«Dies amara valde» quiere decir «día de gran amargura». Esta expresión, recogida de la Misa exequial, puede ser aplicada al pasado seis de noviembre de 2012, fecha en que los magistrados del Tribunal Constitucional declararon legal el matrimonio homosexual.En ese día se asestó un golpe letal a la institución familiar en España y se puso en peligro la educación afectiva de nuestros jóvenes. Quizás algunos nos calificarán de exagerados.
Sin embargo, una pequeña explicación permitirá comprender las razones del enunciado. Hay personas que acusan a la Iglesia de imponer a toda la sociedad una moral particular, que sólo sería aceptable para quienes comparten la misma fe. Pero esto no es verdad. Los cristianos estamos convencidos de que cuanto defendemos en el ámbito de la ética familiar podría ser compartido por cualquier ciudadano guiado por la sola razón.
Estos argumentos están al margen de cualquier consideración religiosa. Así, conviene plantear una pregunta: ¿por qué interesa al Estado regular la convivencia estable de sus ciudadanos basada en una relación sexual? Es cierto que cada uno comparte casa y lecho con quien desea siempre que su conciencia moral se lo permita.
La razón por la cual un Estado no confesional legisla en materia de matrimonio radica en que de la institución familiar se derivan dos consecuencias positivas para el conjunto de la sociedad: la generación de nuevos ciudadanos y la responsabilidad de su educación y custodia. Siendo así que las parejas homosexuales no están naturalmente abiertas a la descendencia, sólo un Estado que se creyera en facultad de regular todas y cada una de las dimensiones de la vida humana, podría hacerlo. Con la sentencia del Tribunal Constitucional, el Estado español se ha proclamado competente para decidir sobre todas las dimensiones de la vida de los ciudadanos, lo cual supone que el Estado se otorga un papel totalitario. La posibilidad de que parejas homosexuales sean equiparadas a las heterosexuales en materia de herencias, bienes gananciales, etc., se puede regular sin necesidad de calificarlas como matrimonio que, ya en el derecho romano y en la filosofía griega, éste se concibe con una finalidad y un sentido más amplio que el económico.
Declarando legítimo el «matrimonio homosexual» se ha devaluado la institución matrimonial. Ésta no se basa –ni en el cristianismo ni en ninguna otra cultura– en la mera conjunción de afectos y de relaciones sexuales. Se fundamenta en su capacidad de ser fecundos, en su oportunidad educativa, en su posibilidad de integrar contrarios, en su mediación de equilibrio psicoafectivo. La decisión del Tribunal Constitucional supone que nuestra generación tiene que inventar, partiendo de cero, lo que significa la institución más antigua de la humanidad. ¿No es temerario pensar que podemos construir nuestro futuro olvidando radicalmente todo nuestro pasado? Homosexualidad ha habido siempre, y su tratamiento ha sido diferenciado según las culturas, pero no ha existido ninguna en la cual se equipare la relación entre personas del mismo sexo con el matrimonio.
Todo esto es fuente de hondo sufrimiento. Pero más grave aún, y lo que hiere el alma de los educadores de jóvenes, es que con esta medida la homosexualidad se presenta como una opción tan legítima como la heterosexual. En la adolescencia no es extraño encontrar crisis de identidad sexual. Dado el ambiente hedonista en el que nos movemos, en el que toda relación afectiva parece estar marcada únicamente por la genitalidad, también son cada vez más los jóvenes que confunden la amistad con el enamoramiento. Cuando esto sucede, lo más sano sería preguntarse cuál es la causa de lo que siente su corazón. De este modo, si sus inclinaciones se deben a factores ambientales, podría reconducirse y hallar su identidad, siendo feliz. Si, por el contrario, su inclinación obedece a causas más profundas, podría asumir su identidad libremente, sin saberse esclavo de condicionamientos coyunturales.
La Conferencia episcopal española afirma en la Nota que acaba de publicar: “No podemos dejar de afirmar, con dolor, que las leyes vigentes en España no reconocen ni protegen al matrimonio en su especificidad. Por ello alzamos nuestra voz en pro del verdadero matrimonio y su reconocimiento jurídico. Todos, desde el lugar que ocupamos en la sociedad, hemos de promover el matrimonio y su adecuado tratamiento por las leyes”. Y los obispos franceses, reunidos en conferencia esta misma semana, han calificado como “superchería” el “matrimonio para todos” que es como en el país vecino se presenta el matrimonio entre personas homosexuales. “Este será más bien el matrimonio de algunos que se impone a todos-argumentan los obispos-.
¿Se ha preguntado a los ciudadanos si están de acuerdo en renunciar a ser padre o madre de su hijo para convertirse en progenitor A o en progenitor B? Ya sabemos que la reacción más corriente es llamar homófobo a todo el que piensa de diferente manera. Pero también los homosexuales –continúan- son llamados al encuentro y al seguimiento de Cristo, siguiendo un camino de santidad. Y también la Iglesia se dispone a acompañarles en dicho camino”. Los obispos franceses animan a los católicos a “hablar, escribir, actuar y manifestarse; éstos tienen derecho a dar testimonio de cuanto, bajo la luz de la fe y la lógica de la razón, les parece esencial para el presente y para el futuro”.
Lo decíamos al principio: «Dies amara valde». Ciertamente, hemos vivido una jornada de honda amargura.

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