Alocución del arzobispo de Toledo en la Plaza de Zocodover: CORPUS CHRISTI. 31/05/2018
Este es el relato de los católicos, el de nuestra fe: “Nuestro salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y su Sangre para perpetuar por los siglos el sacrificio de la Cruz, y confiar a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura” (Concilio Vat. II, Sacrosanctum Concilium, 47).
¿Qué nos dice este relato a los discípulos actuales de Cristo? Que la eucaristía hace surgir en nosotros el asombro; un asombro entreverado de gratitud y de alegría, que nos conduce a la adoración, ante el don completamente desproporcionado del Hijo del eterno Padre, ante el amor inmenso e inexplicable del Señor, que se abaja, lava los pies, entrega su vida en rescate por cada uno de nosotros; además, nos asombra igualmente que exista este memorial eucarístico, la celebración misma de la Eucaristía, pues de esta manera el amor de Jesús y esta obra suya permanece siempre presentes y vivos, contemporáneos para nosotros, hombres y mujeres, hasta el fin de los tiempos. Jesús nace como uno de nosotros, es Hijo del hombre, como gusta llamarse, hermano nuestro para siempre, que hace suyo definitivamente todo el peso de nuestra vida y de nuestro destino.
Pero no queda aquí el relato: al asumir Cristo nuestra historia, abre la posibilidad y nos impulsa a compartir con Él tanto las relaciones con Dios y con el prójimo, su manera de comprender la realidad y de estar en el mundo. Si queremos ser sus discípulos la misericordia que se manifiesta en su presencia real, en la luz de sus palabras y de sus gestos, en el ofrecimiento de su compañía, debemos hacerlos nuestros. Al participar nosotros en su vida personal, los que nos decimos sus discípulos no tenemos escapatoria: nuestra vida ha de ser don de sí, donación de nuestra persona, y venir radicalmente al encuentro de miserias y pecados de los demás. En la persona de Jesús se manifiesta la voluntad del Padre como un don entrañable, en el que se ilumina todo lo humano, sus penas, dolores y sus anhelos.
La misericordia llega así –ha de llegar a toda su radicalidad. La última Cena es precisamente la expresión más radical de la misericordia de Cristo. En ella, el Hijo de Dios ofrece y comparte su Cuerpo y su Sangre, pero también su victoria en el amor, su vida resucitada. Él hace suya nuestra humanidad, nuestro pecado, pero nos da también su victoria en el amor, su vida resucitada. Él hace suya nuestra humanidad, nuestro pecado, pero nos da también hacer nuestra su humanidad, la que se ha entregado por todos. Es misericordia suya lavar los pies de los discípulos, pero también pedirnos que hagamos también nosotros lo mismo; es decir, renovar nuestro corazón haciendo posible que amemos con Él ha amado: “Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (cfr. Jn 13,12-15).
Este modo de vivir y de amar lo necesita nuestra sociedad de modo muy urgente. A los cristianos nos incumbe la responsabilidad de tener la valentía de amar a los demás como lo hizo Cristo; y vivir con justicia las relaciones humanas, pero también la manera de encarar la economía sin olvidar la fraternidad universal. Tal vez tengamos mucho miedo de hacerlo así, porque tememos la pobreza, el desprecio de los que viven de modo mundano, alejados del espíritu del Evangelio. Tenemos miedo seguramente de singularizarnos, de que nos miren como a tipos raros, que no están en la realidad de la vida que se mueve en la competencia, en los codazos para conseguir lo nuestro, aunque sea pasando por mentiras, fraudes y tantas cosas que están arruinando la vida pública y la salud de una sociedad sana, que debería estar volcada en el bien común, lejos de los excesos de sistemas sociales que llevan al desamor y a crear intereses particulares y no de todo el pueblo.
Cristo, en esta Custodia, continúa la donación de sí mismo, y nos anima a tomar algo tan sencillo como el pan y el vino por la vida del mundo, y a vivir como Él, que comparte todo y sale de sí hacia los que están cerca y los que están lejos.
¡Cómo necesitamos, Señor, de tu ejemplo, de tu presencia, de tu manera de descubrir la mentira de nuestra vida tantas veces solo atenta a banalidades que no llenan el corazón, ¡y del afán de tener y de aparentar hasta la cobardía y el desprecio de los más pobres!
Enséñanos, Cristo Jesús, a convencernos de la ventaja de una vida virtuosa, anclada en los valores reales, no aparentes. Te necesitamos; no nos dejes; ten piedad de tu Pueblo, de la humanidad siempre necesitada de Ti, Verbo Eterno.
+Braulio, Arzobispo de Toledo. Primado de España

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