No parece aceptable que algunos de nuestros conciudadanos estén convencidos de que en la democracia, las decisiones políticas no reconozcan ningún criterio moral. También los obispos ofrecemos a este respecto nuestras orientaciones.
Hay quien piensa que la referencia a una moral objetiva, anterior y superior a las instituciones democráticas, es incompatible con una organización democrática de la sociedad y de la convivencia. Con frecuencia se habla de la democracia como si las instituciones y los procedimientos democráticos tuvieran que ser la última referencia moral de los ciudadanos, el principio rector de la conciencia personal, la fuente del bien y del mal. En esta manera de ver las cosas, fruto de la visión laicista y relativista de la vida, se esconde un peligroso germen de pragmatismo maquiavélico y de autoritarismo. Si las instituciones democráticas, formadas por hombres y mujeres que actúan según sus criterios personales, pudieran llegar a ser el referente último de la conciencia de los ciudadanos, no cabría la crítica ni la resistencia moral a las decisiones de los parlamentos y de los gobiernos. En definitiva, el bien y el mal, la conciencia personal y la colectiva quedarían determinadas por las decisiones de unas pocas personas, por los intereses de los grupos que en cada momento ejercieran el poder real, político y económico. Nada más contrario a la verdadera democracia.
La razón natural, iluminada y fortalecida por la fe, ve las cosas de otra manera. La democracia no es un sistema completo de vida. Es más bien una manera de organizar la convivencia de acuerdo con una concepción de la vida, anterior y superior a los procedimientos democráticos y a las normas jurídicas. Antes de los procedimientos y las normas está el valor ético, natural y religiosamente reconocido, de la persona humana. Más allá de cualquier ordenamiento político, cada ciudadano tiene que buscar honestamente la verdad sobre el hombre y la recta formación de su conciencia de acuerdo con esa verdad. Es una búsqueda que hace cada uno ayudado por la familia en la que nace y crece, guiado por el patrimonio cultural y religioso de su sociedad, en virtud de sus propias decisiones religiosas y morales. Las instituciones políticas no tienen competencia ni autoridad para determinar ni condicionar las convicciones religiosas y morales de cada persona. En una verdadera democracia no son las instituciones políticas las que configuran las convicciones personales de los ciudadanos, sino que es exactamente al contrario: son los ciudadanos quienes han de conformar las instituciones políticas y actuar en ellas según sus propias convicciones morales, de acuerdo con su conciencia, siempre en favor del bien común.
Las decisiones políticas son decisiones humanas contingentes y responsables, por lo cual tienen que ser necesariamente decisiones morales, regidas por aquellos valores y criterios morales que los agentes políticos reconocen en el fondo de su conciencia. Los criterios operantes en las decisiones políticas no pueden ser arbitrarios ni oportunistas, sino que tienen que ser criterios objetivos, fundados en la recta razón y en el patrimonio espiritual de cada pueblo o nación, con carácter vinculante reconocido y respetado por la comunidad, a los que ciudadanos y gobernantes deben someterse en sus actuaciones públicas. Lo contrario sería vivir a merced de la opinión de los gobernantes, con el riesgo evidente de caer en el cesarismo y en el desarraigo. Si los parlamentarios, y más en concreto, los dirigentes de un grupo político que está en el poder, pueden legislar según su propio criterio, sin someterse a ningún principio moral socialmente vigente y vinculante, la sociedad entera queda a merced de las opiniones y deseos de una o de unas pocas personas que se arrogan unos poderes cuasi absolutos que van evidentemente más allá de su competencia.
+ Ángel Rubio Castro
Obispo de Segovia

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