Puede parecernos un eslabón más de la cadena de nuestra vida. Y, en realidad así suele considerarse generalmente. Pero, cuando el comienzo de un nuevo curso es contemplado con ojos de fe, se libra de toda formulación posiblemente alusiva a la rutina de la vida y cobra un relieve especial que nos debe hacer pensar.
El comienzo de un nuevo curso es, en principio, un regalo de Dios que prolonga nuestra vida sin mérito propio y sin que el Señor haya contraído compromiso alguno para ello.
Puede que entre nosotros se considere como normal que la terminación de la vida llegue en la ancianidad. Sin interés alguno de preocupar a nadie sin razón para ello puedo recordar la cantidad de niños, jóvenes y adultos de corta edad que han dejado y dejan constantemente esta vida sin especiales anuncios de muerte y sin remedios eficaces frente a ella. Esto nos ayuda a pensar que la vida y la muerte están en manos de Dios. La lógica de la fe no nos permite pensar que la suerte está de parte de quienes viven más años, como si la muerte fuera un final desgraciado que trunca nuestra condición natural. Si la vida y la muerte están en manos de Dios, ambas constituyen un regalo que Él nos hace a cada uno cuando, llevado del amor infinito que nos tiene, considera que es el momento más oportuno para nuestro bien. Tanto el cielo como la tierra son un regalo suyo. La vida en la tierra y toda la belleza que se encierra en la naturaleza y en tantas obras de la ciencia y de la creación artística de la humanidad, están ordenadas a que descubramos la grandeza y la magnanimidad divina manifestada en la creación y en las capacidades con que Dios nos ha dotado al crearnos. Todo ello lo ha puesto el Señor a nuestro alcance para que nos sirvamos de ella con respeto y seamos capaces de construir nuestra vida como un himno de gratitud y alabanza a Dios, y como un tiempo de progreso y de santificación amando a Dios y al prójimo.
Así mirada la sucesión de los cursos y de los años, descubrimos o actualizamos en cada ocasión cual debe ser la actitud cristiana al comenzar las distintas etapas que van señalando el transcurso de nuestra vida. Por tanto, nuestra postura al comenzar un año nuevo, al iniciar un nuevo curso, al cumplir un año más de nuestra vida, o al celebrar cualquier efemérides que constituye un hito en nuestra existencia terrena o en el desarrollo de la propia vocación, debe ir acompañada de una sentida acción de gracias a Dios, del reconocimiento de nuestras deficiencias en el tiempo anterior, y de un sencillo y sincero propósito de aprovechar mejor la gracia que Dios nos concede. Y, sobre todo, en cada una de estas ocasiones, debemos dar gracias al Señor porque cuida de nosotros aún cuando no nos demos cuenta suficiente de ello.
El curso que ahora comienza ha de ser mirado desde la fe cristiana con el optimismo y la esperanza que nacen de saber que Dios nos está amando, que Dios nos está regalando lo que nosotros jamás podríamos conseguir con nuestro esfuerzo, que Dios quiere algo concreto de nosotros para nuestro bien y para el bien de quienes no rodean, que Dios nos está ayudando para hacer bien lo que Él espera de nosotros. Más todavía: al comenzar una nueva etapa de nuestra vida por la magnanimidad divina, el Señor nos está llamando a ser, en medio del mundo en que nos movemos, verdaderos apóstoles de la bondad y de la misericordia de Dios manifestada en Jesucristo.
Si consideramos así las cosas, que es el modo cristiano de considerarlas, nos encontramos constantemente con un apasionante programa cuya realización debe llenar nuestros día y nuestras horas, nuestros planes y nuestros más generosos deseos y, en definitiva, nuestra vida misma.
Ser capaces de entender y valorar todo esto es también un regalo de Dios, puesto que un regalo suyo es la fe que nos permite ver así la realidad de nuestra vida. Demos, pues, gracias a Dios y ayudemos a que los demás perciban en los aconteceres cotidianos la huella del amor divino por el cual vinimos a la vida, por el cual somos capaces de vivirla, y por el cual toda nuestra existencia es camino hacia la felicidad eterna.
Santiago García Aracil. Arzobispo de Mérida-Badajoz

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