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Ángelus y homilías para el Domingo 17-B

DOMINGO 17-B DEL TIEMPO ORDINARIO

NVulgata 1 Ps 2 EConcordia y ©atena Aurea (en)

    (1/4) Benedicto XVI, Ángelus 29-7-2012 (de hr es fr en it pt):

    «Queridos hermanos y hermanas: Este domingo hemos iniciado la lectura del capítulo 6 del Evangelio de san Juan. El capítulo se abre con la escena de la multiplicación de los panes, que después Jesús comenta en la sinagoga de Cafarnaúm, afirmando que él mismo es el “pan” que da la vida. Las acciones realizadas por Jesús son paralelas a las de la última Cena: “Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados”, como dice el Evangelio (Jn 6, 11). La insistencia en el tema del “pan”, que es compartido, y en la acción de gracias (v. 11, eucharistesas en griego), recuerda la Eucaristía, el sacrificio de Cristo para la salvación del mundo.

    El evangelista señala que la Pascua, la fiesta, ya estaba cerca (cf v. 4). La mirada se dirige hacia la cruz, el don de amor, y hacia la Eucaristía, la perpetuación de este don: Cristo se hace pan de vida para los hombres. San Agustín lo comenta así: “¿Quién sino Cristo es el pan del cielo? Pero para que el hombre pudiera comer el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si no se hubiera hecho hombre, no tendríamos su cuerpo; y si no tuviéramos su cuerpo, no comeríamos el pan del altar” (Sermón 130, 2). La Eucaristía es el gran encuentro permanente del hombre con Dios, en el que el Señor se hace nuestro alimento, se da a sí mismo para transformarnos en él mismo.

    En la escena de la multiplicación se señala también la presencia de un muchacho que, ante la dificultad de dar de comer a tantas personas, comparte lo poco que tiene: cinco panes y dos peces (cf Jn 6, 8). El milagro no se produce de la nada, sino de la modesta aportación de un muchacho sencillo que comparte lo que tenía consigo. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino que nos hace ver que si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede realizarse siempre de nuevo el milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don. La multitud queda asombrada por el prodigio: ve en Jesús al nuevo Moisés, digno del poder, y en el nuevo maná, el futuro asegurado; pero se queda en el elemento material, en lo que había comido, y el Señor, “sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo” (Jn 6, 15). Jesús no es un rey terrenal que ejerce su dominio, sino un rey que sirve, que se acerca al hombre para saciar no solo el hambre material, sino sobre todo el hambre más profunda, el hambre de orientación, de sentido, de verdad, el hambre de Dios.

    Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que nos ayude a redescubrir la importancia de alimentarnos no solo de pan, sino de verdad, de amor, de Cristo, del cuerpo de Cristo, participando fielmente y con gran conciencia en la Eucaristía, para estar cada vez más íntimamente unidos a él. En efecto, “no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; “nos atrae hacia sí”” (Exh. ap. Sacramentum caritatis, 70). Al mismo tiempo, oremos para que nunca le falte a nadie el pan necesario para una vida digna, y para que se acaben las desigualdades no con las armas de la violencia, sino con el compartir y el amor.

    Nos encomendamos a la Virgen María, a la vez que invocamos sobre nosotros y sobre nuestros seres queridos su maternal intercesión».

    (2/4) Benedicto XVI, Ángelus 26-7-2009 (de hr es fr en it pt):

    «Queridos hermanos y hermanas: ¡Feliz domingo a todos vosotros! Nos encontramos aquí en Les Combes junto a la acogedora casa que los salesianos ponen a disposición del Papa, donde ya estoy concluyendo el período de descanso entre las bellas montañas del Valle de Aosta. Doy gracias a Dios, que me ha concedido la alegría de estas jornadas caracterizadas por una auténtica distensión, a pesar del pequeño infortunio que bien conocéis y que es visible.

    Aprovecho la ocasión para agradecer con afecto a cuantos se apresuraron a estar cerca de mí con discreción y con gran entrega. Saludo al cardenal Poletto y a los obispos presentes, en particular al obispo de Aosta monseñor Giuseppe Anfossi, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo cordialmente al párroco de Les Combes, a las autoridades civiles y militares, a las Fuerzas del orden y a todos vosotros, queridos amigos, así como a quienes están unidos a nosotros a través de la radio y la televisión.

    Hoy, en este espléndido domingo, en el que el Señor nos muestra toda la belleza de su creación, la liturgia prevé como página evangélica el inicio del capítulo VI de san Juan, que contiene al principio el milagro de los panes, cuando Jesús dio de comer a miles de personas con solo cinco panes y dos peces; a continuación, el otro prodigio del Señor caminando sobre las aguas del lago en medio de la tempestad; y, por último, el discurso en el que él se revela como “el pan de vida”.

    Al narrar el “signo” de los panes, el evangelista subraya que Cristo, antes de distribuirlos, los bendijo con una oración de acción de gracias (cf v. 11). El verbo griego es eucharistein, y remite directamente al relato de la última Cena, en el que, de hecho, san Juan no refiere la institución de la Eucaristía, sino el lavatorio de los pies. La Eucaristía aquí está como anticipada en el gran signo del pan de vida.

    (…) Los sacerdotes podemos reflejarnos en este texto joánico, identificándonos con los Apóstoles cuando dicen: ¿Dónde vamos a comprar pan para toda esta gente? Y al leer sobre aquel anónimo muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces, también se nos ocurre espontáneamente decir: ¿pero qué es esto para tan gran multitud? En otras palabras: ¿qué soy yo? ¿Cómo puedo, con mis limitaciones, ayudar a Jesús en su misión? Y la respuesta la da el Señor: los sacerdotes, nosotros los sacerdotes, precisamente poniendo en sus manos “santas y venerables” lo poco que somos, nos convertimos en instrumentos de salvación para muchos, para todos.

    Me suscita un segundo punto de reflexión la memoria de hoy de los santos Joaquín y Ana, padres de la Virgen y, por lo tanto, abuelos de Jesús. Esta memoria litúrgica hace pensar en el tema de la educación, que ocupa un lugar importante en la pastoral de la Iglesia. En particular, nos invita a rezar por los abuelos, que en la familia son los depositarios y a menudo los testigos de los valores fundamentales de la vida. La tarea educativa de los abuelos siempre es muy importante, más todavía cuando, por distintas razones, los padres no pueden asegurar una presencia adecuada junto a sus hijos cuando están creciendo.

    Encomiendo a la protección de santa Ana y de san Joaquín a todos los abuelos del mundo, impartiéndoles una bendición especial. Que la Virgen María, quien –según una bella iconografía– aprendió a leer las Sagradas Escrituras en las rodillas de su madre Ana, les ayude a alimentar siempre la fe y la esperanza en las fuentes de la Palabra de Dios.

    Después del Ángelus

    (fr) Celebramos, como cada domingo, las maravillas que el Señor ha hecho por cada uno de nosotros. Por ello os exhorto a reconocer en vuestra vida la gracia sobreabundante de Dios para todos los hombres. En este período estival os invito, siguiendo el ejemplo del Señor, a buscar un espacio reservado para la oración. No os olvidéis de Dios durante vuestras vacaciones, porque él permanece presente a vuestro lado y os acompaña.

    (en) Espero que vuestras vacaciones sean un tiempo de gran alegría, empleado juntos como familias, y de profunda renovación espiritual, mientras descansáis en la maravilla del don de Dios de la creación.

    (es) Invito a todos a que, a ejemplo de María, seáis dóciles a la voluntad de Dios, para dar testimonio del amor infinito que tiene a todos.

    (it) Hace unos instantes, hablando de san Joaquín y santa Ana, he recordado a los abuelos. Ahora deseo hacer extensivo mi pensamiento a todos los ancianos, especialmente a los que podrían encontrarse más solos y en dificultades».

    (3/4) San Juan Pablo II, Audiencia general 2-12-1987 (es it):

    «1. No hay duda sobre el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y del mundo. “Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios”, dice Jesús (Mt 12, 28). Por muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales” (cf Hc 2, 22), atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del contexto auténtico del Evangelio.

    En la predicación de los Apóstoles, de la cual principalmente toman origen los Evangelios, los primeros cristianos oían narrar de labios de testigos oculares los hechos extraordinarios acontecidos en tiempos recientes y, por tanto, controlables bajo el aspecto que podemos llamar crítico-histórico, de manera que no se sorprendían de su inserción en los Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes. Aquel que revela a Dios como Padre Creador y Señor de lo creado, cuando realiza estos milagros con su propio poder, se revela a Sí mismo como Hijo consubstancial con el Padre e igual a él en su señorío sobre la creación.

  1. Sin embargo, algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al significado fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en orden a la economía de la salvación (…).
  2. Como una “señal” de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con mayor claridad (que el milagro de Caná), el milagro de la multiplicación de los panes, realizado en los parajes cercanos a Cafarnaúm. Juan enlaza un poco más adelante con el discurso que tuvo Jesús el día siguiente, en el cual insiste sobre la necesidad de procurarse “el alimento que permanece hasta la vida eterna”, mediante la fe “en Aquel que él ha enviado” (Jn 6, 29), y habla de Sí mismo como del Pan verdadero que “da la vida al mundo” (Jn 6, 33) y también como de Aquel que da su carne “para vida del mundo” (Jn 6, 51). Está claro el preanuncio de la pasión y muerte salvífica, no sin referencias y preparación de la Eucaristía que había de instituirse el día antes de su pasión, como sacramento-pan de vida eterna (cf Jn 6, 52-58) (…).
  3. Se puede, pues, decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina respecto de la creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y cosas, son, al mismo tiempo, las “señales” mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo se introduce y se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se inscribe así en este mundo visible, que es también obra divina. La gente –como los Apóstoles en el lago–, viendo los milagros de Cristo, se pregunta: “¿Quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 41), mediante estas “señales”, queda preparada para acoger la salvación que Dios ofrece al hombre en su Hijo. Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con referencia al poder salvífico de su nombre: “En nombre de Jesús Nazareno, anda” (Hc 3, 6)».

    (4/4) San Juan Pablo II, Homilía  29-7-1979 (es fr en it pt):

    «”¿Dónde compraremos pan para dar de comer a estos?” (Jn 6, 5). Ante la multitud, que le había seguido desde las orillas del mar de Galilea hasta la montaña para escuchar su palabra, Jesús da comienzo, con esta pregunta, al milagro de la multiplicación de los panes, que constituye el significativo preludio al largo discurso en el que se revela al mundo como el verdadero Pan de vida bajado del cielo (cf Jn 6, 41).

  1. Hemos oído la narración evangélica: con cinco panes de cebada y dos peces, proporcionados por un muchacho, Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil hombres. Pero estos, no comprendiendo la profundidad del “signo” en el cual se habían visto envueltos, están convencidos de haber encontrado finalmente al Rey-Mesías, que resolverá los problemas políticos y económicos de su nación. Frente a tan obtuso malentendido de su misión, Jesús se retira completamente solo a la montaña.

    También nosotros, hermanos y hermanas carísimos, hemos seguido a Jesús y continuamos siguiéndole. Pero podemos y debemos preguntarnos: ¿Con qué actitud interior? ¿Con la auténtica de la fe, que Jesús esperaba de los Apóstoles y de la multitud cuya hambre había saciado, o con una actitud de incomprensión? Jesús se presentaba en aquella ocasión algo así –pero con más evidencia– como Moisés, que en el desierto había quitado el hambre al pueblo israelita durante el éxodo; se presentaba algo así –y también con más evidencia– como Eliseo, el cual con veinte panes de cebada y de álaga, había dado de comer a cien personas. Jesús se manifestaba, y se manifiesta hoy a nosotros, como quien es capaz de saciar para siempre el hambre de nuestro corazón: “Yo soy el pan de vida; el que viene a mí ya no tendrá más hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed” (Jn 6, 35).

    El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. “¡Debemos estar hambrientos de Dios!”, exclamaba San Agustín (famelici Dei esse debemus: Enarrat. in psalm. 146, núm. 17: PL, 37, 1895 s.). ¡Es él, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan!

  1. Este pan, de que estamos tan necesitados, es ante todo Cristo, el cual se nos entrega en los signos sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las palabras de la última Cena: “Tomad y comed todos de él; porque este es mi Cuerpo que será entregado por vosotros”. Con el sacramento del pan eucarístico –afirma el Concilio Vaticano II– “se representa y realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo Cuerpo en Cristo (cf 1Co 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo que es Luz del mundo; de él venimos, por él vivimos, hacia él estamos dirigidos” (Lumen gentium, 3).

    El pan que necesitamos es, también, la Palabra de Dios, porque, “no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4 cf Dt 8, 3). Indudablemente, también los hombres pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos muestra que las palabras de los hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas, decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de Dios está llena de verdad (cf 2Sa 7, 28; 1Co 17, 26); es recta (Sal 33, 4); es estable y permanece para siempre (cf Sal 119, 89; 1P 1, 25).

    Debemos ponernos continuamente en religiosa escucha de tal Palabra; asumirla como criterio de nuestro modo de pensar y de obrar; conocerla mediante la asidua lectura y personal meditación. Pero, especialmente, debemos hacerla nuestra, llevarla a la práctica, día tras días, en toda nuestra conducta.

    Por último, el pan que necesitamos es la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y con incansable constancia, sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer.

  1. El camino de nuestra vida, trazado por el amor providente de Dios, es misterioso, a veces humanamente incomprensible y casi siempre duro y difícil. Pero el Padre nos da el “pan del cielo” (cf Jn 6, 32), para ser aliviados en nuestra peregrinación por la tierra.

    Quiero concluir con un pasaje de San Agustín que sintetiza admirablemente cuanto hemos meditado: “Se comprende muy bien… que tu Eucaristía sea el alimento cotidiano. Saben, en efecto, los fieles lo que reciben y está bien que reciban el pan cotidiano necesario para este tiempo. Ruegan por sí mismos, para hacerse buenos, para perseverar en la bondad, en la fe, en la vida buena… La Palabra de Dios, que cada día se os explica y, en cierto modo, se os reparte, es también pan cotidiano” (Sermo 58. IV: PL, 38, 395).

    ¡Que Cristo Jesús multiplique siempre, también para nosotros, su pan! ¡Así sea!».

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