Altar de la Cátedra de San Pedro, Basílica Vaticana, Roma 8 octubre 2012
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Nos hemos reunido esta mañana en la basílica de San Pedro, en el altar de la confesión, para dar gracias a Dios por el doctorado de san Juan de Ávila, de nuestro Ávila, que ayer fue declarado doctor de la Iglesia universal por el Papa Benedicto XVI, junto a Santa Hildegarda de Bingen. Lo hacemos, por tanto, con esa fórmula primera y fundamental de la acción de gracias de alguien que se sienta cristiano y que lo sea, que es la Eucaristía.
La acción de gracias eucarística es una acción de gracias que compromete al que la vive, que compromete hasta el fondo de su mismo ser, hasta la transformación del alma, hasta ese momento en que todos comulgamos en el cuerpo y la sangre de Cristo. En esta acción de gracias participa prácticamente todo el episcopado español, los señores cardenales, uno que reside en España, el otro en Roma, los demás cardenales estoy seguro de que se sienten representados por ellos, los señores arzobispos y obispos de toda España. En esta acción de gracias se encuentran presentes un número muy considerable de sacerdotes españoles, tanto del clero secular como del clero regular.
La postuladora indicaba en sus palabras muy bien, y yo se lo agradezco, la relación estrecha entre san Juan de Ávila y la Compañía de Jesús, la Compañía de Jesús fue en el siglo XVI una nueva realidad eclesial, era un tiempo también del Concilio, de reformas y de renovación. También participan en la acción de gracias el señor embajador de España ante la Santa Sede, participaron ayer en los actos de la acción de gracias la vicepresidente del gobierno, y otras autoridades regionales y locales de España, mostrando sensibilidad no sólo hacia la persona que es san Juan de Ávila, sino también hacia lo que significó en la historia de la Iglesia y en la historia de España, y lo que significa la Iglesia católica en la historia de España, incomprensible sin la presencia, la vida y el testimonio de la Iglesia de todos los siglos, pero de una manera muy singularmente valiosa y profunda en el siglo de san Juan de Ávila. Y también muchísimos fieles que han venido sobre todo de las diócesis más relacionadas con él por su nacimiento, su vida, su dedicación, su muerte y su sepultura. Y con ese número de fieles tan considerable que está aquí presentes en la basílica, se encuentran muchos religiosos y muchas religiosas, y sobre todo muchos seminaristas.
Nos alegramos por esta solemne declaración como doctor de la Iglesia universal de san Juan de Ávila. Tenemos muchos motivos para dar gracias a Dios por este hecho, por este acontecimiento eclesial, esta valoración, consideración y proclamación para la Iglesia de san Juan de Ávila como doctor suyo. Acción de gracias por el bien que recibe la Iglesia universal por este doctorado. La Iglesia en este momento está inmersa en una sociedad donde la crisis de Dios, y dentro de ella misma, la crisis de Cristo es profunda, y donde la búsqueda de caminos para llevar a Dios y llevar a Cristo al hombre, a veces es búsqueda vacilante, es búsqueda no rectilínea. San Juan de Ávila ofrece a la Iglesia de hoy una forma de hablar de Cristo, de presentar a Cristo como la expresión encarnada del amor de Dios para la salvación del hombre. Y puede iluminar mucho no sólo a personas individuales, a las almas diríamos, sino a toda la Iglesia.
Tenemos también un gran motivo para dar gracias a Dios los sacerdotes españoles puesto que ahora termina aquí la historia de los desvelos de muchas personas, también seglares, de los últimos 40 años, treinta y tantos años, que desembocaron en la declaración de ayer y que fueron precedidos también de esfuerzos de todo tipo, empezando por los de carácter más básico y teológico de la historia de la Iglesia, pero también pastorales y espirituales de sacerdotes, de obispos y de seglares de España. Los que ya no somos tan jóvenes y que hemos vivido nuestro tiempo de seminaristas desde finales de los años 40 hasta finales de los años 50 sabemos cómo se vivía y cómo se nos transmitía la grandeza espiritual y la luz que brotaba de esa personalidad de la historia de la Iglesia de España que era san Juan de Ávila. No había pasado de beato cuando le llamábamos maestro.
Parecía imposible que se llegase a la canonización porque el milagro no venía. El milagro fue la canonización el año 1970. Pero ciertamente el aprecio que sentíamos por él los que nos hemos educado en todos los seminarios de España era muy grande. Y el “Himno al apóstol de Andalucía” lo cantábamos con todo el alma desde Lugo hasta Madrid, de Madrid a Valencia, de Valencia a Granada y a Córdoba y de Córdoba hasta Tarragona y Barcelona, y por supuesto hasta San Sebastián y Bilbao, nos salía del alma. Pues bien, esa historia ha llegado a su fin, un fin, una culminación, que vivimos ayer en la Plaza de San Pedro con la declaración de san Juan de Ávila como doctor de la Iglesia universal. Él nos marcaba una forma de vivir el sacerdocio, sobre todo al clero secular, en la que la palabra santidad, el ideal de santidad, eran decisivos, y en la que la unión de la palabra santidad, y la realidad de la santidad, con la fecundidad apostólica y la fecundidad pastoral era intrínsecamente necesaria.
Damos también gracias a Dios por el momento en que se ha hecho esta declaración de doctor de la Iglesia universal de san Juan de Ávila. Hay un enorme paralelismo histórico entre los tiempos de san Juan de Ávila y los tiempos de comienzos del tercer milenio, como le gustaba llamar al tiempo del futuro suyo al beato Juan Pablo II: tiempos de Concilio, la biografía de san Juan de Ávila, su madurez, cubre casi tres décadas de celebración del Concilio, de mantenimiento de la realidad Concilio de Trento, que concluye en el año 1573-4, finales del 73. Un tiempo también de renovación de la Iglesia sometida a una tensión y una crisis formidable. Una crisis que era también social, que era económica, que era política. El emperador Carlos V quiso guardar para Europa y para el futuro de Europa la cristiandad y no lo consiguió. Pero su epicentro era la crisis espiritual, la crisis de fe. La crisis de fe en Cristo como el salvador del hombre por el que nos viene la Gracia que nos ha quedado. En el fondo ese es el problema delantero: comprender a Cristo y a su corazón. Pero también crisis de la fe de la Iglesia, a la que le resultaba muy difícil, a aquellos hombres que hicieron la reforma que rompió la Iglesia, concebir como nacida del cuerpo, del costado de Cristo, de la acción de Cristo y del Espíritu que Él enviaba al mundo.
El Santo Padre nos acaba de recordar en su meditación ahora para el comienzo del Sínodo precisamente esta verdad: la Iglesia no es fruto de la fundación de un grupo de judíos más o menos ilustres de la diáspora o de Jerusalén que se pusieron de acuerdo para poner en marcha una organización religiosa, sino que nace del Espíritu que viene del Resucitado y del Crucificado. También les costaba entender. Esos son los tiempos de Juan de Ávila, y la respuesta suya fue clara: se puede ver en sus tratados, hay dos que son extraordinariamente elocuentes para entender cómo se superó la crisis del XVI a través de la renovación promovida por el Concilio de Trento: son Tratado sobre el amor de Dios, Tratado sobre el sacerdocio, y un tercero, por supuesto Audi filia. Hoy en tiempos del Vaticano II, 50 años después de su culminación, san Juan de Ávila vivió los precedentes muy dramáticos del Concilio de Trento, y en el curso de sus tres sesiones hasta el final…, en la prehistoria del Vaticano II no hay ningún preludio dramático. Hay ciertamente un desarrollo espectacular, la presencia y la influencia de los medios de comunicación social fue enorme. Más dramático fue el post-Concilio, más problemático, más crítico.
San Juan de Ávila nos enseña cómo tenemos que vivir a fondo y sacar todos los frutos del Vaticano II y de la mejor historia del post Vaticano II: Mirando a Cristo, viviendo de la gracia y del amor de su corazón, haciendo de la Iglesia objeto profundo de nuestra fe y de nuestro primer Sí de la caridad que nos nace del encuentro con Cristo para vivir la comunión de la Iglesia y siendo conscientes que sólo desde ese calor, desde ese amor de Cristo vivido en la comunión de la Iglesia puede ser transformado el mundo, se pueden superar las crisis de nuestro tiempo, también económicas, sociales y políticas, pero cuyo epicentro es la crisis de fe. El Papa Benedicto XVI en el saludo a los colaboradores de la Curia en la Navidad del año pasado les decía: la crisis de Europa es una crisis de fe. Y si esto no se entiende no será resuelta.
Tenemos también que dar gracias a Dios porque Juan de Ávila nos muestra hoy a todos los fieles de la Iglesia que no hay otro camino para ser cristiano, auténtico, consecuente, fecundo, tanto de cara a la evangelización en el sentido más específicamente dicho, cuanto a la evangelización como acción que transforma al hombre y todas las realidades de este mundo, que el camino de la santidad, no hay otro. Para los consagrados y consagradas es casi una obviedad decirlo. Pero también para los seglares y también para los jóvenes. San Juan de Ávila era un gran educador de jóvenes, y educador de jóvenes a los que quería abrir su alma a la perspectiva, los horizontes de su vida al dar más, al ser más, al entregarse más a través del sacerdocio y de la vida consagrada. Él quiso ser misionero en América y terminó siendo misionero en Andalucía, que tampoco estaba nada mal, estaba muy bien. Pues esa luz de san Juan de Ávila llega también a los jóvenes de nuestro tiempo, los que hay, no son muchos, pero en fin, tampoco son tan pocos, para que lo sientan en su corazón que el horizonte de la vida va mucho más allá que cuatro respuestas de tipo más o menos materialista y hedonista, que es lo que les ofrece la supuesta nueva cultura, subcultura joven.
San Juan de Ávila fue maestro de vida espiritual porque nos enseñó a conocer la sabiduría de Dios, la verdadera sabiduría. Nos enseñó a conocerla como es: llega a su momento de revelación plena y de su actuación plena en el mundo y para los hombres a través del misterio de Cristo vivido en la Iglesia; porque nos enseñó que la ley de Dios siempre es justa y que hay que cumplirla hasta el final, porque es una ley para vivir el amor, el amor a Dios, y al prójimo. Nos enseñó que hay que abrirse a la Gracia de Dios, a la iniciativa de Dios para poder hacerlo. También nos ha enseñado cómo podemos ser apóstoles de verdad, siendo luz y sal de la tierra. Quisiéramos también en esta acción de gracias añadir una gratitud especial al Santo Padre: sin la decisión última del Papa no habría habido ayer declaración de san Juan de Ávila como doctor de la Iglesia universal. El Papa tiene una estima grande de lo que ha significado la Iglesia en España, lo que él llamaba el catolicismo español de ese tiempo. Yo quisiera recordar y leer un texto de la contestación suya a una pregunta que le hicieron los periodistas en el vuelo de Roma a Santiago cuando estaba a punto de llegar a la ciudad del apóstol para su visita a España en ese momento, a Santiago y luego Barcelona. Le decían: ¿Cómo convoca a la Iglesia a una nueva evangelización en España? España está mal, está descristianizada. Contestaba el Papa: “España era siempre, por una parte, un país originario de la fe. Pensemos que el Renacimiento del catolicismo en la época moderna ocurrió sobre todo gracias a España. Figuras como san Ignacio, santa Teresa de Jesús y san Juan de Ávila son figuras que han, finalmente, renovado el catolicismo y formado la fisonomía del mundo moderno”. Un piropo a España como éste no habíamos oído nunca en la historia de la Iglesia.
San Juan de Ávila fue un gran devoto de la Virgen. Textos lindísimos fueron leídos en el final de la vigilia del sábado en la basílica de Santa María la Mayor. Fue declarado doctor de la Iglesia, el domingo día 7 de octubre, fiesta de la Virgen del Rosario. Y conmemora la victoria cristiana de Lepanto del año 1571, que san Pío X interpretaba como un fruto del rezo. Una victoria decisiva para la cristiandad.
Juan de Ávila guardaba para la Virgen una devoción tierna y cristocéntrica, No era por lo tanto una expresión de sentimientos más o menos difusos, confusos, sino una devoción que sentía a la Virgen como madre del Señor, madre de la Iglesia y madre del hombre. Se preguntaba: “¿Qué haré para tener devoción con la Virgen”. Y respondía a sus niños: “¿No le tenéis devoción? Harto mal tenéis; harto bien os falta. Más querría estar sin pellejo que sin devoción a María”. Más quería estar sin pellejo… “¿Cómo hay que venerarla?” “Recordando la escena las bodas de Caná. Vase a los que servían las bodas: Todo lo que os dijere mi hijo, hacedlo. Qué breve es el sermón del santo, más muy compendioso. Imitémosla en la humildad y en las demás virtudes –decía él- porque ella es el dechado de quien hemos de sacarlas. Y haciendo esto, nos alcanzará gracia y después gloria”. Que así sea.

Añadir comentario