En mi casa, desde que era bien pequeñito, siempre hemos puesto la televisión en familia para ver el festival de música de Eurovisión. Este certamen anual reúne las voces de diferentes hombres y mujeres en representación de todos los países del continente europeo –también algún otro no europeo– elegidos por las televisiones públicas nacionales de cada país. La tradición de ver este evento sigue a día de hoy, especialmente desde aquel 2002 en que España se citó con esperanza para ver a Rosa tras unos años de bajón después de las victorias de Masiel o Salomé en los años 60.
Pero no vengo a hacer una crítica musical de este año. Vengo a destacar un aspecto que siempre me ha llamado la atención y que nos lleva a pensar en la identidad europea. Cada país vencedor del certamen es el encargado de organizar al año siguiente la gala. Es una ocasión para ‘vender’ a los millones de europeos que están viendo en directo este concurso musical las maravillas del país y así recibir a un porcentaje importante de personas encantados con unos paisajes y edificios dignos de visitar. Pues bien, en todas las citas que recuerdo, entre canción y canción, aparecen lugares relevantes del país anfitrión. Es curioso, con lo diferentes que somos desde el este de Europa al oeste, del norte al sur, o del centro a las islas, que todos tengan un común denominador que, casi sin querer, define a Europa y la detalla en su ADN, y no solo hacía los propios europeos sino a los muchos millones más que siguen este evento desde otras regiones del planeta. ¿Y qué es lo que siempre se repite en esos espacios promocionales de cada país? Iglesias centenarias, templos espectaculares, monasterios únicos y grandes catedrales, todas obras para albergar a Dios en un pequeño sagrario. Estas construcciones son lo que más inunda Europa y lo que nos une en muchos ámbitos, desde luego, en el religioso. Cada país, con su acento y su arquitectura, hace gala de la presencia y la tradición de siglos y siglos reflejados en estos edificios. Aparecen valles, monumentos, lagos, y calles turísticas, siempre enlazado con la cultura cristiana que ha forjado este continente.
Eurovisión es por lo tanto un recordatorio de las raíces de Europa. Una llamada más no solo a la unidad de los europeos sino a la centralidad de nuestra fe, sin complejos, en todas las generaciones que desde hace más de dos mil años hemos ido construyendo desde que aquel grupo de poco más de doce personas, tocados por el Espíritu Santo, salieron valientes, en nombre de Cristo, a llevar su mensaje y lo que ellos vieron y oyeron a todo el mundo, haciendo de Europa el epicentro de la cristiandad. Sí, es raro pensar en Eurovisión en estos términos, pero fíjense en la próxima edición. Ya me dirán.
