El arte de educar, por Ángel Rubio Castro, obispo de Segovia
La pedagogía como ciencia es muy moderna, pero la pedagogía como arte, es decir, el arte de la educación, tiene un origen muy antiguo; fue siempre el «arte» de educar a los niños y a los jóvenes. En los tiempos modernos se ha extendido su ámbito de acción a los adultos. El objetivo último de la pedagogía es encontrar la forma más adecuada de transmitir conocimiento y actitudes, esto es, una manera de vivir.
Todavía es más antiguo el hecho de la educación aunque ésta se diera sin arte alguno, pues en rigor, el hecho de la educación es tan antiguo como el ser humano. Podría no existir todavía —y de hecho así sucedió— arte alguno y mucho menos de la ciencia de la educación; pero ya existía propiamente la educación misma.
En la relación pedagógica la educación surge como una interacción que se propone la formación de la persona humana; es una educación orientada a la formación de hombres conscientes, responsables, libres, capaces de dialogar, dispuestos a construir la convivencia humana sobre la base del respeto mutuo a los derechos y deberes de la persona.
La educación no debe centrarse sólo en enseñar lo que otros hayan hecho, sino sobre todo, en capacitar para lo que otros aún no han hecho. Hay que poner el acento más en el descubrimiento y desarrollo de las facultades existentes potencialmente en el individuo, que en la adecuación de unos moldes, forzosamente estrechos, de conducta de un determinado grupo. Hay que admitir que el joven pueda evolucionar haciendo innovaciones y saltándose ciertas barreras anteriormente vigentes. En esta perspectiva, la educación se nos presenta menos como un intento de modelar la juventud conforme a unas normas establecidas que como una ayuda que la sociedad concede al joven para que éste sea capaz de superar el modelo imperfecto y limitado que aquella le ofrece.
Si un padre halla su gozo en tartamudear medias palabras con su hijo para enseñarle a hablar. Si una madre encuentra más placer en derramar en la boca de su hijo el alimento, que en tomarlo ella misma… ¡con qué alegría y cariño tiene que ponerse el educador al alcance de todo! Por la fuerza del amor, es capaz de vencer las dificultades propias de la enseñanza. En la caridad ha puesto entrañas de padre, de madre, las entrañas mismas de Cristo.
Partimos de una lúcida declaración del Concilio Vaticano II, en la que se afirma la educación integral como consecuencia lógica de la realidad unitaria, dentro de su complejidad, de la persona. He aquí sus palabras: «Una educación que responde al propio fin, al propio carácter, al diferente sexo, y que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias, y al mismo tiempo esté abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos, a fin de fomentar en la tierra la verdadera unidad y la paz. Mas la verdadera educación se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades, de las que el hombre es miembro» (Declaración sobre la Educación Católica, 1).
No es posible fraccionar a la persona; y por consiguiente, tampoco la acción educativa. Proponer una educación de la fe fuera de un proceso integrador que promueva la formación total de la persona es condenarnos a una religiosidad exotérica. Y, por supuesto, desconocer la ley más fecunda de la catequesis cristiana: la Ley de la encarnación.Los principios modernos de la educación son los supuestos básicos y necesarios para una recta pedagogía de la fe, aunque esta tenga su propia originalidad.
+ Ángel Rubio Castro Obispo de Segovia

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