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Santa Teresa de Jesús-Las Moradas. Moradas segundas-Capítulo único. Revisión del texto, notas y comentario: Tomás Álvarez, O.C.D.

Texto preparado por Fray Gregorio

MORADAS SEGUNDAS

 Capítulo único

Que trata de lo mucho que importa la perseverancia para llegar a las postreras moradas, y la gran guerra que da el demonio, y cuánto conviene no errar el camino en el principio. Para acertar, da un medio que ha probado ser muy eficaz.

1. Ahora vengamos a hablar cuáles serán las almas que entran a las segundas moradas y qué hacen en ellas. Querría deciros poco, porque lo he dicho en otras partes bien largo (1)[1], y será imposible dejar de tornar a decir otra vez mucho de ello, porque cosa no se me acuerda de lo dicho; que si lo supiera guisar de diferentes maneras, bien sé que no os enfadaríais, como nunca nos cansamos de los libros que tratan de esto, con ser muchos.

2. Es de los que han ya comenzado a tener oración y entendido lo que les importa no se quedar en las primeras moradas, mas no tienen aún determinación para dejar muchas veces de estar en ella (2)[2], porque no dejan las ocasiones, que es harto peligro. Mas harta misericordia es que algún rato procuren huir de las culebras y cosas emponzoñosas, y entender que es bien dejarlas.

Estos, en parte, tienen harto más trabajo que los primeros (3)[3], aunque no tanto peligro, porque ya parece los entienden, y hay gran esperanza de que entrarán más adentro. Digo que tienen más trabajo, porque los primeros son como mudos que no oyen, y así pasan mejor su trabajo de no hablar, lo que no pasarían, sino muy mayor, los que oyesen y no pudiesen hablar. Mas no por eso se desea más lo de los que no oyen, que en fin es gran cosa entender lo que nos dicen. Así éstos entienden los llamamientos que les hace el Señor; porque, como van entrando más cerca de donde está Su Majestad, es muy buen vecino, y tanta su misericordia y bondad, que aun estándonos en nuestros pasatiempos y negocios y contentos y baraterías del mundo (4)[4], y aun cayendo y levantando en pecados (porque estas bestias son tan ponzoñosas y peligrosa su compañía y bulliciosas que por maravilla dejarán de tropezar en ellas para caer), con todo esto, tiene en tanto este Señor nuestro que le queramos y procuremos su compañía, que una vez u otra no nos deja de llamar para que nos acerquemos a él; y es esta voz tan dulce que se deshace la pobre alma en no hacer luego lo que le manda; y así –como digo– es más trabajo que no lo oír.

 

 

 

3. No digo que son estas voces y llamamientos como otras que diré después sino con palabras que oyen a gente buena o sermones o con lo que leen en buenos libros y cosas muchas que habéis oído, por donde llama Dios, o enfermedades, trabajos, y también con una verdad que enseña en aquellos ratos que estamos en la oración; sea cuan flojamente quisiereis, tiénelos Dios en mucho. Y vosotras, hermanas, no tengáis en poco esta primera merced ni os desconsoléis aunque no respondáis luego al Señor, que bien sabe Su Majestad aguardar muchos días y años, en especial cuando ve perseverancia y buenos deseos. Esta es lo más necesario aquí, porque con ella jamás se deja de ganar mucho. Mas es terrible la batería (5)[5] que aquí dan los demonios de mil maneras y con más pena del alma que aun en la pasada (6)[6]; porque acullá estaba muda y sorda, al menos oía muy poco y resistía menos, como quien tiene en parte perdida la esperanza de vencer; aquí está el entendimiento más vivo y las potencias más hábiles: andan los golpes y la artillería de manera que no lo puede el alma dejar de oír. Porque aquí es el representar los demonios estas culebras de las cosas del mundo y el hacer los contentos de él casi eternos, la estima en que está tenido en él, los amigos y parientes, la salud en las cosas de penitencia (que siempre comienza el alma que entra en esta morada a desear hacer alguna), y otras mil maneras de impedimentos.

 

4. ¡Oh Jesús, qué es la barahúnda que aquí ponen los demonios, y las aflicciones de la pobre alma, que no sabe si pasar adelante o tornar a la primera pieza! Porque la razón, por otra parte, le representa el engaño que es pensar que todo esto vale nada en comparación de lo que pretende; la fe la enseña cuál es lo que le cumple; la memoria le representa en lo que paran todas estas cosas, trayéndole presente la muerte de los que mucho gozaron estas cosas que ha visto: cómo algunas ha visto súbitas, cuán presto son olvidados de todos, cómo ha visto a algunos que conoció en gran prosperidad pisar debajo de la tierra y aun pasado por la sepultura él muchas veces, y mirar que están en aquel cuerpo hirviendo muchos gusanos, y otras hartas cosas que le puede poner delante; la voluntad se inclina a amar adonde tan innumerables cosas y muestras ha visto de amor, y querría pagar alguna: en especial se le pone delante cómo nunca se quita de con él este verdadero Amador, acompañándole, dándole vida y ser. Luego el entendimiento acude con darle a entender que no puede cobrar mejor amigo, aunque viva muchos años; que todo el mundo está lleno de falsedad, y estos contentos que le pone el demonio, de trabajos y cuidados y contradicciones; y le dice que esté cierto que fuera de este castillo no hallará seguridad ni paz; que se deje de andar por casas ajenas, pues la suya es tan llena de bienes, si la quiere gozar; que quién hay que halle todo lo que ha menester como en su casa, en especial teniendo tal huésped que le hará señor de todos los bienes, si él quiere no andar perdido, como el hijo pródigo, comiendo manjar de puercos (7)[7].

 

 

 

5. Razones son éstas para vencer los demonios. Mas ¡oh Señor y Dios mío! que la costumbre en las cosas de vanidad y el ver que todo el mundo trata de esto, lo estraga todo. Porque está tan muerta la fe, que queremos más lo que vemos que lo que ella nos dice; y a la verdad, no vemos sino harta malaventura en los que se van tras estas cosas visibles. Mas eso han hecho estas cosas ponzoñosas que tratamos: que, como si a uno muerde una víbora se emponzoña todo y se hincha, así es acá; no nos guardamos; claro está que es menester muchas curas para sanar; y harta merced nos hace Dios si no morimos de ello. Cierto, pasa el alma aquí grandes trabajos; en especial si entiende el demonio que tiene aparejo en su condición y costumbres para ir muy adelante, todo el infierno juntará para hacerle tornar a salir fuera.

 

 

 

6. ¡Oh Señor mío!, aquí es menester vuestra ayuda, que sin ella no se puede hacer nada (8)[8]. Por vuestra misericordia no consintáis que esta alma sea engañada para dejar lo comenzado. Dadle luz para que vea cómo está en esto todo su bien, y para que se aparte de malas compañías, que grandísima cosa es tratar con los que tratan de esto; allegarse no sólo a los que viere en estos aposentos que él está, sino a los que entendiere que han entrado a los de más cerca; porque le será gran ayuda, y tanto los puede conversar, que le metan consigo. Siempre esté con aviso de no se dejar vencer; porque si el demonio le ve con una gran determinación de que antes perderá la vida y el descanso y todo lo que le ofrece que tornar a la pieza primera, muy más presto le dejará. Sea varón y no de los que se echaban a beber de bruces, cuando iban a la batalla, no me acuerdo con quién (9)[9], sino que se determine que va a pelear con todos los demonios y que no hay mejores armas que las de la cruz.

 

 

 

7. Aunque otras veces he dicho esto (10)[10], importa tanto que lo torno a decir aquí: es que no se acuerde que hay regalos en esto que comienza, porque es muy baja manera de comenzar a labrar un tan precioso y grande edificio; y si comienzan sobre arena, darán con todo en el suelo; nunca acabarán de andar disgustados y tentados. Porque no son éstas las moradas adonde se llueve el maná; están más adelante, adonde todo sabe a lo que quiere un alma, porque no quiere sino lo que quiere Dios (11)[11].

 

 

 

Es cosa donosa que aún nos estamos con mil embarazos e imperfecciones y las virtudes que aun no saben andar, sino que ha poco que comenzaron a nacer, y aun plega a Dios estén comenzadas, ¿y no habemos vergüenza de querer gustos en la oración y quejarnos de sequedades? Nunca os acaezca, hermanas; abrazaos con la cruz que vuestro Esposo llevó sobre sí y entended que ésta ha de ser vuestra empresa; la que más pudiere padecer, que padezca más por él, y será la mejor librada. Lo demás, como cosa accesoria, si os lo diere el Señor dadle muchas gracias.

 

 

 

8. Pareceros ha que para los trabajos exteriores bien determinadas estáis, con que os regale Dios en lo interior. Su Majestad sabe mejor lo que nos conviene; no hay para qué le aconsejar lo que nos ha de dar, que nos puede con razón decir que no sabemos lo que pedimos (12)[12]. Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se os olvide esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; y –como diré después– (13)[13] estad muy cierta que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual: quien más perfectamente tuviere esto, más recibirá del Senor y más adelante está en este camino. No penséis que hay aquí más algarabías (14)[14] ni cosas no sabidas y entendidas, que en esto consiste todo nuestro bien. Pues si erramos en el principio, queriendo luego que el Señor haga la nuestra y que nos lleve como imaginamos, ¿qué firmeza puede llevar este edificio? Procuremos hacer lo que es en nosotros y guardarnos de estas sabandijas ponzoñosas; que muchas veces quiere el Señor que nos persigan malos pensamientos y nos aflijan, sin poderlos echar de nosotros, y sequedades; y aun algunas veces permite que nos muerdan, para que nos sepamos mejor guardar después y para probar si nos pesa mucho de haberle ofendido.

 

 

 

9. Por eso, no os desaniméis, si alguna vez cayereis, para dejar de procurar ir adelante; que aun de esa caída sacará Dios bien, como hace el que vende la triaca (15)[15], para probar si es buena, que bebe la ponzoña primero. Cuando no viésemos en otra cosa nuestra miseria y el gran daño que nos hace andar derramados, sino en esta batería que se pasa para tornarnos a recoger, bastaba. ¿Puede ser mayor mal que no nos hallemos en nuestra misma casa? ¿Qué esperanza podemos tener de hallar sosiego en otras cosas, pues en las propias no podemos sosegar? Sino que tan grandes y verdaderos amigos y parientes y con quien siempre, aunque no queramos, hemos de vivir, como son las potencias, ésas parece nos hacen la guerra, como sentidas de las que a ellas les han hecho nuestros vicios. ¡Paz, paz!, hermanas mías, dijo el Señor, y amonestó a sus Apóstoles tantas veces (16)[16]. Pues creeme, que si no la tenemos y procuramos en nuestra casa, que no la hallaremos en los extraños. Acábese ya esta guerra; por la sangre que derramó por nosotros lo pido yo a los que no han comenzado a entrar en sí; y a los que han comenzado, que no baste para hacerlos tornar atrás. Miren que es peor la recaída que la caída; ya ven su pérdida; confíen en la misericordia de Dios y nonada en sí, y verán cómo Su Majestad le lleva de unas moradas a otras y le mete en la tierra (17)[17] adonde estas fieras ni le puedan tocar ni cansar, sino que él las sujete a todas y burle de ellas, y goce de muchos más bienes que podría desear, aun en esta vida digo.

 

 

 

10. Porque –como dije al principio–, os tengo escrito (18)[18] cómo os habéis de haber en estas turbaciones que aquí pone el demonio, y cómo no ha de ir a fuerza de brazos el comenzarse a recoger, sino con suavidad, para que podáis estar más continuamente, no lo diré aquí, más de que, de mi parecer hace mucho al caso tratar con personas experimentadas; porque en cosas que son necesario hacer, pensaréis que hay gran quiebra. Como no sea el dejarlo, todo lo guiará el Señor a nuestro provecho, aunque no hallemos quien nos enseñe; que para este mal (19)[19] no hay remedio si no se torna a comenzar, sino ir perdiendo poco a poco cada día más el alma, y aun plega a Dios que lo entienda.

 

 

11. Podría alguna pensar que si tanto mal es tornar atrás, que mejor será nunca comenzarlo, sino estarse fuera del castillo. Ya os dije al principio (20)[20], y el mismo Señor lo dice, que quien anda en el peligro en él perece, y que la puerta para entrar en este castillo es la oración. Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino. El mismo Señor dice: Ninguno subirá a mi Padre (21)[21], sino por mí; no sé si dice así, creo que sí; y quien me ve a mí, ve a mi Padre. Pues si nunca le miramos ni consideramos lo que le debemos y la muerte que pasó por nosotros, no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio; porque la fe sin ellas y sin ir llegadas al valor de los merecimientos de Jesucristo, bien nuestro, ¿qué valor pueden tener? ¿Ni quién nos despertará a amar a este Señor?

 

 

 Plega a Su Majestad nos dé a entender lo mucho que le costamos y cómo no es más el siervo que el Señor (22)[22], y que hemos menester obrar para gozar su gloria, y que para esto nos es necesario orar para no andar siempre en tentación.

 COMENTARIO

 

Etapa de lucha. Porque acecha todavía el pecado. Persisten los dinamismos de desorden, introducidos en el «castillo» por la vida vivida fuera de él. A1 principiante le es necesaria una opción radical. Incipiente y progresiva sensibilidad en la escucha de la palabra de Dios. Oración meditativa. Consignas positivas: alegría, libertad, determinación…

 

 

Desde la palabra bíblica, al cristiano de las segun?das moradas se le recuerda su condición de hijo pró?digo, precisado en otro tiempo a comer «manjar de puercos». Se lo insta a la lucha: tiene que ser batalle?ro, como los soldados de Gedeón, sin tiempo ni tregua para echarse de bruces a beber agua del torrente.

Dentro del castillo se lucha

 Mística pero hija de su siglo, Teresa no entiende la vida cristiana como idilio sino como tarea batallera. Ya en el Camino de Perfección había dicho a sus lectoras carmelitas claustrales: «encerradas peleamos». Que no hemos venido «a regalarnos por Cristo sino a morir con Cristo». Más que «jardín cerrado» como el de los Cantares bíblicos, cada Carmelo es «un castillo asediado» (c. 3). Cada «contemplativa», una abanderada, sin espada pero con la bandera en alto.

 

Por eso, este otro «castillo interior» no se parece en nada a los cas?tillos encantados de los caballeros andantes de antaño, ni a los del «país de las maravillas» de la literatura reciente. El «castillo interior» de Teresa es un símbolo ideal y real a la par. De significado polifacético: símbolo de la interioridad del hombre; de la lucha para realizarse; y de su llamada a la trascendencia.

 

 

 

Esos tres planos –interioridad, lucha y comunión con Dios– se imbrican y sobreponen. Con las primeras moradas, Teresa introduce al lector en su interioridad, lo cita dentro de sí mismo, le insiste en la toma de conciencia de su vertiente espiritual: «el alma», dice ella. Como Sócrates, y más que él, le repite la consigna del «conócete a ti mismo». Es su primera afirmación de las realidades interiores del cris?tiano. Pero al lector, para internarse en el «castillo», no le basta cono?cerse: tiene que entrar. Más bien, «entrarse».

 Sobrevienen las segundas moradas: para mantenerse dentro, hay que luchar. «Gran guerra», reza el título. Desencadenada en un doble plano, o como si dijéramos en dos frentes de combate: 

– Primero, la lucha propia de estas segundas moradas: Teresa está convencida de que el principiante tiene que atravesar un período especialmente combativo en los comienzos mismos de su internada en el castillo de la propia interioridad;

 – Y en segundo lugar, ese horizonte de lucha se prolonga y extien?de mucho más allá de las jornadas iniciales: el principiante tendrá que seguir batiéndose «para llegar a las postreras moradas». Se lo repetirá insistentemente: en este castillo son pocas las moradas en que el demonio no tenga apostadas sus baterías. Casi hasta la morada final.

El lector moderno tendrá que hacer un esfuerzo por entrar en sin?tonía con ese lenguaje guerrero, aplicado en directo al tema de la vida espiritual cristiana. Y sin embargo, no es un lenguaje distónico ni paradójico. Piense que es una mujer –mujer y mística– la que recurre a él. Que ella se limita a descubrir en la interioridad de cada hombre la raíz de ese drama desgarrador de la guerra, que está instalado en la inte?rioridad de la humanidad, en la entraña misma de la historia de los hombres.

Al lector de hoy le interesan, sobre todo, estas segundas moradas, porque al trasluz de esa imaginería Teresa va a proponerle una espe?cial versión de la ascética cristiana, antes de introducirlo en la mística de la gracia y de la experiencia de Dios.

Como los soldados selectos de Gedeón

Lo mismo que en las moradas primeras y terceras, también aquí al principiante de las moradas segundas Teresa le sugiere un tipo bíblico con el que pueda identificarse: los soldados de Gedeón. Lo coloca exactamente en el centro de su exposición, en el número 6 del capí?tulo:

«Siempre esté con aviso de no dejarse vencer; porque si el demo?nio le ve con una gran determinación de que antes perderá la vida y el descanso y todo lo que le ofrece que tornar a la pieza primera (=retroceder a las moradas primeras), muy más presto le dejará. Sea varón y no de los que se echaban a beber de bruces, cuando iban a la batalla, no me acuerdo con quién, sino que se determine que va a pelear con todos los demonios y que no hay mejores armas que las de la cruz».

 

Subrayemos los trazos fuertes del párrafo:

 – no dejarse vencer

 – tener gran determinación

 – va a la batalla

 – antes perder la vida y el descanso y todo…

 – que se determine a pelear con todos los demonios

 – no tornar atrás, a la primera morada

 – sea varón

 – no hay mejores armas que la cruz

 

Léxico e imaginería batalleros, que reflejan y prolongan el símbolo fundamental del castillo. Los soldados de Gedeón eran, según el rela?to bíblico, más de treinta mil. Enseguida abandonan el campo los que tiemblan de miedo: veintidós mil. Luego es Gedeón quien despacha a otros nueve mil que se arrojaban al suelo para beber ansiosos el agua del torrente. A la infantería madianita, con sus mil carros de hierro, la atacará él con sólo trescientos soldados selectos: precisamente, los que al pasar el torrente han bebido el agua sin caer de bruces, sino «lengüeteando como los perros, llevando el agua a la boca con la mano» (Jueces 7, 4-6). Eran los valientes. Tipo del luchador afincado en las segundas moradas del castillo.

Pero en realidad esa visión de la vida cristiana, como lucha contra el mal y el maligno, a Teresa le viene de san Pablo, quien no sólo inter?preta su propia existencia como combate permanente («bonum certamen certavi»), sino que así se la inculca a los cristianos de las prime?ras comunidades. Especialmente a los de Éfeso: «Armaos con las armas de Dios para resistir a las estratagemas del demonio. Nos?otros no luchamos contra hombres de carne y hueso, sino contra las fuerzas del mal». Las armas que Pablo les propone son «el cinturón de la verdad», «la coraza de la honradez», «el escudo de la fe», «el calza?do de la paz», «la espada de la palabra de Dios» (Ef 6, 10-17).

 

 

 

Teresa ha leído innumerables veces esos textos en la Regla carme?litana, escrita a comienzos del siglo XIII para «cruzados» convertidos a la vida monástica en el Carmelo. A «esa casta» de cristianos combativos pertenece ella. Y en esa línea paulina de militancia espiritual se inscribe su «castillo» y su interpretación básica del vivir cristiano.

 

 

 

Según Teresa no hay perspectivas de vida cristiana adulta –y menos, de mística experiencia de Dios– para cobardes, comodones, perezosos y blandengues. Ni para quienes entran en el castillo con el señuelo del idilio intimista. Por eso ridiculizará ella insistentemente a los directores espirituales «con seso demasiado», que programan la entrada en el castillo a «paso de gallina». Ella prefiere la imagen del águila (Vida 39, 12).

 

 

 

Luchamos… «dentro del castillo»

 

 

 

Ya en el Camino de Perfección ha usado esta estrategia. La batalla decisiva, la combate el hombre dentro de sí mismo. Comenzaba así el capítulo décimo de aquel libro: «Encerradas aquí, con las condiciones que están dichas, ya parece lo tenemos todo hecho y que no hay que pelear con nada. Oh hermanas mías, no os aseguréis ni os echéis a dormir, que será como el que se acuesta muy sosegado habiendo muy bien cerrado sus puertas por miedo de ladrones, y se los deja en casa. Y ya sabéis que no hay peor ladrón, pues quedamos nosotras mis?mas…» (10, 1).

 

 

 

«No hay peor ladrón que uno mismo». No es un tópico manido. En el paisaje de fondo de las moradas primeras, Teresa había tendido el telón del pecado como fuerza demoledora o como amenaza de ruina del castillo. Ahora, en las moradas segundas, perfila este dato negati?vo. El pecado no es un hecho puntual, una batalla perdida pero supe?rada definitivamente con el perdón y el regreso al castillo. El pecado es la dinámica del mal introducida en la vida humana. Tiene la sinies?tra capacidad de desencadenar unas fuerzas de desorden, difíciles de desalojar de las moradas del castillo.

 

 

 

Evidentemente Teresa, que ha comenzado su libro con una visión exaltante de la hermosura y dignidad humana, no la prolonga con una estampa ingenua y angelista de la vida. El hombre es a la vez esas dos cosas: hermosura y dignidad en su ser (belleza del castillo); luz y som?bras, grandeza y miseria en su historia (vida en el castillo). El orden interior no es un presupuesto o un punto de partida. Será conquista cotidiana, morada tras morada, y meta definitiva en lo hondo del alma.

 

 

 

En el simbolismo del castillo, el presupuesto de fondo consiste en que el foso que lo rodea (y que simboliza los pliegues y ajustes entre cuerpo y alma) es un nido de sabandijas molestas y de víboras ponzoñosas. Son las fuerzas de desorden introducidas en el castillo por el pecado. Si no se las combate, avanzan moradas adentro. Y claro está…: «eso han hecho esas cosas ponzoñosas que tratamos: si a uno muerde una víbora, se emponzoña todo y se hincha…» (n. 5).

 

 

 

De haber podido recurrir a nuestra imaginería de hoy, Teresa nos hubiera hablado de las dependencias psicológicas derivadas del alco?hol, de la droga, del sexo, del abuso de poder o del frenesí de la violencia de unos sobre otros. O del simple tributo del consumismo domi?nante. Herencia recibida o lastre autoinducido. Cadenas que atenazan la libertad, que amordazan la persona, que no le dejan a uno ser él mis?mo.

 

 

 

Las dos imaginerías definen por igual nuestra realidad, de luz y de barro: la del hombre del siglo XVI y la nuestra. Teresa la analiza a su modo proponiendo tres frentes de combate:

 

 

 

El interior: desorden conflictivo dentro de uno mismo. Quien entra en estas segundas moradas, se encuentra extrañamente incó?modo en el propio castillo. «¿Puede ser mayor mal que no nos hallemos en nuestra misma casa? ¿Qué esperanza podemos tener de hallar sosiego en otras cosas, pues en las propias no podemos sose?gar? Sino que tan grandes y verdaderos amigos y parientes y con quien siempre… hemos de vivir, como son las potencias (del alma), ésas parece nos hacen la guerra, como sentidas de las que a ellas les han hecho nuestros vicios» (n. 9).

 

 

 

El exterior: quien ha padecido el mal del pecado, alienándose en cierto modo, y colocando su centro de gravedad fuera de sí, ahora sufre el tirón de las cosas y personas que lo han subyugado; sufre el hechizo de su reclamo, prolongación de su tiranía. Tiene que recupe?rar terreno y enfrentarse con todo eso para readquirir la libertad y el dominio de sí.

 

 

 

El trascendente: «los demonios», dirá Teresa. Ella, como san Pablo, cree que en la lucha que combate el cristiano intervienen fuer?zas misteriosas que lo desbordan (cf Ef 6, 11). Teresa cree en el demonio. Lo ha experimentado como encarnación de la mentira y del mal. Con?tra esas fuerzas misteriosas hay que estar vigilante en el umbral del castillo interior, porque «es terrible la batería que aquí da el demonio de mil maneras…» (n. 3).

 

 

 

El porqué de la lucha

 

 

 

El lector no necesita preguntar a Teresa cuál es el motivo de ese programa de lucha. Ella misma se anticipa a decirlo con insistencia. Combatir no es la última razón de la vida en esas moradas segundas: se lucha por recuperar el equilibrio interior. Se lucha por la paz. Se lucha por el hito de toda ascesis: la perfección. Se lucha por el Señor supremo del castillo: para poder hacerlo digno de él y entregárselo. Basta escuchar esa escalada de objetivos en los textos de Teresa:

 

 

 

– «¡Paz, paz!, hermanas mías, dijo el Señor y amonestó a sus após?toles tantas veces. Pues creedme, que si no la tenemos y procuramos en nuestra casa, que no la hallaremos en los extraños. Acábese ya esta guerra. Por la sangre que derramó por nosotros lo pido yo a los que han comenzado a entrar en sí… Miren que es peor la recaída…» (n. 9).

 

 

 

– «Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se os olvi?de esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y determinarse y dis?ponerse, con cuantas diligencias pueda, a hacer su voluntad conformar con la de Dios… En esto consiste toda la mayor perfección que se pue?de alcanzar en el camino espiritual… No penséis que hay aquí más algarabías ni cosas no sabidas…, que en esto consiste todo nuestro bien» (n. 8).

 

 

 

Ya en el Camino había escrito, a propósito de la limpieza interior: «Pues si llenamos el palacio (interior) de gente baja y de baratijas, ¿cómo ha de caber en él el Señor, con su corte?» (C 28, 12).

 

 

 

¿Límites y lagunas en el programa ascético del Castillo?

 

 

 

Teresa ha comenzado la presentación de las segundas moradas pidiendo excusas (n. 1). Vuelve a pedirlas antes de concluir (n. 10). Ha desarrollado el tema de la ascesis cristiana en otros libros que están al alcance de los lectores. Por eso despachará el argumento de las segundas moradas en un capítulo, único y breve: «Querría deciros poco, porque lo he dicho en otras partes bien largo» (n. 1).

 

 

 

En el relato de Vida refirió por extenso los altibajos de las segun?das moradas de su propio castillo: primeros años de su vida de car?melita en la Encarnación. Grandes fervores iniciales. Temple y paciencia heroica en su enfermedad, ocho meses de parálisis total en la enfermería, y «casi tres años» de lenta recuperación, de suerte que «cuando comencé a andar a gatas, alababa a Dios» (V 6, 2). Pero sobre?viene luego el bache de los años grises, su enfriamiento en el ideal reli?gioso, camino «de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad» (V 7, 1), abandono de la oración, flojera en la piedad eucarística, con?formismo en la vida religiosa, dispersión afectiva… Todo ello en la alternativa de los grandes deseos y de la lucha consigo misma. «Dese?aba vivir, que bien entendía que no vivía, sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar…» (V 8, 12).

 

 

 

Es ése, sin duda, el trasfondo autobiográfico de vida y experiencia que Teresa tiene presente cuando ahora nos habla de lucha y desor?den en esa zona del castillo que son las segundas moradas. Pero en la exposición primeriza del Libro de la Vida, había completado el cuadro narrativo con una serie de consignas doctrinales dadas al principiante como complemento indispensable de la lucha:

 

 

 

– Ante todo, que viva con alegría y se mueva con libertad… (V 13, 1);

 

– Que ponga su confianza en Dios y «no apoque los deseos», que «Dios es amigo de ánimas animosas», denodadas (V 13, 2);

 

– Que haga suyo el lema de san Pablo: «Todo se puede en Dios», y el de san Agustín: «Dame, Señor, lo que mandas y manda lo que quisieres» (13, 3), y el lema personal de Teresa: «Deseos siempre los tuve grandes» (13, 4);

 

– Que apunte alto, porque «importa mucho en los principios… no amilanar los pensamientos» (13, 7);

 

– ¡Humildad! Es necesario cimentarse en ella. Y amar la verdad: «Espíritu que no vaya fundado en verdad, yo más lo querría sin oración» (13, 16). Y para ello, que se alimente con el pan de la Biblia: «Llegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos» (13, 16);

 

– No se refugie en devociones sin fuste: «De devociones a bobas nos libre Dios» (13, 16); etc., etc.

 

 

 

Toda esa franja de ascesis positiva la condensará ella en el Cami?no de Perfección en unas pocas consignas fundamentales: practicar el amor a los otros; desasimiento y libertad de espíritu; humildad y franca disponibilidad a los designios de Dios; sed del agua viva; determi?nada determinación…

 

 

 

Pues bien, cuando Teresa reduce a lo esencial su paisaje de segun?das moradas, remite a ese otro fascinante programa de vida vivida en medio de la lucha. Esas consignas de Vida y Camino son indispensa bles para hacerse una idea adecuada de la ascesis teresiana: ¡vivir y luchar!

 

 

 

Es cierto que aquí, en el Castillo, ha preferido condensar su pro?grama ascético en el aspecto combativo. Como san Pablo, en quien ella se inspira. Porque le interesa curar en salud al principiante, que no se haga la ilusión de la vida fácil dentro del castillo. Que no es fácil vivir en cristiano. Por eso, su síntesis de las segundas moradas podría for?mularse así: «en el castillo se lucha».

 

 

 

Lección que vale por igual para el lector de hoy, tentado de como?didad, de soluciones rápidas y fáciles, de reducir la radicalidad del Evangelio a los cánones de un humanismo bonachón. Lo que Teresa le inculca es lo mismo que Pablo escribe a Timoteo: «La fe es buen com?bate: lucha para conquistar la vida eterna» (1Tm 6, 12). «Trabaja como buen soldado de Cristo… No será coronado sino quien haya luchado hasta el fin» (2Tm 2, 5).

 

 

 

También Teresa lo formuló así para el lector de las segundas mora?das: «Hermanas, abrazaos con la cruz que Cristo vuestro Esposo llevó sobre sí y entended que ésta ha de ser vuestra empresa» (n. 7).

 

 

 



            [1] Lo ha dicho en Vida 11-13.

            [2] En ella: en la oración, o en esta segunda morada.

            [3] Los primeros: los de las moradas primeras. En cambio, en líneas más abajo: éstos son los de las moradas segundas. Para mejor comprender el sentido del presente símil, cf. el n. 3.

            [4] Baraterías: tráfico y confusión de negocios (cf. Carta del 27.7.1573 a J. Ordóñez). Baratona y negociadora, dirá burlonamente de sí misma en carta a Lorenzo de Cepeda (17.1.1570) y a A. Mariano (21.10.1576).

            [5] Batería: guerra, porfía (cf. Vida 8, 10; 19, 4).

            [6] En la pasada: en las moradas primeras. – Acullá: en las M. primeras; aquí: en las M. segundas.

            [7] Alusión a la parábola evangélica: Lc 15, 16.

            [8] Eco del texto evangélico de Jn 15, 5.

            [9] Eran los soldados menos valientes del ejército de Gedeón (Jueces 7, 5-6). Gracián corrigió esa incertidumbre de la autora, tachando no me acuerdo con quién, y añadiendo: «Con Gedeón en los Jueces, cap. 7». – De bruces: la Santa escribe «de buzos».

            [10] Es uno de los lemas ascéticos de la Santa: cf. Camino 20, 2; 21, título y n. 2; 23. 36. 41. Y Vida 4, 2; 11, 2. 10. 12… 13. 15…

            [11] Ella escribe la maná. Se refiere a Éxodo 16, 4-35; y de su sabor: Sabiduría 16, 20.

            [12] Eco del diálogo de Jesús con los Zebedeos: Mt 20, 22.

            [13] Lo dirá en el 5M 3, 3…

            [14] Algarabías: confusión, palabras ininteligibles, como el árabe hablado por los moriscos (cf. el pasaje de Camino 20, 5; y Vida 14, 4).

            [15] Triaca: vomitivo de uso popular. Según Cobarrubias, «es un medicamento eficacísimo compuesto de muchos simples, y lo que es más de admirar los más de ellos venenosos, que remedia a los que están emponzoñados con cualquier veneno».

            [16] Palabras del Resucitado: Jn 20, 21…

            [17] Tierra «de promisión de la bienaventuranza», anotó Gracián al margen del autógrafo.

            [18] Lo dijo al principio de este cap., n. 1, y lo había escrito en Vida 8, 7-10, y 15, 1-7. Y en Camino 28-29 y 31.

            [19] Este mal: dejar la oración.

            [20] Lo ha dicho en los nn. 2-3. La cita bíblica remite a Eclesiástico 3, 27.

            [21] Textos tomados de Jn 14, 6 y 9. Gracián enmendó la cita primera (tachando «subirá» y sustituyéndolo con «viene»). Luego borró el titubeo de la Santa: «no sé si dice así, creo que sí». Y anotó al margen: «lo uno y lo otro dice por san Juan, cap. 14». – Cf. las mismas citaciones en 6M 7, 6.

            [22] Concluye con tres alusiones bíblicas: Mateo 10, 24 («no está el siervo sobre el Señor»), Marcos 10, 17 («Maestro bueno, ¿qué haré para alcanzar la vida eterna?»), y Mateo 26, 41 («vigilad y orad para no entrar en tentación»). El primero de estos textos había tenido especial resonancia en la vida mística de la autora: Rel. 36.

 

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