Revista Ecclesia » Cuadros de espiritualidad para el mes de enero de 2013, por la laica Araceli de Anca
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Rincón Litúrgico

Cuadros de espiritualidad para el mes de enero de 2013, por la laica Araceli de Anca

Sabemos que tan infinita es la Misericordia de Dios como su Justicia

Nos advierte el Señor en el Libro Sagrado no para asustarnos sino para alertarnos: “No estés tan seguro del perdón de modo que añadas pecado tras pecado.

No digas: ‘Su misericordia es grande, perdonará la multitud de mis pecados’, porque suyas son la misericordia y la ira, y su furor recae sobre los pecadores” (Eclesiástico 5, 5-7).

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Dios te perdonará, ¡sí!, pero cuando te conviertas a Él, y con corazón contrito hagas serios propósitos y confieses tus pecados en el sacramento del Perdón.

“…el que confiesa su culpa será librado de daño”, se decía ya en el Antiguo Testamento (Eclesiástico 20, 1),            mas perdón era éste que libraba del castigo a la persona o en sus bienes, pero no perdonaba el pecado en sí mismo, pues aún no existía la Gracia sacramental, porque todavía no había venido Cristo a la tierra.

De modo que en la economía sobrenatural del Nuevo Testamento, a quien confiese sus pecados, Cristo mismo, por la absolución sacramental impartida por el sacerdote, le perdonará sus pecados, al tiempo que le abrirá las Puertas del Cielo, tal como dice el Catecismo: “Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2, 7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: ‘El Hijo del Hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra’ (Mc 2, 10) y ejerce ese poder divino: ‘Tus pecados están perdonados’ (Mc 2, 5; Lc 7, 48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cfr. Juan 20, 21-23) para que lo ejerzan en su nombre” (nº 1441).

¡Gracias te damos, Jesús, por este sacramento del Perdón, sacramento de la alegría, de la misericordia, de la paz!

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Cuando Jesús se aparece a sus discípulos después de la Resurrección, les dice: “Como el Padre me envió así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos” (Juan 20, 21-23).

 

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                   Cristo, al hacerse semejante a los hombres (cfr. Filipenses 2, 7),

            llevó sobre Él nuestros sufrimientos y cargó con nuestros

            dolores (cfr. Isaías 53, 4).

 

Y tan semejante se hizo Jesucristo a  nosotros que le vimos sufrir y padecer pobreza:

– nace pobre en un pesebre porque no hubo lugar para la Sagrada Familia en la Posada (cfr. Lucas 2, 7).

– espera compasión y consuelo de sus hermanos los hombres, y no lo encontrará sino en unos pocos: en los Santos (cfr. Salmo 68, 21).

– Cristo dice de Sí mismo que “el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza” (Mateo 8, 20).

– agotadas sus fuerzas, ha de ayudarse del Cireneo para llegar al Calvario (cfr. Mateo 27, 32).

– Jesús pasa sed (cfr. Juan 19, 28), y sed mortal en la Cruz, por la salvación de todas las almas.

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Y porque Jesucristo está en el pobre y en el que sufre -cada día le veremos padecer pobreza en nuestras calles y ciudades-quiere que nosotros remediemos tanta necesidad a lo largo de los siglos para despertar entre unos y otros la solidaridad y el amor fraterno; y si alguien piensa que esto no es caridad, que recuerde lo que dice la sabiduría popular: “quien ama al prójimo ama a Dios dos veces”, mas esto siempre que esté en amistad con Él, con Dios, el Señor.

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Porque todo pobre y necesitado es Cristo (cfr. Mateo 25, 40)…

no desprecies al Cristo pobre;

más bien hónrate con el honor de ayudarle,

que si con ser Cristo ayudado te quiso honrar,

fue para incentivar tu Fe, tu Esperanza y tu Caridad.

 

Y después, Allá en la Eternidad, quien aquí atendió a Cristo pobre, en premio a su generosidad recibirá la Felicidad de Vida Eterna, donde, como dice santo Tomás de Aquino, “sólo Dios sacia” (Symb. 1). Algo que ya había dicho el salmista:

                   “Pero yo, en justicia, contemplaré tu rostro, y, al despertar, me saciaré de tu presencia” (Salmo 16, 15).

 

 

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                   Es de agradecer que la Iglesia, instrumento de salvación,

            erija iglesias -lugares privilegiados- donde los fieles

            expresen el culto público y la oración privada.

 

Que el calor de la palabra como expresión de los sentimientos personales es excelente vehículo de comunicación, está claro. Y si no que le pregunten a una joven casadera si le gustaría que su enamorado le declarara su amor, a menos que fuera sordomudo, sólo con gestos. Y que este vehículo de expresión es imprescindible en los grandes foros deportivos como los estadios de fútbol, está clarísimo: el espectador exige expresar con clamor, y clamor ruidoso, la victoria de los goles conseguidos.

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Pues con mayor razón debemos expresar el culto debido a Dios, tanto individualmente con palabras del corazón como públicamente en cuanto Pueblo de Dios.

En el Antiguo Testamento un Salmo canta:

                   “Naciones todas, batid palmas: gritad alegres a Dios con voces de júbilo porque excelso es el Señor y terrible, Rey grande sobre toda la tierra” (Salmo 46, 2-3).

Y el Nuevo Testamento narra cómo días antes de consumarse la Redención en el Calvario, los discípulos vitorean a Jesús extendiendo sus mantos y ramas de árboles por donde Él pasa, para celebrar su entrada en Jerusalén, y cómo los judíos, queriendo hacerles callar, son reprendidos por el Señor: “…os digo que si éstos callan gritarán las piedras” (Lucas 19, 40).

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                   “En su condición terrena –leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica-, la Iglesia tiene necesidad de lugares donde la comunidad pueda reunirse: nuestras iglesias visibles, lugares santos, imágenes de la Ciudad Santa, la Jerusalén celestial hacia la cual caminamos como peregrinos.

En estos templos, la Iglesia celebra el culto público para gloria de la Santísima Trinidad; en ellos se oye la Palabra de Dios y se canta sus alabanzas, se eleva la oración y se ofrece el Sacrificio de Cristo, sacramentalmente presente en medio de la asamblea. Estas iglesias son también lugares de recogimiento y de oración personal” (nº 1198 y 1199).

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“En el tiempo favorable te escuché. Y en el día de la

            salvación te ayudé”, dice el Señor (Isaías 49, 8).

 

Si decimos que “los amigos de mis amigos son mis amigos”, deberíamos decir también que sus enemigos serán mis enemigos. Sin embargo, dadas las contingen­cias tan variadas de la vida en este mundo, aquellos amigos de mis amigos pueden ser o no amigos míos, o yendo más lejos, los enemigos de mis amigos no siempre serán mis enemigos.

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Pero en el Cielo todo es más fácil: Allí siempre se cumple que si yo amo a Dios, los Santos, los Amados de Dios, me aceptarán como amigo.

Ahora bien, cuando en esta vida ofendemos a Dios, perdiendo su Amistad, si después queremos ganárnosla nuevamente, convirtiendo nuestro corazón otra vez a Él, tendremos que expiar nuestra infidelidad.

La Sagrada Escritura nos cuenta el rechazo del Señor a Saúl por haber pecado; y porque Dios ha dejado de confiar en él, el primero de los reyes de Israel, arrepintiéndose de haberle constituido rey, el profeta Samuel llora.

                   “Dijo el Señor a Samuel -se lee en el Libro Sagrado-: ¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, habiéndole yo rechazado para que no reine sobre Israel?” (I Samuel 16, 1).

Rechazo de Dios a Saúl que nos lleva a pensar en el rechazo de Dios que sufrirán los condenados en el infierno. ¡Desgraciados ellos, porque no son ni serán ya amados de Dios!, ni los Santos tendrán amistad con ellos, ni nosotros sufriremos por su condenación.

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Mientras vivamos en la tierra, y porque “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (II Corintios 6, 2), trabajaremos por salvar a quien esté en pecado, acercándole a Dios con todo el empeño de nuestra alma, especialmente con las armas de la oración y del sacrificio. Cada uno, ¡a rectificar el rumbo de su propia vida! Y cuantas veces sea necesario acudiremos al gran Regalo de Dios, que ése es el sacramento de la Penitencia.

¿Que Dios quiere nuestra Salvación?…, lo revela san Pa­blo. “Dios, nuestro Salvador (…), quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (I Timoteo 2, 4).

 

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                   Del buen olor de la santidad al mal olor del pecado todo

            un abismo, en expresión plástica, que separa el bien del                           mal.

 

Cuentan los historiadores de santa Catalina de Siena que esta Santa percibía a veces un olor nauseabundo que salía de personas pecadoras.

Y san Agustín, en lenguaje místico, dice que: “Si alguien tiene sano el olfato del alma, sentirá cómo hieden los pecados”

(COMENTARIOS SOBRE EL SALMO 37).

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En cuanto al buen olor de la santidad, yo pregunto: ¿Ese buen olor que salió del frasco de perfume que santa María Magdalena quebró para honrar a Jesús, será la fragancia que todavía siguen despidiendo los Santos a través de los siglos?

Porque si no ¿de dónde procede el olor a rosas que exhalan tantos cuerpos de santos, algunos mientras todavía viven, otros en el momento de su muerte?

Y no porque yo haya poetizado sobre la permanente fragancia del frasco de la Magdalena, deja de ser real el olor a rosas que despiden algunos santos, y alguno aún pasados muchos años de su marcha al Cielo.

Cuando el 25 de marzo de 1923 se exhumaron los restos mortales de la Santa de Lisieux, “Al abrir el panteón, se extendió un fuerte y penetrante olor de rosas” (HISTORIA DE UN ALMA. EPILOGO).

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Verdad, y muy de verdad, es que la fragancia que se respira místicamente en un ambiente de santidad -de los que luchan por ser santos- es fragancia sobrenatural.

                   “…gracias sean dadas a Dios -escribe san Pablo-, que siempre nos hace triunfar en Cristo y por medio de nosotros manifiesta el aroma de su conocimiento en todo lugar; porque somos para Dios  el buen olor de Cristo entre los que se salvan y los que se pierden; para los unos olor de muerte para la muerte, para los otros olor de vida para la vida” (II Corintios 2, 14-16).

 

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Para Dios ansiamos, siempre y por los siglos de los                        siglos, todo honor y toda gloria.

 

“Si quieres ser héroe búscate un testigo”, se dice coloquialmente. Pero esto no es deseo de los que luchan ahora por ser santos, ni de los que ya alcanzaron el Cielo, Santos canonizados o no, porque aun viviendo las virtudes con heroicidad, no buscan testigos, que no necesitan; a ellos les basta contar con Dios como testigo y con los que habitan en el Cielo.

Los Santos no buscan lucimiento personal ante nadie, únicamente desean, y con toda el alma, “ocultarse y desaparecer, para que sólo Dios se luzca”, como le gustaba decir a san Josemaría Escrivá (ALVARO DEL PORTILLO. UNA VIDA PARA DIOS, pag. 225).

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Pues bien, según el hacer de Dios, Él mismo, en la otra Vida, se cuidará de ensalzar y premiar a cada uno de los Santos; porque ellos, habiéndose escondido a la mirada ajena, humillándose y aceptando las humillaciones de los demás, ni buscaron testigos que aplaudieran su heroicidad ni quisieron recompensas humanas; ellos siguieron -¡y siguen!- la trayectoria humilde de Cristo, que “siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios -dice san Pablo- sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Filipenses 2, 6-8).

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Por eso, dirá a continuación el Apóstol a Jesucristo: “Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2, 9-11).

A Dios “sea dada la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones en los siglos de los siglos” (Efesios 3, 21).

 

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                   Que Dios, en su Infinita liberalidad, se entregue a la

            criatura, es maravillo­so, pero que por nosotros, criaturas                        suyas, se deje traer y llevar en la Persona de Jesucristo,

                        es inefable e incomprensible.

 

                        Por la Obediencia al Padre celestial, Cristo, Dios y Hombre, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, entregó su vida para Redención de cuantos hombres y mujeres hayan vivido y vivan en todos los siglos.

Cristo Jesús, dice san Pablo, se hizo “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2, 8).

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                        Por su Humildad, Cristo, en la Santa Misa, deja que nosotros por medio del celebrante, ofrezcamos al Padre Eterno, sus Sagrados Misterios.

                   “Padre -rezamos en la Plegaria Eucarística III-, al conmemorar la Pasión salvadora de tu Hijo, su admirable Resurrección y Ascensión al cielo, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, dándote gracias, este sacrificio vivo y santo”.

Y Cristo se deja ofrecer por nosotros a la Santísima Trinidad, cuantas veces nos lo pida nuestra alma sacerdotal.

En Fátima, el Ángel de la Paz nos enseña una preciosa oración:

                   “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te ofrezco, adorándote profundamente, el precioso Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes con que es ofendido. Y por los méritos de su Corazón Sagrado y por la intercesión del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pecadores” (Tercera Aparición del Ángel).

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                        Por el incansable Amor de Dios a los hombres, Cristo dejará que su Preciosísimo Cuerpo y Sangre sea traído y llevado por sus fieles, allí donde le necesiten como Alimento para sus almas.

En la Comunión sacramental se cumplen las palabras de Jesús: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquél que me come vivirá por mi” (Juan 6, 55-57).

 

 

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                   “Dame, hijo mío, tu corazón -dice el Señor-, y pon tus                    ojos en mis caminos” (Proverbios 23, 26).

 

Poner los ojos… ¿para qué?

Pondremos los ojos en los Caminos de Dios para alimentar nuestra cabeza con la Palabra de Dios, estudiando y meditando especialmente la Doctrina de Cristo; porque sin esa meditación, ni tú ni yo, ni el teólogo más experto -¡curiosa paradoja!-, llegaríamos a un conocimiento amoroso de Dios.

                   “He comprendido yo  más que todos mis maestros,/     porque tus mandamientos son mi meditación./ Alcancé más que los ancianos,

porque he ido investigando tus preceptos”, dice el salmista

(Salmo 118, 99-100).

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Y pondremos los ojos, y también el corazón, en los Caminos de Dios para amar de verdad la Voluntad divina. Amor que demostraremos cumpliendo sus Mandamientos y aceptando los acontecimientos de la vida ordinaria: “causas segundas” gobernadas por la Providencia divina.

                   “Andaré por camino espacioso

                   porque busco tus mandamientos.

                   (…)

                   porque los amo

                   y me ejercitaré en tus enseñanzas”, leemos en el Salmo

(Salmo 118, 45-47).

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Y porque “la piedad es útil para todo”, en el decir de san Pablo (I Timoteo 4, 8), si descuidáramos esta virtud abandonaríamos los Mandamientos, y la ofensa a Dios mancharía nuestra alma, con lo que dejaríamos de entender y después de creer.

Y pues Dios solamente “se deja contemplar por los que tienen el corazón purificado”, como predica san Gregorio de Niza (HOM. 6, SOBRE LAS BIENAVENTURANZAS)…, nos pondremos a luchar y a rezar más y más, ¡a rezar y a luchar! para con la Gracia de Dios poder decir al Señor con el salmista:

                   “Mis pies aparto del sendero malo,

                   para obedecer tus palabras” (Salmo 118, 101).

 

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Hacer de los medios fines es cegarse, insensibilizarse y

            marginarse para lo Trascendente.

 

¡Qué pena!, ¡qué final tan insustancial! Cuando lo material y también lo espiritual lo convertimos en fin, el resultado será quedarnos orillados allá donde se encuentra la “espuma” de un engañoso mar sin contenido.

¡Qué pena!, porque si eso material y aquello espiritual lo hubiéramos tratado como medio, la vana “espuma” en la que nos hubiéramos visto envueltos no nos habría impedido navegar lejos, lejos de la playa; nada hubiera impedido adentrarnos en el océano de la Verdad, del Bien y de la Belleza.

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                        Cuando el vacío de lo intrascendente ocupa nuestros ojos.

Al hombre, inmerso en una sociedad hedonista y consumista, se le llenarán sus ojos de esa “espuma” que le impedirá ver el por qué y para qué de la grandiosidad de la Creación.

“Espuma” que, compuesta de comodidad, placeres, cosas y más cosas, el hombre acaba hastiado, pues no puede hacer feliz “algo” que es como nada.

Pero los que ponen su corazón en Dios experimentarán lo que dice el salmista:

                   “…alégrense todos los que esperan en ti (Dios mío):

                   se regocijarán para siempre; y morarás en ellos.

                   Y en ti se gloriarán todos los que aman tu nombre”

(Salmo 5, 12).

                        Cuando el vacío de lo intrascendente ocupa nuestros oídos.

A quienes se les llenen sus oídos de esa “espuma” se insensibilizarán para entender la sublimidad de la Redención, porque aun siendo como nada, no les dejará entender la Palabra de Dios: oyendo no oirán ni entenderán lo que diga Jesús, el Hijo de Dios

(cfr. Mateo 13, 13).

                        Cuando el vacío de lo intrascendente ocupa el corazón.

Cuando esa “espuma” llene también el corazón del hedonista, haciendo de los medios fines, le paralizarán los deseos de dar Gloria a Dios; anclándose en su yo, no sentirá con lo trascendente y se incapacitará para luchar por la santidad.

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El Apóstol desea ardientemente: “…el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda el Espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle; iluminando los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamada, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos, y cuál es la suprema grandeza de su poder en favor de nosotros, los que hemos creído, según la eficacia de su fuerza poderosa”

 (Efesios 1, 17-19).

                   Nosotros, con la oración litúrgica, pediremos a Dios “sentir con el mismo Espíritu y gozar siempre de sus divinos consuelos”.

 

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                   Cuantas cosas pidamos a Dios las recibiremos, ¡y más y

            mejor de lo que esperamos!

 

Además de poner los medios para alcanzar lo que deseamos, Dios así lo ha querido: Quiere que recemos.

Expresamente lo dice el Señor:

– en el Antiguo Testamento: “Clama, no ceses” (Isaías 58, 1).

– en el Nuevo Testamento: “Orad sin cesar”

(I Tesalonicenses 5, 17).

                   Y san Pedro, en su primera Epístola, nos exhorta a rezar, mas sin inquietud, abandonados en las Manos de Dios: “Descargad sobre Él (Dios) todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros” (I Pedro 5, 7).

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Pero el Señor suele esconder cuándo y cómo será lo que le pedimos.

                   “No es cosa vuestra -dice Jesús, después de resucitado, en una de sus Apariciones a sus Apóstoles- conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder” (Actas 1, 7).

Y que Dios nos guía por un camino lleno de maravillas (cfr. Sabiduría 10, 17), lo sabemos por la Escritura Santa. Nos sorprenderemos ahora, o en el Cielo, porque lo que recibimos en su momento, es más de lo que pedimos, ¡y mejor de lo que hubiéramos soñado!

Y si Dios cambia nuestra petición por algo distinto de lo que le pedimos, también veremos con grata sorpresa que siempre nos dio más y mejor de lo que le habíamos pedido.

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Sin duda y sin comparación con toda dádiva que Dios pudiera darnos, la más excelsa: el Espíritu Santo, Don de Dones, que, prometido por Jesús en su Última Cena (cfr. Juan 16, 7), nos lo envió el día de Pentecostés, y para siempre habitará en nuestra alma si no le echamos por el pecado.

Haciendo oración en el Cenáculo, la Virgen, los Apóstoles y los primeros cristianos se ven sorprendidos por la Venida del Espíritu divino, Dios Santificador, como narra san Lucas: “…de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamen­te, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Actas 2, 2-4).

 



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