muerte y de pecado, el hombre tentado desde el comienzo con las palabras “seréis como Dios” (cf Gn 3, 5), mientras reza “venga tu reino”, se opone, por desgracia, a su venida, incluso la rechaza; parece decir: si en definitiva Dios será “todo en todos”, ¿qué quedará para mí, hombre? ¿Acaso este reino escatológico no absorberá al hombre, no lo aniquilará? Si Dios es todo, el hombre es nada; no existe. Así proclaman los autores de las ideologías y programas que exhortan al hombre a volver las espaldas a Dios, a oponerse a su reino con absoluta firmeza y determinación, porque solo así podrá construir el propio reino, esto es, el reino del hombre en el mundo, el reino indivisible del hombre.

  1. Así creen, así proclaman, y por esto luchan. Al comprometerse en esta batalla, parecen no advertir que el hombre no puede reinar mientras en él continúe dominando el pecado; que no es verdaderamente rey cuando la muerte domina sobre él. ¿Qué tipo de reino puede ser este, si no libera al hombre de ese “principado, potestad y fuerza”, que arrastran su conciencia y su corazón al mal, y hacen brotar de las obras del genio humano horribles amenazas de destrucción?

Esta es la verdad sobre el mundo en que vivimos. La verdad sobre el mundo en el cual el hombre, con toda su firmeza y determinación, rechaza el Reino de Dios, para hacer de este mundo el propio reino indivisible. Y, al mismo tiempo, sabemos que en el mundo está ya el reino de Dios. Está de modo irreversible. Está en el mundo: ¡está en nosotros!

¡Oh, de cuánta potencia de amor tiene necesidad el hombre y el mundo de hoy, de cuánta potencia del Amor misericordioso, para que ese reino, que ya está en el mundo, pueda reducir a la nada el reino del “principado, poder y fuerza”, que inducen el corazón del hombre al pecado, y extienden sobre el mundo la horrible amenaza de la destrucción! ¡Oh, cuánta potencia del Amor misericordioso se debe manifestar en la cruz y en la resurrección de Cristo!

“Cristo tiene que reinar…”.

  1. Cristo reina por el hecho de que lleva al Padre a todos y a todo, reina para entregar “el reino a Dios Padre” (1Co 15, 24), para someterse a sí mismo a Aquel que le ha sometido todas las cosas (cf 1Co 15, 28).

Él reina como Pastor, como el Buen Pastor. Pastor es aquel que ama a las ovejas y tiene cuidado de ellas, las protege de la dispersión, las reúne “de todos los lugares por donde se desperdigaron el día de nubarrones y de oscuridad” (Ez 34, 12).

La liturgia de hoy contiene un emocionante diálogo del Pastor con el rebaño.

Dice el Pastor: “Yo mismo apacentaré mis ovejas, yo mismo las haré sestear… Buscaré las ovejas perdidas, haré volver a las descarriadas, vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré debidamente” (Ez 34, 15-16).

Dice el rebaño: “El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar. Me conduce hacia fuentes tranquilas, y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre… Solo bondad y misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término” (Sal 23, 1-3. 6).

Este es el diálogo cotidiano de la Iglesia: el diálogo que tiene lugar entre el Pastor y el rebaño, y en este diálogo madura el reino “preparado desde la creación del mundo”.

  1. ¡Cuánto desea él decir un día a todos: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino” (Mt 25, 34). ¡Cuánto desea encontrar, al culminar la historia del mundo, a aquellos a los que podrá decir: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”! (Mt 25, 35-36). ¡Cuánto desea reconocer a sus ovejas por las obras de caridad, incluso por una sola de ellas, incluso por el vaso de agua dado en su nombre! (cf Mc 9, 41). ¡Cuánto desea reunir a sus ovejas en un solo redil definitivo, para colocarlas “a su derecha” y decirles: “Heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”!

Y sin embargo, en la misma parábola Cristo habla de las cabras que se hallarán “a la izquierda”. Son los que han rechazado el reino. Han rechazado no solo a Dios, considerando y proclamando que su reino aniquila el indiviso reino del hombre en el mundo, sino que también han rechazado al hombre: no le han hospedado, no le han visitado, no le han dado de comer ni de beber.

Efectivamente, el reino de Cristo se confirma en las palabras del último juicio como reino del amor hacia el hombre. La última base de la condenación será precisamente esa motivación: “Cada vez que no lo hicisteis con uno de estos, los humildes, tampoco lo hicisteis conmigo” (Mt 25, 45).

Este es, pues, el reino del amor al hombre, del amor en la verdad. Y por esto es el reino del Amor misericordioso. Este reino es el don “preparado desde la creación del mundo”, don del Amor. Y también fruto del Amor, que en el curso de la historia del hombre y del mundo se abre constantemente camino a través de las barreras de la indiferencia, del egoísmo, de la despreocupación y del odio; a través de las barreras de la concupiscencia de la carne, de los ojos y de la soberbia de la vida (cf 1Jn 2, 16); a través del fomes del pecado que cada uno lleva en sí, a través de la historia de los pecados humanos y de los crímenes (…).

¡Amor misericordioso, te rogamos no nos faltes! ¡Amor misericordioso, sé infatigable! ¡Sé constantemente más grande que todo el mal que hay en el hombre y en el mundo! (…). ¡Sé más potente con la fuerza del Rey crucificado! ¡Bendito su Reino que viene!».

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