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Homenaje a la Inmaculada Concepción en la plaza de España de Roma. Discurso de Benedicto XVI el 8 de diciembre de 2009

Solemnidad de la Inmaculada Concepción Martes 8 de diciembre de 2009

Texto recopilado por Fray Gregorio Cortázar Vinuesa

 Queridos hermanos y hermanas: En el corazón de las ciudades cristianas María constituye una presencia dulce y tranquilizadora. Con su estilo discreto da paz y esperanza a todos en los momentos alegres y tristes de la existencia. En las iglesias, en las capillas, en las paredes de los edificios: un cuadro, un mosaico, una estatua recuerda la presencia de la Madre que vela constantemente por sus hijos. También aquí, en la plaza de España, María está en lo alto, como velando por Roma.

 

¿Qué dice María a la ciudad? ¿Qué recuerda a todos con su presencia? Recuerda que “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20), como escribe el apóstol san Pablo. Ella es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, liberándonos de su dominio.

 

¡Cuánto necesitamos esta hermosa noticia! Cada día los periódicos, la televisión y la radio nos cuentan el mal, lo repiten, lo amplifican, acostumbrándonos a las cosas más horribles, haciéndonos insensibles y, de alguna manera, intoxicándonos, porque lo negativo no se elimina del todo y se acumula día a día. El corazón se endurece y los pensamientos se hacen sombríos. Por esto la ciudad necesita a María, que con su presencia nos habla de Dios, nos recuerda la victoria de la gracia sobre el pecado, y nos lleva a esperar incluso en las situaciones humanamente más difíciles.

 

En la ciudad viven –o sobreviven– personas invisibles, que de vez en cuando saltan a la primera página de los periódicos o a la televisión, y se las explota hasta el extremo mientras la noticia y la imagen atraen la atención. Se trata de un mecanismo perverso, al que lamentablemente cuesta resistir. La ciudad primero esconde y luego expone al público. Sin piedad, o con una falsa piedad. En cambio, todo hombre alberga el deseo de ser acogido como persona y considerado una realidad sagrada, porque toda historia humana es una historia sagrada, y requiere el máximo respeto.

 

La ciudad, queridos hermanos y hermanas, somos todos nosotros. Cada uno contribuye a su vida y a su clima moral, para el bien o para el mal. Por el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el bien y el mal, y nadie debe sentirse con derecho de juzgar a los demás; más bien, cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo. Los medios de comunicación tienden a hacernos sentir siempre “espectadores”, como si el mal concerniera solamente a los demás, y ciertas cosas nunca pudieran sucedernos a nosotros. En cambio, somos todos “actores” y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento influye en los demás.

 

Con frecuencia nos quejamos de la contaminación del aire, que en algunos lugares de la ciudad es irrespirable. Es verdad: se requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté más limpia. Sin embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara… La ciudad está hecha de rostros, pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las personas se convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas, en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles.

 

María Inmaculada nos ayuda a redescubrir y defender la profundidad de las personas, porque en ella la transparencia del alma en el cuerpo es perfecta. Es la pureza en persona, en el sentido de que en ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la voluntad de Dios. La Virgen nos enseña a abrirnos a la acción de Dios, para mirar a los demás como él los mira: partiendo del corazón. A mirarlos con misericordia, con amor, con ternura infinita, especialmente a los más solos, despreciados y explotados. “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.

 

Quiero rendir homenaje públicamente a todos los que en silencio, no con palabras sino con hechos, se esfuerzan por practicar esta ley evangélica del amor, que hace avanzar el mundo. Son numerosos, también aquí en Roma, y raramente son noticia. Hombres y mujeres de todas las edades, que han entendido que de nada sirve condenar, quejarse o recriminar, sino que vale más responder al mal con el bien. Esto cambia las cosas; o mejor, cambia a las personas y, por consiguiente, mejora la sociedad.

 

Queridos amigos romanos, y todos los que vivís en esta ciudad, mientras estamos atareados en nuestras actividades cotidianas, prestemos atención a la voz de María. Escuchemos su llamada silenciosa pero apremiante. Ella nos dice a cada uno que donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia, precisamente a partir de tu corazón y de tu vida. La ciudad será más hermosa, más cristiana y más humana.

 

Gracias, Madre santa, por este mensaje de esperanza. Gracias por tu silenciosa pero elocuente presencia en el corazón de nuestra ciudad. ¡Virgen Inmaculada, Salus Populi Romani, ruega por nosotros!

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