“El bautismo de Juan ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?». Ellos se pusieron a deliberar: «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis creído?” Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por profeta». Y respondieron a Jesús: «No sabemos». Él, por su parte, les dijo: «Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto”(Mt 21, 25-27).
El protagonismo de Juan permanecía en la memoria de los contemporáneos de Jesús, y el bautismo del Precursor fue una llamada colectiva a la conversión y a la penitencia. Pero sobre todo fue el momento en el que el Bautista percibió por inspiración divina la identidad del Nazareno.
Si es señal de humildad que Jesús se pusiera en la fila de los pecadores, mayor abajamiento es la Encarnación, el desclasamiento que supone que el Creador se haga criatura; que Dios se haga hombre, que el inmortal tome nuestra naturaleza mortal.
Creo que no es indiferente el lugar donde María recibió el anuncio del ángel; ni la ciudad de Belén, donde nació Jesús; ni la depresión de Jericó, donde muy cerca de esta ciudad, se bautizó, a más de doscientos metros bajo el nivel del mar, ni los desiertos que rodean el lugar santo.
La profecía no es solo que alguien anticipe hechos futuros, sino que viva anticipadamente los valores del Reino. Juan Bautista fue profeta y más que profeta, pero según Jesús, quienes viven los valores del desierto, se convierten en signos que anticipan lo eterno.
Es tiempo de renovación y no tanto de disquisición mental para evadir la posible llamada a la humildad que nos hace la Palabra, y sobre todo el acontecimiento de la Navidad.
