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Santísima Trinidad-B (31-5-2015)

Santísima Trinidad-B

NVulgata 1 Ps 2 EConcordia y ©atena Aurea (en)

(1/5) San Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de San Lino 25-5-1997 (es en it pt):

«1. “Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo: el Dios que es, que era y que viene” (Aclamación del Aleluya. Ap 1, 8).

La Iglesia repite sin cesar esta aclamación a la santísima Trinidad. En efecto, la oración cristiana comienza con el signo de la cruz: “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, y concluye a menudo con la doxología trinitaria: “Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por todos los siglos de los siglos”.

La comunidad de los creyentes eleva cada día una ininterrumpida aclamación trinitaria, pero hoy, primer domingo después de Pentecostés, celebramos de modo especial este gran misterio de la fe.

Gloria tibi, Trinitas, aequalis, una Deitas, et ante omnia saecula et nunc et in perpetuum! “Gloria a ti, Trinidad, en la igualdad de las Personas, único Dios, antes de todos los siglos, ahora y por siempre” (Primeras Vísperas de la solemnidad de la santísima Trinidad).

En esta fórmula litúrgica contemplamos el misterio de la unidad inefable y de la inescrutable Trinidad de Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es lo que profesamos en el Credo apostólico: “Creo en un solo Dios… Creo en un solo Señor, Jesucristo… Por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de María, la Virgen, y se hizo hombre”.

El Credo niceno-constantinopolitano prosigue: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.

Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Este es el Dios de nuestra fe: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

  1. La liturgia de la Palabra nos invita a profundizar nuestra fe trinitaria. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, hemos escuchado las palabras de Moisés, que nos recuerdan cómo Dios se eligió un pueblo y se manifestó a él de modo especial. El concilio Vaticano II, después de afirmar que el hombre, por la creación, puede llegar a conocer a Dios como Ser primero y absoluto, anota que Dios mismo se reveló a la humanidad en primer lugar a través de mediadores y luego por medio de su Hijo (cf Dei Verbum, 3-4). El Dios que hoy confesamos es el Dios de la Revelación y creemos todo lo que él ha querido revelar de sí mismo.

Las lecturas bíblicas de este domingo ponen de relieve que Dios vino a hablar de sí mismo al hombre, revelándole quién es. Y eligió a Israel como destinatario de su manifestación. Dijo al pueblo escogido: “Pregunta… a los tiempos antiguos que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás… algún pueblo que haya oído, como tú has oído, la voz del Dios vivo, hablando desde el fuego, y haya sobrevivido?” (Dt 4, 32-33).

Con estas palabras Moisés quiere aludir a la manifestación de Dios en el monte Sinaí y a la entrega de los diez mandamientos, así como a su experiencia personal en el monte Horeb. En esa ocasión Dios le había hablado desde la zarza ardiente, encomendándole la misión de liberar a Israel de la esclavitud de Egipto y le había revelado su propio nombre: “Yahveh” – “Yo soy el que soy” (cf Ex 3, 1-14).

  1. Estos textos bíblicos nos sirven de guía en un camino de profundización del misterio trinitario que lleva desde Moisés hasta Cristo. El evangelista san Mateo refiere que, antes de subir al cielo, el Resucitado dijo a los discípulos: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 18-19).

El misterio manifestado a Moisés desde la zarza ardiente es revelado plenamente en Cristo en su aspecto trinitario. En efecto, por medio de él descubrimos la unidad de la divinidad, la trinidad de las Personas. Misterio del Dios vivo, misterio de la vida de Dios. Jesús es profeta de este misterio. Él se ofreció a sí mismo en sacrificio sobre el altar de este inmenso misterio de amor (…).

  1. “Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!” (Rm 8, 15).

San Pablo, con estas palabras, pone de manifiesto que la Iglesia apostólica anuncia a la santísima Trinidad. Dios se revela como dador de vida por medio de Cristo, único Mediador.

Creemos en el Hijo de Dios, que trajo la vida divina como fuego, para que se encendiera sobre la tierra. Creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y dador de vida. Por obra del Espíritu Santo los creyentes son constituidos hijos en el Hijo, como escribe san Juan en el Prólogo de su evangelio (cf Jn 1, 13). Los hombres, engendrados por el Espíritu, se dirigen a Dios con las mismas palabras de Cristo, llamándolo: “¡Abba, Padre!”.

Por el bautismo hemos sido injertados en la comunión trinitaria. Todo cristiano es bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; es inmerso en la vida de Dios. ¡Qué gran don y gran misterio!

Con mucha razón, por consiguiente, la Iglesia canta con profunda gratitud en el Te Deum su fe en la Trinidad: “Sanctus, sanctus, sanctus, Dominus Deus sabaoth. Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria. Te aclama el coro de los Apóstoles y el blanco ejército de los mártires; la santa Iglesia proclama tu gloria, adora a tu único Hijo, y al Espíritu Santo Paráclito”. Amén».

(2/5) San Juan Pablo II, Ángelus 25-5-1997 (es en it pt): «1. La solemnidad litúrgica de hoy nos invita a contemplar el misterio de la santísima Trinidad, un misterio inaccesible a nuestra inteligencia, pero que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, nos reveló. “A Dios –dice el evangelista Juan– nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado” (Jn 1, 18).

La Trinidad, que el cristianismo confiesa, de ninguna manera va en detrimento de la unidad de Dios. El único Dios no se nos presenta como un Dios “solitario”, sino como un Dios-comunión. La primera carta de san Juan expresa de forma admirable su misterio, cuando dice: “Dios es amor” (1Jn 4, 8). Sí, Dios no solo ama, sino que, además, amar es su misma esencia. Todos estamos llamados a hacer una experiencia viva de este inefable misterio de amor. “Si alguno me ama –nos ha asegurado Jesús–, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23).

  1. Nuestro pensamiento pasa del amor trinitario al misterio de amor que se manifiesta en la santa Eucaristía. Hoy comienza en Wroclaw (Polonia) el 46 Congreso eucarístico internacional, que yo mismo tendré la alegría de concluir el próximo domingo. En la Eucaristía se halla la síntesis y la cima del cristianismo. Bajo las especies del pan y del vino consagrados, Cristo sigue viviendo entre los suyos, hace constantemente presente el sacrificio del Gólgota y se convierte en alimento y fuerza de su pueblo.

El misterio eucarístico, en la línea de la Encarnación redentora, atañe directamente solo a Cristo, pero en él está implicada toda la Trinidad. En efecto, la presencia eucarística se realiza con la fuerza del Espíritu Santo y todo se lleva a cabo ante el rostro del Padre, que en el pan eucarístico sigue dándonos a su Hijo unigénito, el cual le ofrece el sacrificio de alabanza, en nombre de toda la creación.

  1. ¡Misterio de la fe! Pidamos a la santísima Virgen que nos ayude a penetrar cada vez más en el misterio de la Eucaristía y en el misterio de la santísima Trinidad.

         Que María, “Sanctae Trinitatis domicilium”, morada de la santísima Trinidad (San Proclo de Constantinopla, Oratio VI, 17), nos lleve a captar en los acontecimientos del mundo los signos de la presencia de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos obtenga la gracia de amar a Cristo con todo nuestro corazón, para caminar hacia la visión de la Trinidad, meta maravillosa a la que tiende toda nuestra vida».

         (3/5) Benedicto XVI, Ángelus 15-6-2003 (de es fr en it pt): «Este domingo, que sigue al de Pentecostés, celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. La unidad y la trinidad de Dios es el primer misterio de la fe católica. Llegamos a él al final de todo el camino de la revelación, que se realizó en Jesús: en su encarnación, pasión, muerte y resurrección. Desde la cumbre de la “santa montaña” que es Cristo, se contempla el horizonte primero y último del universo y de la historia: el amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

         Dios no es soledad, sino comunión perfecta. Porque Dios es comunión toda la humanidad está llamada a formar una única y gran familia, en la que se encuentran las diversas razas y culturas y se enriquecen recíprocamente (cf Hc 17, 26)».

         (4/5) Benedicto XVI, Ángelus 11-6-2006 (de hr es fr en it pt): «En este domingo, que sigue a Pentecostés, celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. Gracias al Espíritu Santo, que ayuda a comprender las palabras de Jesús y guía a la verdad completa (cf Jn 14, 26; 16, 13), los creyentes pueden conocer, por decirlo así, la intimidad de Dios mismo, descubriendo que él no es soledad infinita, sino comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, como dice san Agustín, Amante, Amado y Amor.

En este mundo nadie puede ver a Dios, pero él mismo se dio a conocer de modo que, con el apóstol san Juan, podemos afirmar: “Dios es amor” (1Jn 4, 8. 16), “hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él” (1Jn 4, 16). Quien se encuentra con Cristo y entra en una relación de amistad con él, acoge en su alma la misma comunión trinitaria, según la promesa de Jesús a los discípulos: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23).

         Todo el universo, para quien tiene fe, habla de Dios uno y trino. Desde los espacios interestelares hasta las partículas microscópicas, todo lo que existe remite a un Ser que se comunica en la multiplicidad y variedad de los elementos, como en una inmensa sinfonía. Todos los seres están ordenados según un dinamismo armonioso, que analógicamente podemos llamar “amor”. Pero solo en la persona humana, libre y racional, este dinamismo llega a ser espiritual, llega a ser amor responsable, como respuesta a Dios y al prójimo en una entrega sincera de sí. En este amor, el ser humano encuentra su verdad y su felicidad. Entre las diversas analogías del misterio inefable de Dios uno y trino que los creyentes pueden vislumbrar, quisiera citar la de la familia, la cual está llamada a ser una comunidad de amor y de vida, en la que la diversidad debe contribuir a formar una “parábola de comunión”.

         Obra maestra de la santísima Trinidad, entre todas las criaturas, es la Virgen María: en su corazón humilde y lleno de fe Dios se preparó una morada digna para realizar el misterio de la salvación. El Amor divino encontró en ella una correspondencia perfecta, y en su seno el Hijo unigénito se hizo hombre. Con confianza filial dirijámonos a María, para que, con su ayuda, progresemos en el amor y hagamos de nuestra vida un canto de alabanza al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo (…).

         Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española (…). Que el amor de Dios, manifestado en el misterio de la santísima Trinidad, os impulse a dar en todo momento un testimonio coherente de caridad. ¡Feliz domingo!».

         (5/5) Benedicto XVI, Ángelus 7-6-2009 (de hr es fr en it pt): «Después del tiempo pascual, que culmina en la fiesta de Pentecostés, la liturgia prevé estas tres solemnidades del Señor: hoy, la Santísima Trinidad; el jueves próximo, el Corpus Christi, que en muchos países, entre ellos Italia, se celebrará el domingo próximo; y, por último, el viernes sucesivo, la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Cada una de estas celebraciones litúrgicas subraya una perspectiva desde la que se abarca todo el misterio de la fe cristiana; es decir, respectivamente, la realidad de Dios uno y trino, el sacramento de la Eucaristía y el centro divino-humano de la Persona de Cristo. En verdad, son aspectos del único misterio de salvación, que en cierto sentido resumen todo el itinerario de la revelación de Jesús, desde la encarnación, la muerte y la resurrección hasta la ascensión y el don del Espíritu Santo.

         Hoy contemplamos la Santísima Trinidad tal como nos la dio a conocer Jesús. Él nos reveló que Dios es amor “no en la unidad de una sola persona, sino en la trinidad de una sola sustancia” (Prefacio): es Creador y Padre misericordioso; es Hijo unigénito, eterna Sabiduría encarnada, muerto y resucitado por nosotros; y, por último, es Espíritu Santo, que lo mueve todo, el cosmos y la historia, hacia la plena recapitulación final. Tres Personas que son un solo Dios, porque el Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu es amor. Dios es todo amor y solo amor, amor purísimo, infinito y eterno. No vive en una espléndida soledad, sino que más bien es fuente inagotable de vida que se entrega y comunica incesantemente.

         Lo podemos intuir, en cierto modo, observando tanto el macro-universo –nuestra tierra, los planetas, las estrellas, las galaxias– como el micro-universo –las células, los átomos, las partículas elementales–. En todo lo que existe está grabado, en cierto sentido, el “nombre” de la Santísima Trinidad, porque todo el ser, hasta sus últimas partículas, es ser en relación, y así se trasluce el Dios-relación, se trasluce en última instancia el Amor creador. Todo proviene del amor, tiende al amor y se mueve impulsado por el amor, naturalmente con grados diversos de conciencia y libertad.

         “¡Señor Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal 8, 2), exclama el salmista. Hablando del “nombre”, la Biblia indica a Dios mismo, su identidad más verdadera, identidad que resplandece en toda la creación, donde cada ser, por el mismo hecho de existir y por el “tejido” del que está hecho, hace referencia a un Principio trascendente, a la Vida eterna e infinita que se entrega; en una palabra, al Amor. “En él –dijo san Pablo en el Areópago de Atenas– vivimos, nos movemos y existimos” (Hc 17, 28).

         La prueba más fuerte de que hemos sido creados a imagen de la Trinidad es esta: solo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados. Utilizando una analogía sugerida por la biología, diríamos que el ser humano lleva en su “genoma” la huella profunda de la Trinidad, de Dios-Amor.

         La Virgen María, con su dócil humildad, se convirtió en esclava del Amor divino: aceptó la voluntad del Padre y concibió al Hijo por obra del Espíritu Santo. En ella el Omnipotente se construyó un templo digno de él, e hizo de ella el modelo y la imagen de la Iglesia, misterio y casa de comunión para todos los hombres. Que María, espejo de la Santísima Trinidad, nos ayude a crecer en la fe en el misterio trinitario (…).

         Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española (…). Os invito a proclamar nuestra fe en Dios Padre, que ha enviado al mundo a su Hijo, camino, verdad y vida, y al Espíritu de la santificación, para revelar a los hombres su inmenso amor y rescatarlos del pecado y de la muerte. ¡Feliz domingo!».

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