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Fiesta de la Virgen del Sagrario en Toledo, homilía del arzobispo

Homilía del  Arzobispo de Toledo, Braulio Rodríguez Plaza, en la solemnidad de la Asunción de la Virgen María a los cielos, Catedral Primada, 15 de agosto de 2016, fiesta de la Virgen del Sagrario

Hermanos: la fiesta de la Asunción de la Madre de Dios es celebrada en la Iglesia universal; también nuestros hermanos ortodoxos en Oriente y en Occidente, salvadas las diferencias del calendario. El contenido de la fiesta es sencillo: la Madre de Jesús muere y, sin conocer la corrupción, es exaltada al cielo en toda su persona, cuerpo y alma. Desde Jerusalén, la peregrina Egeria en el siglo IV transmitió algo de lo que ocurrió el día de la muerte de María al describir la celebración litúrgica: reunidos los Doce junto a ella, viven ese momento con esperanza y alegría; y desde la iglesia de la Dormición bajan con su cuerpo hasta Getsemaní, para enterrar allá a la Virgen Santísima en la llamada tumba de María. Ella, sin embargo, deja su tumba y es asunta al cielo, esto es, glorificada en cuerpo y alma, en su realidad de Madre del Señor. Algo único entre los miembros de la Iglesia y en la humanidad. Esa tumba, ¿qué contiene hoy? Es tumba vacía, como la de Jesús. Es justamente la resurrección de Cristo la que explica que la Madre Dios sea de esta manera enaltecida.

Entre nosotros la cercanía y devoción a Nuestra Señora es notoria ya desde la época visigótica, unida a san Ildefonso, que vive la Descensión de la Virgen y ha dejado su huella en la preciosa Misa de Santa María para el 18 de diciembre. La hermosísima imagen de la Virgen del Sagrario reúne a tantos y tantos toledanos, pues la han declarado su Patrona. Agradecemos vuestra presencia, hermanos, en la Catedral, para esta fiesta de nuestra ciudad; hasta aquí han llegado también nuestras autoridades municipales con la Sra. Alcaldesa, y otras autoridades. Gracias, pues así muestran su aprecio a la Iglesia en Toledo y reconocen su presencia en la entraña de la vida de esta ciudad. Agradecemos tanto al cabildo Catedral como a la Esclavitud de la Virgen del Sagrario sus desvelos en la preparación de la fiesta con su Novena.

Si María subió a los cielos, ¿qué hace allí la Virgen? La pregunta denota cierta incomprensión o malestar acerca precisamente del concepto de vida eterna, que descoloca a la mentalidad moderna y postmoderna, de la que tantísimos católicos participamos. ¿Qué hace María en el cielo? Está junto a su Hijo. Y para entender este misterio de “la Virgen de agosto”, hemos de contemplarlo desde esta verdad tan simple: Ella está totalmente con su Hijo participando del dinamismo del amor del Dios Trinidad. El dogma de la Asunción de María ilumina el misterio de la redención de la humanidad, participada por ella de forma tan significativa. La misericordia de Dios, que proclamó con tanta belleza la Virgen en el Magníficat y en toda su vida, nos está indicando que Dios se está abajando constantemente hasta nosotros para elevarnos a Él.

Son para nosotros familiares las escenas evangélicas de María acompañando a Jesús en su infancia, en su vida pública, en el Calvario; ahora la vemos con su Hijo en el cielo. Contemplando la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma, nos damos cuenta de que en nuestro Dios también hay lugar para el cuerpo. El cielo ya no es para nosotros una esfera muy lejana y desconocida, como si de “lágrimas de san Lorenzo” en el cielo de estos días se tratara, que se alejan rápidas de nosotros. En el cielo tenemos una madre: es la Madre de Dios, la Madre del Hijo, es nuestra Madre. El cielo, pues, está abierto, tiene un corazón.

Pero de la realidad de la que os hablo, ¿qué dice a cuantos hoy pueblan Toledo? Me temo que poco, pues el momento que vivimos está atravesado por muchas crisis, que hace a tanta gente indiferente, escéptica. “Los jóvenes de hoy –dijo un personaje del siglo I- son enseguida sabios; lo saben todo desde el comienzo; ya no tienen respeto por nadie” (Plinio el Joven). Y alguien hizo un día esta pintada: “Me asombra, oh pared, que no te hayas hundido bajo el peso de las burradas con las que te han cubierto los hombres”. La frase no se encontraba en una pared de aquel famoso mayo del 68, sino en una pared de Pompeya, y se cree que quizá se deba a Tucídides. Lo curioso es que lo expresado en aquella pared pompeyana, está hoy ampliado a escala planetaria. Pero la gran novedad de nuestra época es, de hecho, la conciencia extrema de la finitud de la especie humana. Se piensa que es posible que no vuelva la primavera. Es posible que ya no haya más golondrinas. Los peligrosos desequilibrios del ecosistema nos inclinan a apenas creer en nuestra propia prosperidad.

Veo que no es éste el tenor de los discursos de muchos políticos, cuando nos hablan de sus programas, pues nos pintan las cosas de otra manera siempre muy optimista. Pido disculpas a cuantos políticos se encuentran entre nosotros, pues, en absoluto quiero achacarles los males de nuestra sociedad, aunque responsabilidad tienen como el resto de nuestra sociedad. Lo que quiero decir es que nuestra fijación actual por las ciencias y la tecnología, como solución a todos los problemas humanos procede ante todo de la pérdida del sentido histórico. ¿Cómo restaurar el sentido histórico de la vida humana? La utopía social, la utopía tecnológica ya no crea euforia. El deseo de producir un superhombre no es ya más que una chapuza de la azarosa evolución.

Pero hermanos, en esta fiesta de la exaltación de la carne glorificada de la Virgen María, es bueno recordar que el intento de edificar un individuo sin sufrimiento en un universo cableado está animado por un terrible odio a la carne y a la materia tales como nos han sido dadas, puesto que las reduce a materiales que se pueden manipular a voluntad: y presupone que la vida no es naturalmente gozosa, ya que hay que forzarla con artificios para arrebatarle sus placeres. ¿Cómo salir de este punto muerto? ¿Buscando “un nuevo humanismo”? ¿Reactivando las antiguas utopías? Eso sería ceguera o irrisión. La Iglesia defiende cada vez más al ser humano “en su jugo”, si se me permite expresarlo así. Quiero decir: la Iglesia elogia los libros, la carne y la sexualidad tal o como nos es dada originariamente. Hace falta creer en Dios para ser verdaderamente materialista, es decir, para acoger la materia, el cuerpo y el tiempo no como materiales biológicos inferiores, sino también como un orden que concierne al espíritu. En aquel famoso discurso de Benedicto XI en el Colegio de los Bernardinos de París el 12 de septiembre de 2008, el Papa afirmó: “Detrás de lo provisional, los ‘monjes’ buscaban lo definitivo”. El mundo podía ser desesperante, pero eso no les impedía cultivar la tierra, leer, construir, educar, socorrer a los pobres y componer música. Ningún desastre podía apagar esa luz: el temblor de tierra llega sin duda a conmover el Cielo, pero no puede devastarlo, sino salvaguardar y construir a pesar de las incesantes destrucciones y, cantar aun cuando se piense en las incertidumbres del mañana.

¿A dónde quiero llegar, hermanos? A mostrar que la modernidad y postmodernidad es una época que se sitúa después de la venida de Jesús; que constituye una sociedad, hablando en general, que se construye como una sociedad sin Jesús; que puede hacerlo; que incluso se dice que esta modernidad nos ha salido bien. Pero eso lleva consigo un problema, que está no tanto en rechazar el Evangelio como ver evangelios por todas partes, o porque el postmoderno se fabrica su propio evangelio en función del mercado, pues se dice que el Evangelio de Jesucristo ya no es evidente. Sí, hermanos la modernidad puede serlo sin Jesús, pero no dice con quién es o qué es. Y nosotros, los católicos, no podemos estar siempre quejándonos, pues somos responsables de esta situación de nuestra sociedad. Tal vez los que más. No vale decir: “¡Ah! Si estuviéramos en una sociedad cristiana, en un mundo con Jesús, entonces veríamos cómo daría yo testimonio de Cristo”. Y, ¿cuándo vamos a empezar? Los tiempos que tenemos son los mejores. Cristo no esperó a que el mundo fuera santo para venir a él; Él viene, como vino, y proclama la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos (Lc 4,18). Jesús no espera para venir a que el mundo sea santo; viene, y sólo pide una cosa: que no merezcamos su venida, porque entonces ya no sería una gracia ni podríamos abrirnos a su Alegría.

Podríamos afirmar que Jesús ha comenzado nuestra liberación con Santa María, con su Madre Santísima. Sí, en la Virgen encontramos la plena correlación con el Señor. “Si hay alguna gloria humana –ha dicho el Papa Francisco el 28 de julio pasado en Czestochowa-, algún mérito nuestro en la plenitud del tiempo, es Ella; es Ella ese espacio, preservado del mal, en el cual Dios se ha reflejado; es Ella la escala que Dios ha recorrido para bajar hasta nosotros y hacerse cercano y concreto; es Ella el signo más claro de la plenitud de los tiempos”. En esa plenitud estamos, no tenemos que esperar otra plenitud.

En la vida de María admiramos esa pequeñez amada por Dios, que “ha mirado la sencillez de su esclava” y “enaltece a los humildes”. Dios se complació tanto en María, que se dejó tejer la carne por ella, de modo que la Virgen llegó a ser la Madre de Dios. Su cercanía, como Madre del Sagrario, nos ayuda a descubrir lo que falta a la plenitud de nuestra vida. Ahora como entonces, lo hace con cuidado de Madre, con la presencia y el buen consejo; como Madre de familia, que nos quiere proteger a todos juntos, y evitar murmuraciones, y más decisión por trabajar por el bien común de esta ciudad de Toledo. Que Ella nos alcance la sobreabundancia del Espíritu, para ser siervos buenos y fieles de la Sierva de nuestro Señor. Que así sea

 



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