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Santa Teresa de Jesús-Las Moradas. Moradas terceras-Capítulo 1. Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.

Texto preparado por Fray Gregorio

MORADAS TERCERAS

Capítulo 1

Trata de la poca seguridad que podemos tener mientras se vive en este destierro, aunque el estado sea subido, y cómo conviene andar con temor. Hay algunos buenos puntos.

1. A los que por la misericordia de Dios han vencido estos combates, y con la perseverancia entrado a las terceras moradas, ¿qué les diremos sino bienaventurado el varón que teme al Señor? (1)[1] No ha sido poco hacer Su Majestad que entienda yo ahora qué quiere decir el romance de este verso a este tiempo, según soy torpe en este caso. Por cierto, con razón le llamaremos bienaventurado, pues si no torna atrás, a lo que podemos entender lleva camino seguro de su salvación (2)[2]. Aquí veréis, hermanas, lo que importa vencer las batallas pasadas; porque tengo por cierto que nunca deja el Señor de ponerle en seguridad de conciencia, que no es poco bien. Digo en seguridad, y dije mal, que no la hay en esta vida, y por eso siempre entended que digo «si no torna a dejar el camino comenzado».

 

2. Harto gran miseria es vivir en vida que siempre hemos de andar como los que tienen los enemigos a la puerta, que ni pueden dormir ni comer sin armas, y siempre con sobresalto si por alguna parte pueden desportillar esta fortaleza. ¡Oh Señor mío y bien mío!, ¿cómo queréis que se desee vida tan miserable, que no es posible dejar de querer y pedir nos saquéis de ella si no es con esperanza de perderla por Vos o gastarla muy de veras en vuestro servicio, y sobre todo entender que es vuestra voluntad? Si lo es, Dios mío, muramos con Vos, como dijo Santo Tomás (3)[3], que no es otra cosa sino morir muchas veces vivir sin Vos y con estos temores de que puede ser posible perderos para siempre. Por eso digo, hijas, que la bienaventuranza que hemos de pedir es estar ya en seguridad con los bienaventurados; que con estos temores, ¿qué contento puede tener quien todo su contento es contentar a Dios? Y considerad que éste, y muy mayor, tenían algunos santos que cayeron en graves pecados; y no tenemos seguro que nos dará Dios la mano para salir de ellos y hacer la penitencia que ellos (entiéndese del auxilio particular) (4)[4].

 

3. Por cierto, hijas mías, que estoy con tanto temor escribiendo esto, que no sé cómo lo escribo ni cómo vivo cuando se me acuerda, que es muy muchas veces. Pedidle, hijas mías, que viva Su Majestad en mí siempre; porque si no es así, ¿qué seguridad puede tener una vida tan mal gastada como la mía? Y no os pese de entender que esto es así, como algunas veces lo he visto en vosotras cuando os lo digo, y procede de que quisierais que hubiera sido muy santa, y tenéis razón: también lo quisiera yo; mas ¡qué tengo de hacer si lo perdí por sola mi culpa! Que no me quejaré de Dios que dejó (5)[5] de darme bastantes ayudas para que se cumplieran vuestros deseos; que no puedo decir esto sin lágrimas y gran confusión de ver que escriba yo cosa para las que me pueden enseñar a mí. ¡Recia obediencia ha sido! Plega al Señor que, pues se hace por él, sea para que os aprovechéis de algo porque le pidáis perdone a esta miserable atrevida. Mas bien sabe Su Majestad que solo puedo presumir de su misericordia, y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio, sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, Madre suya, cuyo hábito indignamente traigo y traéis vosotras. Alabadle, hijas mías, que lo sois de esta Señora verdaderamente; y así no tenéis para qué os afrentar de que sea yo ruin, pues tenéis tan buena madre. Imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora y el bien de tenerla por patrona (6)[6], pues no han bastado mis pecados y ser la que soy para deslustrar en nada esta sagrada Orden.

 

4. Mas una cosa os aviso: que no por ser tal y tener tal madre estéis seguras, que muy santo era David, y ya veis lo que fue Salomón (7)[7]; ni hagáis caso del encerramiento y penitencia en que vivís, ni os asegure el tratar siempre de Dios y ejercitaros en la oración tan continuo y estar tan retiradas de las cosas del mundo y tenerlas a vuestro parecer aborrecidas. Bueno es todo esto, mas no basta –como he dicho– para que dejemos de temer; y así continuad este verso y traedle en la memoria muchas veces: Beatus vir, qui timet Dominum (8)[8].

 

5. Ya no sé lo que decía, que me he divertido (9)[9] mucho y, en acordándome de mí, se me quiebran las alas para decir cosa buena; y así lo quiero dejar por ahora.

 

Tornando a lo que os comencé (10)[10] a decir de las almas que han entrado a las terceras moradas, que no las ha hecho el Señor pequeña merced en que hayan pasado las primeras dificultades, sino muy grande. De éstas, por la bondad del Señor, creo hay muchas en el mundo: son muy deseosas de no ofender a Su Majestad, aun de los pecados veniales se guardan (11)[11], y de hacer penitencia amigas, sus horas de recogimiento, gastan bien el tiempo, ejercítanse en obras de caridad con los prójimos, muy concertadas en su hablar y vestir y gobierno de casa, los que las tienen. Cierto, estado para desear y que, al parecer, no hay por qué se les niegue la entrada hasta la postrera morada ni se la negará el Señor, si ellos quieren, que linda disposición es para que les haga toda merced.

 

6. ¡Oh Jesús!, ¿y quién dirá que no quiere un tan gran bien, habiendo ya en especial pasado por lo más trabajoso? No, ninguna. Todas decimos que lo queremos; mas como aun es menester más para que del todo posea el Señor el alma, no basta decirlo, como no bastó al mancebo cuando le dijo el Señor que si quería ser perfecto (12)[12]. Desde que comencé a hablar en estas moradas le traigo delante; porque somos así al pie de la letra, y lo más ordinario vienen de aquí las grandes sequedades en la oración, aunque también hay otras causas; y dejo unos trabajos interiores que tienen muchas almas buenas, intolerables y muy sin culpa suya, de los cuales siempre las saca el Señor con mucha ganancia, y de las que tienen melancolía (13)[13] y otras enfermedades. En fin, en todas las cosas hemos de dejar aparte los juicios de Dios. De lo que yo tengo para mí que es lo más ordinario es lo que he dicho (14)[14]; porque como estas almas se ven que por ninguna cosa harían un pecado, y muchas que aun venial de advertencia no le harían, y que gastan bien su vida y su hacienda, no pueden poner a paciencia que se les cierre la puerta para entrar adonde está nuestro Rey, por cuyos vasallos se tienen y lo son. Mas aunque acá tenga muchos el rey de la tierra, no entran todos hasta su cámara. Entrad, entrad, hijas mías, en lo interior; pasad adelante de vuestras obrillas, que por ser (15)[15] cristianas debéis todo eso y mucho más y os basta que seáis vasallas de Dios; no queráis tanto, que os quedéis sin nada. Mirad los santos que entraron a la cámara de este Rey, y veréis la diferencia que hay de ellos a nosotras. No pidáis lo que no tenéis merecido, ni había de llegar a nuestro pensamiento que por mucho que sirvamos lo hemos de merecer los que hemos ofendido a Dios.

 

7. ¡Oh humildad, humildad! No sé qué tentación me tengo en este caso que no puedo acabar de creer a quien tanto caso hace de estas sequedades, sino que es un poco de falta de ella. Digo que dejo los trabajos grandes interiores que he dicho (16)[16], que aquellos son mucho más que falta de devoción. Probémonos a nosotras mismas, hermanas mías, o pruébenos el Señor, que lo sabe bien hacer, aunque muchas veces no queremos entenderlo; y vengamos a estas almas tan concertadas, veamos qué hacen por Dios y luego veremos cómo no tenemos razón de quejarnos de Su Majestad. Porque si le volvemos las espaldas y nos vamos tristes, como el mancebo del Evangelio (17)[17], cuando nos dice lo que hemos de hacer para ser perfectos, ¿qué queréis que haga Su Majestad, que ha de dar el premio conforme al amor que le tenemos? Y este amor, hijas, no ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras; y no penséis que ha menester nuestras obras, sino la determinación de nuestra voluntad (18)[18].

 

8. Parecernos ha que las que tenemos hábito de religión y le tomamos de nuestra voluntad y dejamos todas las cosas del mundo y lo que teníamos por él (aunque sea las redes de San Pedro (19)[19], que harto le parece que da quien da lo que tiene), que ya está todo hecho. Harto buena disposición es, si persevera en aquello y no se torna a meter en las sabandijas de las primeras piezas, aunque sea con el deseo; que no hay duda sino que si persevera en esta desnudez y dejamiento de todo, que alcanzará lo que pretende. Mas ha de ser con condición, y mirad que os aviso de esto, que se tenga por siervo sin provecho –como dice San Pablo, o Cristo– (20)[20] y crea que no ha obligado a Nuestro Señor para que le haga semejantes mercedes; antes, como quien más ha recibido, queda más adeudado (21)[21]. ¿Qué podemos hacer por un Dios tan generoso que murió por nosotros y nos crio y da ser, que no nos tengamos por venturosos en que se vaya desquitando algo de lo que le debemos, por lo que nos ha servido (de mala gana dije esta palabra, mas ello es así que no hizo otra cosa todo lo que vivió en el mundo), sin que le pidamos mercedes de nuevo y regalos?

 

9. Mirad mucho, hijas, algunas cosas que aquí van apuntadas, aunque arrebujadas, que no lo sé más declarar. El Señor os lo dará a entender, para que saquéis de las sequedades humildad y no inquietud, que es lo que pretende el demonio; y creed que adonde la hay de veras, que, aunque nunca dé Dios regalos, dará una paz y conformidad con que anden más contentas que otros con regalos; que muchas veces –como habéis leído– (22)[22] los da la divina Majestad a los más flacos; aunque creo de ellos que no los trocarían por las fortalezas de los que andan con sequedad. Somos amigos de contentos más que de cruz. Pruébanos, tú, Señor (23)[23], que sabes las verdades, para que nos conozcamos.

 

 

COMENTARIO

 

Travesía de un período de prueba. El hombre de las terceras moradas tiene que pasar «la prueba del amor», liberadora de egoísmos y espejismos narcisis?tas en la vida espiritual. Fijación de un programa de vida espiritual y de oración. Estabilidad en él. Brotes de celo apostólico. Pero sobrevienen la aridez y las fases de impotencia como estados de prueba. «Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades».

 

Desde la motivación bíblica: el cristiano de las ter?ceras moradas tiene que someterse a misteriosos controles de autenticidad: como el joven rico del Evangelio; como el apóstol Tomás («muramos por vos…»); en riesgo permanente, hasta sentirse personificado en las dos figuras paradigmáticas de David y Salomón: uno, que supera el riesgo de la caída; el otro, que sucumbe a ella.

 

Como el joven del Evangelio

 

Un paso más, castillo adentro…, y se llega a las terceras moradas. Al lector le espera una mediana sorpresa. Hasta aquí, el proceso de internada en el «castillo del alma» ha sido lineal. El paso primero consistió en «entrar». Entrar en las moradas primeras equivale a «comen?zar»; ser de verdad lo que uno es en lo hondo de sí mismo, y desde ahí poner en marcha un proceso de vida y de relación con Dios y con los otros.

 

En el castillo se lucha: es la segunda jornada del proceso. Para ser y vivir, hay que esforzarse y batallar. Ahora, al pasar de las segundas a las terceras moradas, el lector se espera que a la lucha siga la victoria y la paz. No va a ser así. Teresa le va a hablar, todavía, de una jornada de ascesis, vigilancia y esfuerzo. Le va a hablar de la prueba del amor, de los riesgos de espejismo y narcisismo, del paso por una especie de adolescencia del espíritu.

 

También Teresa hizo esa jornada: vocación de sus terceras moradas

 

Cuando Teresa escribe estas páginas del Castillo interior, ha reba?sado ya los 60 años de edad. Desde esa altura, le resulta imposible hablar de esa zona del castillo –moradas terceras– sin evocar su paso por ellas. Recuerdo agridulce. Sin añoranza. Con rebordes doloridos, porque en la vida de Teresa esa jornada ocupa una franja demasiado prolongada, llena de vaivenes e incertidumbres. Fue la década de sus años treinta, iniciada probablemente a raíz de la muerte de don Alon?so, su padre, cuando ella entraba en los 29 de edad.

 

La muerte de don Alonso la hace regresar, una vez más, a «la ver?dad de cuando niña»: que «todo pasa», que «todo es nada»… Recupera sus ideales, su tabla de salvación que es la oración, su determinada determinación de vivir en serio la consagración religiosa, de ser cohe?rente consigo misma y con la voz misteriosa que la llama desde dentro.

 

Pero en ese período, todo en Teresa es tan frágil, tan quebradizo. Hace y deshace. Lucha y sucumbe. «Quisiera yo –escribió en el Libro de la Vida– saber figurar la cautividad que en estos tiempos traía mi alma, porque bien entendía que estaba cautiva, y no acababa de entender en qué… Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a sí, y yo dejádole» (Vida 8, 11-12).

 

El mismo estremecimiento se apodera de su alma y de su pluma al abordar ahora el tema de las moradas terceras: «Por cierto, hijas mías, que estoy con tanto temor escribiendo esto, que no sé cómo lo escribo ni cómo vivo cuando se me acuerda… Pedidle, hijas mías, que viva Su Majestad en mí siempre, porque si no es así, ¿qué seguridad puede tener una vida tan mal gastada como la mía?… Bien sabe Su Majestad que solo puedo presumir de su misericordia, y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio sino llegar?me a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, Madre suya…» (n. 3).

 

Ese recuerdo autobiográfico de sus terceras moradas servirá de trasfondo a la exposición que hará ella ahora de esta zona del castillo. De la cantera de su experiencia recabará materiales para «codificar» esta jornada del proceso espiritual. Teresa está convencida de que, en el fondo, todos tendremos que hacer la travesía de una experiencia similar a la suya. Experiencia agridulce de la propia fragilidad. Con alter?nativas de autosuficiencia y de incoherencia. De espejismos y humilla?ciones. De firmes determinaciones y de dudas envolventes y totales. Experiencia de la propia inseguridad radical. Y necesidad de descubrir la misericordia amorosa de Dios como única tabla de salvación.

 

Esa evocación dolorida de la propia historia (números 2 y 3) será como un fluido que impregne de autenticidad y realismo toda la expo?sición de estas terceras moradas del Castillo.

 

Dos tipos bíblicos

 

Para perfilar la semblanza del inquilino ideal de estas moradas, Teresa recurre espontáneamente a dos personificaciones bíblicas. Una la elabora ella misma desde la poesía de un salmo sapiencial. La otra la toma directamente del Evangelio. Las utilizará como anverso y reverso de esta jornada del camino espiritual.

 

Teresa comienza las terceras moradas así: «A los que por la mise?ricordia de Dios han vencido estos combates y con la perseverancia entrado en las terceras moradas, ¿qué les diremos sino bienaventurado el varón que teme al Señor?… Con razón le llamaremos bienaven?turado, porque si no torna atrás…. lleva camino seguro de su salva?ción». Es decir, en el cuadro de luces y sombras de las moradas terce?ras, el lado luminoso está plasmado en ese personaje del salmo 112 (111): «Dichoso quien teme al Señor». Dichoso él, mientras se mantiene en el temor del Señor.

 

En el lenguaje bíblico, temor del Señor no es miedo de Dios. Es res?peto y conciencia amorosa de su papel de Dios: teme al Señor quien «ama de corazón sus mandatos» (versículo segundo).

 

El salmo sigue perfilando el rostro de ese «varón dichoso»: «En su casa habrá riquezas y abundancia» (v. 3). «Su corazón está firme en el Señor» (v. 7). «Su corazón está seguro, sin temor» (v. 8). «Reparte limosna a los pobres, su caridad es constante, sin falta» (v. 9), mientras que «la ambición del malvado fracasará» (v. 10).

 

Los rasgos fundamentales retenidos por Teresa en ese tipo bíblico son la seguridad y la bienaventuranza. En el castillo, las moradas ter?ceras son un seguro de vida solo si el morador de ellas deposita toda su confianza en Dios. Educarse en el arte de una ilimitada confianza en él es tarea de esta jornada espiritual. Solo la ilimitada confianza en él podrá salvarnos de la inestabilidad e inseguridad permanente de uno mismo. En realidad, el refugio seguro no es mi propio castillo. Solo Dios es garantía de seguridad para mi inseguridad y mis miedos.

 

El segundo tipo bíblico es el reverso de la medalla. Ya no es una imagen ideal como la del salmo, sino un joven de carne y hueso, muy parecido a la Teresa de los treinta años que acaba de evocar. En la escena evangélica reportada por san Mateo, ese joven viene en busca de Jesús con alma generosa. Todo lo ha hecho bien desde su juventud. La lástima es que lo ha hecho todo, menos lo que le propone Jesús. Y el joven se retira entristecido (Mt 19, 16-22).

 

Sin duda Teresa se ve reflejada en el joven del Evangelio. Ese muchacho, generoso de pronto, y de pronto tacaño, es imagen viva de sus años treinta, cuando ella tantas veces ofrecía al Señor la joya de su voluntad (su amor íntegro) y otras tantas se la retiraba cuando el Señor extendía la mano para tomársela. Ya en el Camino de Perfección había recordado ella ese gesto. Y lo había glosado así: «No son estas burlas para con quien le hicieron tantas por nosotros… Démosle ya de una vez la joya del todo de cuantas acometemos a dársela… Somos francos de presto, y después tan escasos (tan tacaños) que valdría en parte más que nos hubiéramos detenido en el dar» (Camino 32, 8).

 

Sí, el morador de las terceras moradas debe espejarse en el joven del Evangelio. Debe entrenarse en la compleja tarea de la generosidad, de cara a Dios y a los hermanos. No solo ofrecer y ofrecerse («vuestra soy, para vos nací, qué mandáis hacer de mí?»), sino recuperarse de la humillación del fracaso y de las incoherencias de la propia generosi?dad juvenil. Sobre todo, debe entrenarse en algo más difícil: en acep?tar que Dios tome la iniciativa más allá de sus proyectos de generosi?dad. Incluso cuando la iniciativa de él me coja de sorpresa en los acon?tecimientos de la vida, en la intromisión de los demás en lo mío, o en los sucesos que se cruzan de través frente a mi programa espiritual. O cuando él expresamente desborda o desbarata mis esquemas, como al joven del Evangelio.

 

¿Etapa de inmadurez espiritual?

 

Al joven del Evangelio, Mateo en última instancia lo llama «adoles?cente» («neaniskos»): «Al oír a Jesús, el adolescente se marchó entris?tecido, porque poseía una gran fortuna» (Mt 19, 22).

 

Quizá la versión castellana del Evangelio manejada por Teresa se lo presentó con la consabida etiqueta de joven: «El joven rico». Pero en realidad la etapa que ella describe en las terceras moradas corresponde a una especie de «adolescencia del espíritu». Con los típicos rasgos de esa etapa de la vida humana. Los analizará y caracterizará más y mejor en el capítulo siguiente. En este capítulo primero se ceñi?rá a ofrecer los rasgos elementales. Y a inculcar al lector que tome conciencia de su paso por esa zona de su vida espiritual.

 

– Adolescencia del espíritu es ese gesto de arrojo y generosidad pri?maria, como la del apóstol Tomás en la subida a Jerusalén: «Vayamos y muramos con él» (Jn 11, 16), pero que luego se convierte en cerrazón y resistencia frente a Jesús muerto y resucitado.

 

– Adolescencia del espíritu es el ademán de seguridad ficticia, mina?do por la realidad de una inseguridad de fondo, frente a las dificulta?des que necesariamente han de sobrevenir en el camino.

 

– Adolescencia del espíritu es la arrogancia mal disimulada, la fe secreta en la fuerza de uno mismo, la convicción de que en la vida del espíritu –como en la profesional– la iniciativa corresponde a uno mismo, y que Dios y su amor colaboran como segundones. De ahí que… estos tales «no pueden poner a paciencia que se les cierre la puerta para entrar adonde está nuestro Rey, por cuyos vasallos se tienen, y lo son» (n. 6).

 

Y Teresa concluye su capítulo con una doble oración: «¿Qué podemos hacer por un Dios tan generoso que murió por nosotros y nos crio y da ser, que no nos tengamos por venturosos en que se vaya desquitando algo de lo que le debemos, por lo que nos ha servido…?» (n. 8). Y la petición final: «Pruébanos tú, Señor, que sabes las verdades, para que nos conozcamos» (n. 9).

 

Precisamente esta última invocación insinúa el tema que desarro?llará en el capítulo siguiente. Es necesario que el Señor –que sabe nuestras verdades– nos someta a la prueba del amor. Pasar la prueba del amor marcará el paso de frontera a las mora?das cuartas.

 



         [1] Salmo 112 (111), 1. Servirá de lema y modelo al hombre de las terceras moradas. Cf. n. 4.

         [2] Camino seguro de salvación: Por escrúpulo teológico, Gracián tachó seguro y escribió derecho. Todo este capítulo fue salpicado de correcciones por Gracián, temeroso de que la Santa afirmase una certidumbre del estado de gracia, o una seguridad de la propia salvación, contraria a la doctrina del Concilio de Trento y semejante a ciertas teorías de alumbrados y quietistas. Afortunadamente, las tachas de Gracián han dejado el original perfectamente legible. Otro egregio censor del autógrafo, el P. F. Ribera, fue a su vez marginándolo para corregir la plana a Gracián, con acotaciones como éstas: «No se ha de borrar nada de lo de la Santa Madre» (anotación marginal a este pasaje, n. 1). Al fin del n. 2, Gracián enmienda la frase: y no tenemos seguro que nos dará Dios la mano para salir de ellos, en esta forma: «y no tenemos seguro el aver de salir de ellos» y tacha además la simpática anotación marginal de la Santa: entiéndase del auxilio particular: pero sobreviene de nuevo Ribera con el palmetazo: no se borre esto. Es curioso notar que la aclaración del «auxilio particular», de sabor netamente bañeciano, reminiscencia de conversaciones del teólogo salmantino con la Santa, fue respetada íntegramente por fray Luis, en la edición príncipe, incluyéndola dentro del texto (pp. 39-40). Todavía en el n. 4 Gracián corrige la plana a la Santa tachando Salomón, y escribiendo Absalón; y denuevo Ribera interviene: «Ha de decir Salomón, como lo escribió la Madre». Por fin se repite la escaramuza en un delicado pasaje del n. 8: «… lo que nos ha servido [Dios]: de mala gana dije esta palabra, mas ello es así… Gracián enmienda «nos ha servido» en «ha padecido» y tacha el resto. Acto seguido Ribera advierte: «No se borre nada, que está muy bien dicho lo que dice la Santa». – Recuérdese la nota de Ribera en la primera página del autógrafo, y no se olvide que Gracián tuvo especial comisión de la Santa para retocar su autógrafo.

         [3] Jn 11, 16. «Como dijo Santo Tomás», fue añadido por la autora al margen del autógrafo.

         [4] La frase entre paréntesis fue añadida por la Santa al margen del autógrafo.

         [5] Dejó: dejase o haya dejado.

         [6] Madre, Señora, Patrona: son títulos en que se apoya la tradicional piedad mariana del Carmelo. A ellos alude aquí la autora.

         [7] Se refiere a los últimos años de Salomón, seducido por las mujeres y la idolatría: 1Re 11, 1-10; 2Re 23, 13; Ecli 47, 19-21. Repetirá los mismos conceptos en Fund 4, 6-7. Y el «tipismo» de Salomón reaparecerá en 7M 4, 3.

         [8] De nuevo el Salmo 112 (111), 1.

         [9] Me he divertido: en la acepción clásica de «salirse uno del propósito de que va hablando» (Cobarruvias).

         [10] Reanuda el tema del n. 1.

         [11] Fray Luis omitió este inciso (p. 42).

         [12] El mancebo es el joven rico, que se aleja triste» (Mt 19, 16-22).

         [13] Melancolía (a veces escribe: «melencolía», «melenconía». «Humor de melancolía») en el léxico teresiano corresponde a una amplia escala de formas de neurosis depresiva. Cf. c. 7 de las Fundaciones: «De cómo se han de haber con las que tienen melancolía».

         [14] De nuevo alude al episodio del joven rico del Evangelio (n. 6), y a la pretensión de paso franco hasta las séptimas moradas (n. 5 fin).

         [15] Vasallas de Dios: en el simbolismo del «castillo». «Esclavos de Dios» escribirá en 7M 4, 8.

         [16] Lo ha dicho pocas líneas antes, n. 6.

         [17] Mt 19, 22. Este inciso es acotación marginal de la Santa.

         [18] También esta vez Gracián creyó necesario atildar teológicamente esa expresión de la Santa, y corrigió: «No solamente mira a nuestras obras, sino también…».

         [19] Narrado por Mt 19, 27, a continuación del episodio del joven rico.

         [20] Como dice San Pablo, escribió primero; luego añadió entre líneas: «Lo dice San Lucas en el capítulo 17».

         [21] Alusión evangélica a Lc 12, 48.

         [22] Como habéis leído: quizás alude a la lectura comunitaria, sea del Camino de Perfección (por ejemplo, el c. 17, nn. 2 y 7), sea de otros libros espirituales de la época.

         [23] Pruébanos tú, Señor: ya antes había aludido a esa palabra del Salterio (Salmos 25, 2; 138, 23): «Pruébame, Señor, y conoce mi corazón»). Único pasaje del libro que utiliza el tuteo en el diálogo con Dios.

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