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15 de septiembre. «Beatae Mariae Virginis perdolentis»

15 de septiembre. «Beatae Mariae Virginis perdolentis»

La bienaventurada Virgen María dolorosísima

NVulgata 1 Ps EBibJer2ed (en)

Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa

(1/2) San Juan Pablo II, Ángelus 15-9-1991 (es it):

«1. “Stabat Mater dolorosa…”, “la Madre doliente estaba / junto a la cruz y lloraba / mientras el Hijo pendía”.

Hoy, 15 de septiembre, en el calendario litúrgico se celebra la memoria de los dolores de la Santísima Virgen María. Esta fiesta fue precedida por la de la Exaltación de la Santa Cruz que celebramos ayer.

¡Qué desconcertante es el misterio de la cruz! Después de haber meditado largamente en él san Pablo escribió a los cristianos de Galacia: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo” (Ga 6, 14).

También la Santísima Virgen podría haber repetido –¡y con mayor verdad!– esas mismas palabras. Contemplando a su Hijo moribundo en el Calvario había comprendido que la “gloria” de su maternidad divina alcanzaba en aquel momento su ápice, participando directamente en la obra de la redención. Además, había comprendido que a partir de aquel momento el dolor humano, hecho suyo por el Hijo crucificado, adquiría un valor inestimable.

  1. Hoy, por tanto, la Virgen Dolorosa, firme junto a la cruz, con la elocuencia muda del ejemplo, nos habla del significado del sufrimiento en el plan divino de la redención.

Ella fue la primera que supo y quiso participar en el misterio salvífico “asociándose con entrañas de Madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que ella misma había engendrado” (Lumen gentium 58). Íntimamente enriquecida por esta experiencia inefable, se acerca a quien sufre, lo toma de la mano y lo invita a subir con ella al Calvario y a detenerse ante el Crucificado.

En aquel cuerpo martirizado está la única respuesta convincente para las preguntas que se elevan imperiosamente desde el corazón. Y con la respuesta se recibe también la fuerza necesaria para desempeñar el propio papel en la lucha que –como escribí en la carta apostólica Salvifici doloris (de es fr hu en it lt pt)– oponen las fuerzas del bien a las del mal (cf n. 27). Y añadí: “Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo, y pueden compartir este tesoro con los demás” (ib.).

  1. Pidamos a la Madre Dolorosa que alimente en nosotros la firmeza de la fe y el ardor de la caridad, de forma que llevemos con valor nuestra cruz cada día (cf Lc 9, 23) y así participemos eficazmente en la obra de la redención.

“Fac ut ardeat cor meum”, “haz que, amando a Cristo, se inflame mi corazón, para que pueda agradarle” Amén».

(2/2) Benedicto XVI, Homilía en la basílica de Nuestra Señora del Rosario, Lourdes 15-9-2008 (de es fr en it pl pt):

«Queridos hermanos y hermanas: Ayer celebramos la Cruz de Cristo, instrumento de nuestra salvación, que nos revela en toda su plenitud la misericordia de nuestro Dios. En efecto, la Cruz es donde se manifiesta de manera perfecta la compasión de Dios con nuestro mundo. Hoy, al celebrar la memoria de la Madre dolorosa, contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Como afirma san Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión (cf Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción). Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su Corazón de Madre sería traspasado (cf Lc 2, 35) por el suplicio infligido al Inocente nacido de su carne.

Igual que Jesús lloró (cf Jn 11, 35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a ella a la perfección (cf Hb 2, 10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf Jn 19, 30): convertirse en la Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27).

María está hoy en el gozo y la gloria de la Resurrección. Las lágrimas que derramó al pie de la Cruz se han transformado en una sonrisa que ya nada podrá extinguir, permaneciendo intacta, sin embargo, su compasión maternal por nosotros. Lo atestigua la intervención benéfica de la Virgen María en el curso de la historia y no cesa de suscitar una inquebrantable confianza en ella; la oración “Acordaos, oh piadosísima Virgen María”, expresa bien este sentimiento. María ama a cada uno de sus hijos, prestando una atención particular a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el dolor; los ama simplemente porque son sus hijos, según la voluntad de Cristo en la Cruz.

El salmista, vislumbrando de lejos este vínculo maternal que une a la Madre de Cristo con el pueblo creyente, profetiza a propósito de la Virgen María que “los más ricos del pueblo buscan tu sonrisa” (Sal 44, 13). De este modo, movidos por la Palabra inspirada de la Escritura, los cristianos han buscado siempre la sonrisa de Nuestra Señora, esa sonrisa que los artistas en la Edad Media han sabido representar y resaltar tan prodigiosamente. Este sonreír de María es para todos; pero se dirige muy especialmente a quienes sufren, para que encuentren en ella consuelo y sosiego. Buscar la sonrisa de María no es sentimentalismo devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa de la relación viva y profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado como Madre.

Desear contemplar la sonrisa de la Virgen no es dejarse llevar por una imaginación descontrolada. La Escritura misma nos la desvela en los labios de María cuando entona el Magnificat: “Engrandece mi alma al Señor, y exultó mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1, 46-47). Cuando la Virgen María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María, anticipadamente, comparte con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive su Corazón, para que se convierta también en la nuestra. Cada vez que se recita el Magnificat nos hace testigos de su sonrisa (…). En la sonrisa que nos dirige la más destacada de todas las criaturas, se refleja nuestra dignidad de hijos de Dios, la dignidad que nunca abandona a quienes están enfermos. Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable.

Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento.

La Carta a los Hebreos dice de Cristo que él no solo “no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros” (cf Hb 4, 15). Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo a la hora que Dios quiera».

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