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Católicos y científicos: Ramón Margalef, por Alfonso V. Carrascosa, científico del CSIC

Católicos y científicos: Ramón Margalef,  por Alfonso V. Carrascosa, científico del CSIC

Ramón Margalef (1919-2004) fue el científico especializado en ecología más importante de la historia de España. Además fue un católico convencido, que murió santamente tras dolorosa enfermedad. Las bases científicas del respecto al medio ambiente fueron asentadas desde España, para toda la humanidad, por este extraordinario científico en el que convivieron, de forma natural, la fe y la razón, la ciencia y la religión católica. Hace poco el padre Pedro José Ynaraja me comentaba que Margalef, hablando sobre el aborto, le dijo : “¡ Claro que estoy contra el aborto, pero me parece que se equivocan preocupándose tanto de los nueve meses y después olvidándose de proteger el resto de la vida, que es mucho más largo!”,

Ramón Margalef  fue el primer catedrático de ecología en España. La condición de católico de Margalef sorprendió a algunos de sus más allegados discípulos que confesaron tras su fallecimiento desconocerla en absoluto. Sea por su carácter reservado, o porque el ambiente científico que le tocó vivir era voraz frente a manifestaciones religiosas de cualquier tipo –no olvidemos que el Premio Nobel Alexis Carrel se vió forzado a abandonar la universidad por confesar que creía en los milagros de Lourdes-  su fé pasó desapercibida casi para todos, menos desde luego para el Padre J. Ynaraja (http://www.catalunyacristiana.com/setmanaris/Catalunya_Cristiana_1291_(Catala)_17_de_juny_de_2004.pdf) que conoció a Margalef en los años 60 y mantuvo su amistad hasta su muerte, tras la cual comentó que Margalef era un hombre profundamente religioso,  que se sentía sumergido en un cosmos bien proyectado, preparado para superar cualquier intento de destrucción. Comentaba que a Margalef  le encantaba la sabiduría de los libros sapienciales, especialmente el de Job, hasta el punto de releerlos con asiduidad. Bartomeu Margalef, uno de los cuatro hijos de Margalef, recordaba que su padre le regaló a su madre Maria Mir, de novios, “La imitación de Jesucristo”, de Tomás Kempis, uno de sus libros favoritos. Un día en un encuentro juvenil, preguntado por su fé contestaba: “Los científicos creemos más fácilmente en Dios que los intelectuales especulativos”, “Como decía Einstein, dios es misterioso pero no engaña nunca”.

A la luz de su religiosidad y de su interés por los principios unificadores, expresado en sus artículos, podría pensarse tras su muerte que ciertas declaraciones de Margalef tuvieron un significado espiritual, como p.ej. la siguiente: “Personalmente creo que aceptar con reconocimiento el don de la naturaleza que se nos ofrece, nos debe predisponer a recibir el don, también gratuito, de la paz”, frase que tanto recuerda la espiritualidad de san Francisco de Asís, precisamente patrón de los ecólogos, y que coincide sorprendentemente con la materia del sermón de Benedicto XVI en la Jornada Mundial de la Paz de 2010, Año de la Biodiversidad. Dice el Padre Ynaraja que se reía de los vaticinios apocalípticos de unos y de los pánicos de algunos estudiosos en ecología, algo tan próximo al Magisterio de la Iglesia actual que llega a advertir de las idolatrías ecologistas que niegan a Dios y promueven el aborto. Los franciscanos de Asís le otorgaron el premio internacional Cantico delle Creature.

El también católico y científico vivo, Pedro Monserrat, comentaba que Margalef estaba enamorado de su trabajo, y lo vivía como una vocación apasionante “porque entendía la vida como un don de Dios”. Precisamente tal vez por esta razón creía que su aportación a la ciencia no era extraordinaria porque “sentía que cumplía su deber y devolvía agradecido el don de la vida que había recibido”. Próximo a su muerte afirmaba sentirse amortizado, “haciendo referencia a la parábola de los talentos”.  Margalef recibió, entre otros, los premios y distinciones siguientes: Medalla Príncipe Alberto del Instituto Oceanográfico de París (1972), Premio AG. Huntsman d’Oceanografía Biológica (Canadá, 1980) –el nobel en ciencias del mar-, Medalla Narcís Monturil de la Generalitat de Catalunya (1983), premio Santiago Ramón y Cajal del ministerio de Educación y Ciencia (1984), Foreign Member of the National Academy of Science of the USA (1984), Premio Italgas de Ciencias Ambientales (Italia, 1989), Medalla Naumann Thieneman de la Societat Internacional de Limnología (1989), Premio de la Fundació Catalana per a la Rcerca (1990), Premio Humbolt (Alemania, 1990), Premio ECI (1995) y Doctor Honoris Causa por las universidades de Laval, Aix-Marseille y el Institut Químic de Sarrià. Dirigió treinta y seis tesis doctorales entre 1971 y 1990, y fue autor de dos libros de texto que han sido especialmente valiosos para los estudiantes de lengua hispana, con los que yo estudié: “Ecología”, publicado por primera vez en 1974, y “Limnología”, en 1983.

Margalef dijo “La ecología demanda que miremos a la naturaleza una y otra vez con ojos de niño, y no hay nada más opuesto a los ojos de un niño que un pedante”. Congruentemente con su fe y su visión del cosmos, cuando supo que su enfermedad era irreversible no aceptó ningún tratamiento agresivo para alargar su vida, como haría Juan Pablo II. En sus notas autobiográficas va a escribir: “La misma caducidad de la vida individual no hace indispensable amoldarse a las novedades que llevan los tiempos que corren y permiten contemplar con una paz de raíz metafísica quizá la manera como uno puede aproximarse a la muerte, no con ira, sino con la satisfacción de haber disfrutado de un episodio universal apasionante”. Cuando sintió cercana la propia muerte, se emocionó tanto que lloró dando gracias a Dios por la vida vivida. No tenía miedo a la muerte: la esperó con serenidad. Se despidió serenamente de todos sus familiares y les pidió que rezasen por él. Llamó al Padre Ynaraja el día antes de morir  le pidió la Unción de enfermos, algo que el Padre comentó nunca antes le había ocurrido, quedando impresionado por su serenidad frente al trance.  Recientemente el padre Ynaraja me comentaba que Margalef, “Los últimos tiempos se dedicó a repartir sus cuadernos de apuntes para que no se perdieran sus estudios y a despedirse de su familia, uno por uno, también de mí, aunque el último día que fui a verle, el sábado, me disculpaba yo de no haber llevado la Eucaristía porque me habían dicho que no llegaría a tiempo y él me dijo: dame lo que puedas y reza por mí, reza por mí. Le prometí que al día siguiente le llevaría la comunión, pero cuando estábamos celebrando misa por él, la misa de once, me telefonearon que acababa de morir. A su mujer María Mir le dijo que pronto se volverían a ver, y el domingo siguiente a las nueve de la mañana”.

Poco antes de morir, Margalef reclamaba un cambio de actitud en el discurso ecologista habitual – lleno de tantas idolatrías que promueve en algunos casos el crimen del aborto- formulándolo en términos autocríticos, afirmando que se había cometido una cierta perversión del término ecología según como se mirase. La ecología debería de ser un conocimiento profundo de la tierra y una toma de conciencia de la capacidad del hombre. “Si Dios nos ha puesto aquí en la Tierra, tenemos derecho a manejarla, pero hemos de hacerlo con una pizca de sentido común. Todos estos aspectos no están en el discurso ecológico habitual”. Preguntado sobre las soluciones posibles a la crisis ecológica global, respondía: “Un cierto éxito, o al menos una cierta paz interior en relación a estos problemas, pide ver la naturaleza con reverencia o con espíritu religioso… esta actitud debe ser la base de una ética de conservación que mueva a la gente”. Sería bueno que admiradores y discípulos tuviesen muy en cuenta este consejo. Y que los católicos y hombres de buena voluntad creyesen que razón y fe no sólo son compatibles, si no hasta sinérgicas.

 

 

 

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