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Homilías para el Domingo 7-B de Pascua

DOMINGO 7-B DE PASCUA. NVulgata 1 Ps 2 EConcordia y ©atena Aurea (en)

          (1/2) Benedicto XVI, Jesús de Nazaret-2, IV, 2, Santifícalos en la verdad: «Entre los dos versículos (de Jn 17), el 17 y el 19, que hablan de la consagración de los discípulos, hay una ligera pero importante diferencia. En el versículo 19 se dice que ellos han de ser consagrados “en verdad”: no solo de manera ritual, sino realmente, en todo su ser. Así creo que debe traducirse este versículo. En el versículo 17, en cambio, se dice: “Santifícalos en la verdad”. Aquí, la verdad es considerada como fuerza de la santificación, como “su consagración”.

         Según el Libro del Éxodo, la consagración sacerdotal de los hijos de Aarón tiene lugar mediante su revestimiento con las vestiduras sagradas y con la unción (cf Ex 29, 1-9); en el ritual del día de la Expiación se habla también de un baño completo antes de ponerse las vestiduras sagradas (cf Lv 16, 4). Los discípulos de Jesús son santificados, consagrados “en la verdad”. La verdad es el baño que los purifica, la verdad es la vestidura y la unción que necesitan.

         Esta “verdad” purificadora y santificadora es, en último análisis, Cristo mismo. Han de ser sumergidos en él, han de ser como “revestidos” de él y, de este modo, hacerse partícipes de su consagración, de su cometido sacerdotal, de su sacrificio».

         (2/2) San Juan Pablo II, Homilía en Koekelberb, Bruselas 19-5-1985 (it nl):

         «1. “Por ellos me consagro yo para que también se consagren ellos en verdad” (Jn 17, 19).

         Queridos hermanos y hermanas: En la liturgia de este domingo siguiente a la Ascensión, la Iglesia proclama hoy las palabras de la oración sacerdotal de Cristo. A los apóstoles congregados en oración en el Cenáculo con María, la Madre de Cristo, esas palabras les resuenan con eco todavía reciente. Cristo las había pronunciado hacía muy poco, en el discurso de despedida la tarde del Jueves Santo antes de comenzar su pasión.

         Entonces se dirigía al Padre como muchas otras veces, pero de manera absolutamente nueva. Pidió: “Padre santo: guárdalos en tu nombre a los que me has dado para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11).

         “Guárdalos”…, como los he guardado yo, como he velado por ellos (cf Jn 17, 12), pero “ahora voy a ti” (Jn 17, 13). Me voy, dejo el mundo. “No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal” (Jn 17, 15).

         “Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad” (Jn 17, 17): a ellos, que he enviado al mundo como tú me enviaste al mundo (cf Jn 17, 18), santifícalos en la verdad.

  1. Esta es la gran oración del Corazón de Cristo.

         Hoy se pronuncia en la liturgia que celebramos en el centro de vuestro país, al pie de la basílica del Sagrado Corazón. Es el lenguaje del Corazón del Redentor. En ella encontramos expresadas las características más profundas que marcaron toda su vida, toda su misión mesiánica. Ha llegado el momento en que esta vida y misión tocan a su fin y, al mismo tiempo, alcanzan la cima.

         La cima es esta: “Me consagro yo”. Palabra misteriosa, profunda, que viene a decir en cierta manera: “me santifico”, “me entrego totalmente al Padre”. Y también: “me sacrifico”, “ofrezco mi persona y mi vida en ofrenda santa a Dios por los hombres y, a través de ello, paso de este mundo a mi Padre”. Es la palabra última y definitiva y, a la vez, la palabra suprema del diálogo que mantiene el Hijo con el Padre. Con esta expresión, Jesús en cierto modo pone el sello mesiánico sobre toda la obra de la redención.

         Al mismo tiempo, los apóstoles están comprendidos en este “me consagro yo”; la Iglesia entera, hasta el final de los siglos, está comprendida en estas palabras. Y estamos también comprendidos todos nosotros que estamos aquí reunidos ante la basílica del Sagrado Corazón.

         En las palabras de la oración sacerdotal, la Iglesia nace de la consagración del Hijo al Padre, para nacer seguidamente en la cruz cuando estas palabras “se encarnen”, cuando el Corazón sea atravesado por la lanza del centurión romano.

  1. ¿Qué pide Jesús para sus apóstoles, para la Iglesia, para nosotros? Que también nosotros seamos santificados en la verdad.

         Esta Verdad es el Verbo de Dios vivo. El Verbo del Padre, el Hijo. Y es también la palabra del Padre a través del Hijo: El Verbo se ha hecho carne y luego se ha expresado en medio del mundo. En medio de la historia de la humanidad.

         Y, al mismo tiempo, él, Cristo, el Verbo encarnado, “no es de este mundo” (cf Jn 17, 14). La Palabra que ha trasmitido del Padre, la Buena Noticia, el Evangelio, no es de este mundo. Y los que aceptan enteramente esta Palabra, fácilmente pueden ganarse el odio por el hecho de no ser del mundo.

         Y, sin embargo, solo esta Palabra es Verdad. Es la verdad última. Es la plenitud de la verdad. Hace compartir la Verdad en que vive el mismo Dios.

         A través de la expresión patética de la oración sacerdotal, a través de la honda emoción del Corazón de Cristo, una vez por todas, la Iglesia tiene conciencia de que únicamente esta Verdad es salvadora, de que bajo ninguna condición le está permitido cambiar esta Verdad por cualquiera otra que exista, ni confundirla con otra, incluso si humanamente pueda parecer más “verosímil”, más sugestiva, más adecuada a la mentalidad de hoy.

         Por el grito del Corazón de Jesús en el Cenáculo y por la cruz que lo confirmó, la Iglesia se siente afincada en esta Verdad, consagrada en la Verdad.

         La oración sacerdotal es asimismo una gran “súplica” de la Iglesia. El apóstol Pablo la mencionará al escribir a Timoteo: “Guarda el depósito” (depositum custodi, 1Tm 6, 20), y también: “No os ajustéis a este mundo” (nolite conformare huic saeculo, Rom 12, 2), en otras palabras, no os hagáis semejantes a lo que es transitorio, a lo que el mundo proclama.

  1. Esta es la gran oración del Corazón del Redentor. Explica todo el designio de la redención y la redención encuentra en ella su explicación.

         ¿Qué pide el Hijo al Padre? “Guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros” (Jn 17, 11).

         La Iglesia nace de esta oración del Corazón de Jesús marcada con la señal de la unidad divina. No solo de la unidad humana, sociológica, sino de la Unidad divina, “para que sean uno, como nosotros” (Jn 17, 22). “Como tú, Padre, en mí y yo en ti” (Jn 17, 21).

         Esta unidad es el fruto del amor. “Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros… En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu… Dios es amor. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios” (1Jn 4, 12-13. 16).

         Se trata, pues, de la unidad que tiene su origen en Dios. La unidad que hay en Dios es la vida del Padre en el Hijo y la vida del Hijo en el Padre en la unidad del Espíritu Santo. La unidad en la que Dios uno y trino se comunica en el Espíritu Santo a los corazones humanos, a las conciencias humanas, a las comunidades humanas».

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