Una de las obras de misericordia espirituales es corregir al que yerra. De esto habla hoy Jesús en el Evangelio precisando cómo hacerlo, sin duda porque sabía bien que no era nada fácil. La dificultad de corregir reside en quien la hace y en quien la recibe. Por parte de quien tiene autoridad —padres, educadores, superiores, etc.— se le exige amar a quien yerra, firmeza y mansedumbre, y una buena dosis de pedagogía para explicar que, según decía Séneca, el fin de la corrección es «vivir de acuerdo con su propia naturaleza». Cualquiera entiende, pues, la necesidad de ser corregido. Por parte del que yerra, se necesita amor a la verdad, humildad y un deseo sincero de alcanzar la virtud, dado que «ningún hombre es bueno por casualidad, la virtud es algo que debe ser aprendido» (Séneca).
Especialmente hoy, corregir se ha convertido en una empresa heroica, pues ni la virtud ni la disciplina que exige son monedas de uso. El hombre tiene tanta propensión y facilidad para justificarse, que ¡ay de quien se atreva a criticar su comportamiento! Cuando Jesús enseña sobre esto, piensa en la Iglesia, que, desde sus orígenes, ha nacido con vocación de santidad, aunque esté formada por pecadores. Las relaciones fraternas en la Iglesia pueden fracasar por el pecado de cada uno. Por eso Jesús comienza diciendo: «Si tu hermano ha pecado contra ti…». Parte, pues, del principio de fraternidad que remite al de la única paternidad del Padre celeste.
El proceso que indica Jesús va desde la corrección secreta a la pública. Se trata de «salvar a tu hermano» (Mt 18,15). El momento del tú a tú es crucial, pues pretende convencer de la belleza del comportamiento moral y del mal que supone vivir en el error. «Si no te hace caso —dice Jesús— llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos» (Mt 18,16). Esta apelación de testigos no significa un juicio. En ocasiones, el fracaso de una corrección exige la presencia de otros que testimonien el bien que se busca lograr. ¿No pedimos la ayuda de otros que, por su competencia y sabiduría, pueden lograr lo que buscamos? Por último, Jesús dice: «Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un pagano o un publicano» (Mt 18,17). ¡Cuántas veces la familia se reúne para solucionar el problema de alguno de sus miembros! Así sucede en la Iglesia, familia de los hijos de Dios. Jesús apela a la comunidad de la que cada bautizado forma parte. Decía san Juan Pablo II que la santidad personal de cada bautizado «representa ya la aportación primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia en cuanto Comunión de los Santos» (ChL 17). Este es el fundamento de la norma de Jesús. En la Iglesia, como en la sociedad, el bien y mal de cada miembro repercute en la totalidad del Cuerpo. Una Iglesia de santos requiere que cada uno sienta la responsabilidad de serlo. Ha habido reformadores que se han fijado en los pecados ajenos sin considerar los suyos. Un gran santo español y doctor de la Iglesia, san Juan de Ávila, decía que «quienes pretenden reforma en la Iglesia, por Cristo crucificado deben comenzar», es decir, por sí mismos en la imitación de Cristo.
Las palabras últimas de Jesús («considéralo un pagano o publicano») no significan expulsarlo de la comunidad, sino manifestar que no vive como cristiano, sino al modo pagano o al de un publicano, que eran tenidos por pecadores públicos. También esto es una norma medicinal, pues si el que yerra recapacita, comprenderá que la corrección pública no sólo salvaguarda la santidad de la Iglesia, sino la suya propia, pues, como dice Séneca, no vive de acuerdo con su naturaleza.
+ César Franco
Obispo de Segovia
