De manos centenarias y corazón de niña, por José Moreno
Hoy he desayunado con Felisa, una parroquiana casi centenaria –ya va camino de los noventa y siete- pero con una niña dentro a la que todavía le hace caso.
Ha sido en la cafetería de los Gladys; allí, cada mañana, como si se tratara de un ritual, ella baja para tomar café con leche y media tostada con tomate y aceite, acompañado de una lectura atenta y profunda del periódico Hoy. Entre lectura y conversación, me mira y me halaga diciéndome que recorta mis artículos para releerlos porque le dan ánimo y esperanza. Compartimos desayuno sencillo para una mujer de una altura humana, espiritual, cultural increíble y de una apertura esperanzada indescriptible. A ella le hacía ilusión que yo me acercara un día para compartir este momento diario y hoy he podido cumplir mi promesa…
Os confieso que es un lujo poder conversar con ella, transmite paz con lucidez en la aceptación de una vejez que ella ve que le anuncia ya su partida y con la que se quiere reconciliar, pero no le deja la niña interior que la habita, según le explica Ricardo, otro sacerdote amigo. Cuando te encuentras con ella, se te dan las dos al mismo tiempo como la figura que se usa en los test de psicología cuando nos presentan ese rostro que, según lo mires, es una chica joven y coqueta, o una señora mayor asentada y segura. Dualidad rica y compleja que transmite Felisa en todo su ser, en su vestir, en su perfume, en su mirada, en su sonrisa, en su tono, en el contenido de su conversación.
Pero hoy me seducían sus manos serenas y cuidadas que, conscientes de mi mirada perpleja, ella me mostraba como signo de una vejez ya entregada -incluso me confesaba su carácter presumido que le hacía enfadarse con el espejo que reproduce su figura en su baño-… y reíamos afirmando que seguro que es un espejo “malo”, que debe ser retirado porque no aporta ni mejora nada en su entorno, ya que no le da buena imagen y eso no debe permitirse. Pero, enseguida, al hilo de las manos, retomábamos la conversación con la necesidad de reconciliarnos con nuestro yo y con cada etapa, para comprender que, en los límites, también hay belleza y posibilidades, y que el corazón sólo entiende de cariño y de cercanía manteniendo siempre vivo al niño que llevamos dentro. A partir de ahí, comenzó el relato de la historia de la salvación que anunciaban sus manos, el recorrido de lo recibido y dado a través de ellas.
De familia castellana y de clase alta, venida a menos dentro de su riqueza, cambian de residencia familiar y se instalan en Madrid. Ella, siguiendo a su hermana mayor, renuncia a la carrera universitaria y oposita al cuerpo general de Estado para trabajar en Hacienda (esto, siendo una niña con dieciséis años y aceptando responsabilidades de mayor). Así, sus manos fueron protectoras en el ámbito profesional y familiar, tocaron el trabajo durante décadas y décadas. Fue la primera mujer que trabajó en Hacienda en Extremadura. Esas mismas manos son las que enamoraron y acariciaron a su esposo Manolo, con quien vivió fiel hasta su muerte, acompañándole en la enfermedad hasta el final y sabiendo que le espera en el cielo hacia donde ella se dirige sin miedo alguno. Y, con él, hombre fiel , admirado por su esposa y adorado por todos sus hijos y respetado por todos los que lo conocieron, toda una historia de generosidad y entrega sin límites, en sus diez hijos que son su tesoro inagotable, como un pozo sin fondo donde se dieron y encontraron razones para su vida. Poco tiempo hubo para el ocio despreocupado, pero mucho para la alegría de lo fecundo y lo auténtico; ahí, las manos acariciaron, consolaron, alegraron, sanaron, corrigieron, sumaron, restaron, secaron, lavaron… Y, junto a ellos, nietos y biznietos.
Me llama la atención cómo para ella es más fácil la comunicación con sus nietos y nietas que con sus hijos. Estos la cuidan y le exigen desde sus cuidados, desean marcarle espacios y modos que no arriesguen su seguridad; los otros, los más jóvenes, la tienen por confidente y cómplice en la que pueden descansar y confiar sin límites.
Con esas mismas manos ha vivido su fe y proclamado su esperanza; son las que se han abierto ante Dios Padre confiando y poniendo en Él sus afanes y deseos, han rezado con las cuentas del rosario pero, sobre todo, con las de una familia numerosa, desde la que cada día tenía mucho que contarle al Señor y pedirle consejo para acertar en una educación libre y firme para sus hijos, que les depositara como hombres y mujeres de bien en la sociedad y en la historia que les estaba tocando vivir.
Recuerdo con gozo la celebración de sus noventa y cinco años con todos sus hijos… fue realmente entrañable y me llamó la atención su serenidad e independencia, la capacidad de mantener criterios y discutirlos con paz y sabiduría en medio de una tertulia y cena familiar. Ahora repite mucho que ya tiene su vida ultimada, que el Señor se olvida de que ella puede irse ya y que está preparada; pero yo la veo coqueta y cuidada cada día cuando se acerca a la parroquia, a pie, apoyada en un bastón que lleva con gracia, con su abrigo abigarrado que la hace señora y lo lleva con brío, con su mirada atenta –siempre le brillan los ojos- a cada gesto ritual de las celebraciones y con las manos siempre abiertas y entrelazadas, tocadas de una generosidad y una entrega que ya no tiene vuelta atrás. Le explico que a mí me da vida verla así, una centenaria en pie con lo vivido como corona y sin echarse atrás, que me encanta cómo, aunque la ancianidad le tira fuerte, le sigue dando la razón a la niña que lleva dentro.
Y me entusiasma pensar que yo también puedo darle más vida a mi ilusión y a mi sueño que a mi cansancio y debilidad. Por eso la necesito y no le miento cuando le digo que ella nos aporta un montón a todos los que vamos por el camino, que en su vida y en sus manos es Dios quien nos está tocando y animando a seguir hacia delante, sintiéndonos agradecidos y agraciados con ella, en su vida, marcada en sus manos.
José Moreno Losada. Sacerdote

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