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Bautismo y misión

El ciclo de Navidad se cierra con la fiesta del Bautismo del Señor. Un salto de treinta años nos presenta a Jesús convertido en un adulto que se presta a hacer penitencia en el Jordán uniéndose a los pecadores. Es una escena cargada de solemnidad como si se tratara de la investidura mesiánica de Jesús. El cielo se rasga, el Espíritu desciende en forma de paloma y se oye la voz del Padre la voz del Padre que dice: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Mc 1,11).

Para entender esta escena es preciso recordar que Jesús, inmediatamente después, superadas las tentaciones del desierto, comienza el ministerio público que suscitará dudas de su identidad. La voz del Padre deja claro que Jesús es su Hijo. Se nos da, por tanto, la clave para escuchar sus palabras y acoger sus signos. La presencia del Espíritu sobre Él indica que ha sido ungido para realizar, en cuanto hombre, la obra de la salvación. Finalmente, al unirse con los pecadores, se nos advierte que ha llegado la hora de la misericordia de Dios que se ha hecho carne.

Esta solemne presentación de Jesús es un magnífico colofón del ciclo de Navidad. Se despejan las dudas sobre la identidad del Niño de Belén. Las profecías se han cumplido y ha llegado el Mesías, el Esperado de las naciones. Su Bautismo no borra ningún pecado en quien es el Santo de Dios. Significa que las aguas del Jordán, en las que se sumerge, reciben al que puede santificarlas para convertirlas en instrumento de su gracia y salvación. Por eso, esta fiesta nos remite a nuestro propio bautismo con el fin de que reflexionemos si la gracia que hemos recibido en este sacramento nos hace ser verdaderos testigos del Evangelio en el mundo de hoy.

Es frecuente considerar el Bautismo como un simple rito de pertenencia a la Iglesia en cuanto comunidad religiosa. Ser miembro del Pueblo de Dios no es ser agregados a una colectividad como puede ser un club, una asociación de amigos o cualquier otro tipo de grupo religioso. Se trata de participar en la misma misión de Cristo formando parte de su Cuerpo, que es la Iglesia. Se establece una relación vital y no meramente organizativa. Es una relación que nos configura con Cristo y nos capacita para vivir como Él, y trabajar con Él y por Él en la salvación de este mundo. Los compromisos que el cristiano contrae con Cristo y con la Iglesia son esenciales a la fe e indispensables para poder vivir «cristianamente», sin hacer dicotomías entre la fe y la vida ordinaria, entre el culto y el compromiso con las realidades temporales que requieren abrirse a la trascendencia. El cristiano alimenta su fe en el culto de la Iglesia, pero expresa en medio de la sociedad la fe confesada en la liturgia. También sobre el cristiano, en el momento de ser bautizado, se ha abierto el cielo, ha descendido con el agua el Espíritu Santo, y el Padre le ha llamado «hijo amado». Esta es su dignidad y su condición en el mundo. Vivir el bautismo es la única forma de ser cristiano de verdad. El Bautismo nos marca para siempre como hijos de Dios y testigos de la fe.

Si comprendiéramos esta sencilla verdad, la vida personal y social cambiaría totalmente. La reducción de la vida cristiana al culto en la iglesia es una desvirtuación de la fe. Esta exige el compromiso público y el manejo de las realidades temporales con perspectiva de trascendencia. Como decía san Juan Pablo II, somos al mismo tiempo ciudadanos de este mundo y ciudadanos del mundo futuro. Entre ambas ciudadanías no existen fronteras porque una y otra se requieren mutuamente. La unción de Cristo en el bautismo fue el fundamento de su misión. Nuestro Bautismo es el fundamento de nuestra vida que trasciende las fronteras de este mundo y nos lanza hacia la eternidad.

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