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Domingo de la Divina Misericordia. II Domingo de Pascua

NVulgata 1Ps2EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

 

(1/4) Benedicto XVI, Regina caeli 30-3-2008 (gehrspfrenitpo)

(2/4) Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de Santa María del Pórtico 29-4-1984 (it):

«”Este es el día que hizo el Señor, exultemos y gocémonos en él” (Sal 118, 24).

Cristo ha resucitado y también nosotros, resucitados con él en el bautismo, estamos invitados a vivir esta resurrección en cada momento de nuestra existencia cristiana. He aquí nuestra Pascua: vivir con Cristo vencedor de la muerte y del pecado.

Exultemos, pues, y demos gracias por la vida nueva recibida, cuya fuente nos ha sido abierta con la resurrección de Cristo, como afirma san Pedro en la lectura de hoy: “Dios…, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo” (1P 1, 5)».

(3/4) Juan Pablo II, Homilía en el santuario de Velehrad, Checoslovaquia, dedicado a la Virgen María Asunta 22-4-1990 (it):

«”Este es el día que hizo el Señor, exultemos y gocémonos en él” (Sal 118, 24).

El gozo pascual encuentra en estas palabras su expresión litúrgica. “El día que hizo el Señor”: cuando quebrantó el poder de la muerte, cuando manifestó el poder de la vida. De la vida que es él mismo, aquel que es la Vida. Su manifestación es el Día. El Día que dura. Esto es lo que expresa la octava de Pascua, que une el domingo de hoy con el domingo de Resurrección.

Eso es lo que expresa el tiempo, la plenitud del tiempo, que en Cristo resucitado abraza todas las medidas humanas del tiempo. Eius sunt tempora et saecula: a él pertenecen el tiempo y la eternidad (…).

“Este es el día que hizo el Señor” (…). Cristo es la “piedra angular” (cf Mt 21, 42). Él es la piedra angular del edificio que Dios mismo construye en la historia de la humanidad. Este edificio es su reino. El Padre eterno “ha regalado” su reino al Hijo, y el Hijo lo ha “dado en herencia” a los Apóstoles (cf Lc 22, 29), lo ha dado en herencia al pueblo de Dios de la Nueva y Eterna Alianza. Este reino está inmerso en el tiempo humano, en los siglos, en las generaciones y, contemporáneamente, trasciende el tiempo. Alcanza la plenitud de Dios mismo, que es misterio de vida y de eternidad (…).

“Este es el día que hizo el Señor”. En verdad, ha sido el Señor quien ha hecho este día».

(4/4) Juan Pablo II, Homilía en el aeropuerto Vajnori de Bratislava, Checoslovaquia 22-4-1990 (it):

«Queridos hermanos y hermanas: “Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29). Estas palabras de Cristo resucitado resuenan desde el Cenáculo de Jerusalén hacia el lejano futuro. A través de los siglos y las generaciones llegarán hasta el fin de los tiempos.

Ese fue en verdad el “día que hizo el Señor” (Sal 118, 24): el día en que Cristo, crucificado y colocado en la tumba, resucitó. El mismo día se apareció a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo. Lo vieron con sus propios ojos. El mismo día sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). Desde entonces, aquel día atraviesa todos los siglos y todas las generaciones.

Tomás, uno de los Doce, no estaba con los Apóstoles cuando se presentó Jesús en medio de ellos. Y cuando todos los demás le hablaron del encuentro con el Maestro, él no quiso creer. El testimonio de la palabra de los Apóstoles no le bastaba. Pedía poder ver. “Si no veo… y no meto mi dedo…, no creeré” (Jn 20, 25).

Sin embargo la fe no es visión. “La fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo” (Rm 10, 27).

Con todo, Cristo ofreció a Tomás la posibilidad de ver, yendo al Cenáculo expresamente por él ocho días más tarde, en la octava de la resurrección. Tomás pudo convencerse con sus propios ojos de que aquel que había sido crucificado, que realmente había muerto y que había sido colocado en el sepulcro, vivía. Ante el testimonio de sus propios ojos, ante el testimonio de todos los sentidos, la negación cedió el paso a la afirmación.

Cuanto más se resistía antes, cuanto más declaraba “no creeré”, tanto más ahora confesaba. En dos palabras dijo todo, expresó todo lo que la realidad de la Resurrección encierra en sí misma: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28) (…).

Se puede decir también que la fe de Tomás ha superado con mucho su incredulidad. No solo se ha convertido en certeza, sino también en una verdadera iluminación. Por una parte, Tomás atestigua cuán difícil es para el hombre aceptar la verdad de la resurrección, y por otra, certifica que la resurrección es un importante y decisivo testimonio de la omnipotencia de Dios. Es un acontecimiento clave de la obra de Dios en la historia del hombre y de toda la creación (…).

“Porque me has visto, Tomás, has creído. Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29). La fe de la Iglesia comienza con los Apóstoles, con los testigos oculares, pero se mantiene y se desarrolla a través de las generaciones como fruto de la escucha: escucha de su testimonio, escucha de la Palabra de Dios mismo, anunciada por la Iglesia, que se construye sobre el cimiento de los Apóstoles y los Profetas.

Así se construye también vuestra fe, queridos hermanos y hermanas (…). Demos gracias al Señor por el don de la fe que vuestros antepasados acogieron escuchando la palabra de Dios (…).

Leemos en los Hechos de los Apóstoles que “los creyentes cada vez en mayor número se adherían al Señor” (Hc 5, 14). Y esto sucedía a pesar de que la fe encontraba en los comienzos grandes dificultades y oposiciones. Desde el inicio la Iglesia estuvo sometida a pruebas difíciles (…).

Pero volvamos con el pensamiento a la imagen de Tomás, que a pesar de ser Apóstol fue “incrédulo”; con todo, después del encuentro con el Resucitado, se convirtió en su ardoroso confesor: “Señor mío y Dios mío”. Confesor y Apóstol, hasta el derramamiento de su sangre (…).

La liturgia del domingo de hoy nos lleva al Cenáculo, donde Cristo resucitado está en medio de los Apóstoles para transmitirles la misión recibida del Padre: “Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20, 21) (…).

La liturgia de hoy nos lleva a la Isla de Patmos, lugar del destierro del Apóstol y evangelista Juan. Las palabras de su Apocalipsis muestran las dimensiones de la última verdad sobre Cristo, de su misterio pascual.

El Apóstol escucha: “No temas, soy yo, el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (cf Ap 1, 17-18).

Habla Cristo, el primogénito de toda creatura. Cristo, el primogénito de los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra (cf Ap 1, 5). Habla Cristo con el poder de su muerte redentora: “Estuve muerto”. Habla con el poder de su resurrección: “Ahora estoy vivo por los siglos de los siglos”.

Habla Cristo: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). Por eso, solo él tiene las llaves de la muerte y del Hades. Solo él, crucificado y resucitado, alcanza el último significado del hombre. Solo él tiene el poder. El pleno poder. Por eso dice: “No temas”.

“¡No temas!”. Después de todas las experiencias de persecución, de hostilidad, de tentación, él os dice: ¡No temáis!

“Dichosos los que no han visto y han creído” (Jn 20, 29)».

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