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Católicos y Científicos: D. Santiago Ramón y Cajal, por Alfonso V. Carrascosa, científico del CSIC

(FUENTE: Fundación Nobel)

(http://search.nobelprize.org/search/nobel/?q=cajal&i=en&x=6&y=14)

En el Año de la Fe, recordemos la fe de Cajal.-

Es más común de lo que pueda parecer entre los católicos el pensamiento de que ser científico está reñido con ser religioso, o que la razón y la fé son incompatibles. Sin embargo en no pocas ocasiones la compatibilidad de ambos aspectos de la realidad humana se dan cita en personas concretas, como es mi caso. En este sentido Juan Pablo II decía en la introducción de su encíclica  Fides et Ratio que “La fé y la razón son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad “ . Santiago Ramón y Cajal era también una de esas personas.

 

Recibió el premio Nobel en octubre de 1906, por sus estudios sobre la demostración de la teoría neuronal y la ley de polarización dinámica dem las neuronas. En su obra escrita, que fue abundante, da cuenta de aspectos de su persona como el de sus creencias, aspecto éste por cierto escasamente estudiado y en absoluto difundido. Después de darle el Nobel fue cuando le dieron responsabilidades gubernamentales como presidente de la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (JAE), cargo que asumió a regañadientes, y a cuyo desempeño nunca dedicó la mayor parte de su tiempo ya que siguió investigando.

 

Nacido en el seno de una familia católica, estudió en los escolapios de Jaca, y no tuvo nada que ver con la Institución Libre de Enseñanza. Se casó por la iglesia con una católica ferviente, Silveria Fañanás, con la que tuvo siete hijos, que fueron bautizados y recibieron la comunión.

 

 

 

En 1895, con 43 años, ingresó en la Real Academia de Madrid y en su discurso de ingreso titulado “Fundamentos racionales y condiciones técnicas de la investigación biológica”, dejó testimonio claro de sus ya afianzadas ideas creacionistas al escribir, hablando de las cualidades morales que debe poseer el investigador:

“Y á los que te dicen que la Ciencia apaga toda poesía … contéstales que… tú sustituyes otra mucho más grandiosa y sublime, que es la poesía de la verdad, la incomparable belleza de la obra de Dios y de las leyes eternas por Él establecidas. Él acierta exclusivamente á comprender algo de ese lenguaje misterioso que Dios ha escrito en los fenómenos de la Naturaleza; y á él solamente le ha sido dado desentrañar la maravillosa obra de la Creación para rendir á la Divinidad uno de los cultos más gratos y aceptos….”

 

Pero también Cajal resulta ser uno de esos científicos poco frecuentes, que tienen muy claros los límites de la ciencia en relación a asuntos como la religión, escribiendo en el mismo discurso:

“ La vida y la estructura van más allá de nuestros recursos amplificantes y de la potencia reveladora de nuestros métodos… En la ausencia de datos suficientes para formular una explicación racional…abstengámonos de imaginar hipótesis… de esta excesiva confianza en los recursos teóricos que para la resolución del supremo enigma de la vida pueden ofrecernos las ciencias auxiliares, adolecen casi todos los modernos creadores de teorías biológicas generales, aunque éstos tengan nombres tan justamente célebres como Herbert Spencer, Darwin, Haeckel, Heitzmann, Bütschli, Noegeli, Altmann, Weissmann, etc…. en lugar de abarcar con su mirada el horizonte entero de la Creación, sólo han logrado explorar un grano de arena perdido en la inmensidad de la playa…”.

Esta fe se encuentra unida a la creencia en el alma inmortal desde sus veinte años en los que, abatido por el sufrimiento de la tuberculosis, escribe [“Cajal. Vida y Obra”, de los autores García Durán Muñoz y Francisco Alonso Burón, publicados ambos en Barcelona en 1983 por la Ed. Científico Médica, p. p.445]:

“Ciertamente del naufragio se habían salvado dos altos principios: la existencia de un alma inmortal y la de un Ser Supremo rector del mundo y de la vida”.

(“Recuerdos de mi vida”. Edic. 1923, p. 163).

Hay otros muchos escritos, algunos en los que manifiesta sus opiniones sobre aspectos de la religión y, en concreto, de la fe cristiana vivida por sus contemporáneos, en los que no ahorra críticas, pero nunca dejó de transmitir su creencia en Dios creador, algo que según recoge el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 366) “…con razón los fieles confiesan que lo más importante es creer en Dios”  , o su creencia en el alma inmortal, algo también recogido en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 366) “..Cada alma espiritual es inmortal”. Tampoco dejó duda sobre su convicción a cerca de los límites del conocimiento científico positivo, bien en sintonía con el Magisterio de la Iglesia que, a través de Benedicto XVI, ha proclamado el pasado 6 de noviembre ante la Asamblea Plenaria de la Pontificia Academia de Ciencias que “La ciencia, por tanto, no puede querer proporcionar una representación completa y determinista de nuestro futuro y el desarrollo de cada fenómeno que estudia[…] La libertad, como la razón es una parte preciosa de la imagen de Dios dentro de nosotros […] Negar esta trascendencia en nombre de una supuesta capacidad absoluta del método científico de prever y condicionar el mundo humano implicaría la pérdida de lo que es humano en el hombre y, al no reconocer su unicidad y su trascendencia, podría abrir peligrosamente las puertas a su abuso”. 

Parece que al final de sus días se acercó a posturas agnósticas. En sus testamentos expresó su deseo de un funeral sin pompas y laico, a lo que le pudo llevar también el rechazo por lo ceremonioso, y no sólo una crisis de fe. La fe que tenía al morir sólo Dios la sabe. Descanse en paz.

Alfonso V. Carrascosa, científico del C.S.I.C.

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