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San José. Homilías y audiencias del Papa Juan Pablo y Francisco

SAN JOSÉ. ESPOSO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

NVulgata 1 Ps 2 E ECon©at Con©at (en)

(1/4) Francisco, Audiencia general 19-3-2014 (de ar hr es fr en it pl pt)

(2/4) Francisco, Homilía al inicio solemne del Pontificado 19-3-2013 (de ar hr es fr en it pl pt).

(3/4) San Juan Pablo II, Audiencia general 19-3-1980 (es it pt):

El 19 de marzo es la solemnidad de San José, el esposo de María Santísima, Madre de Cristo (…). Fijémonos en esta figura tan querida y cercana al corazón de la Iglesia, a cada uno y a todos los que tratan de conocer los caminos de la salvación y de caminar por ellos en su vida terrena.

La meditación de hoy nos prepara a la oración, a fin de que, reconociendo las grandes obras de Dios en aquel a quien confió sus misterios, busquemos en nuestra vida personal el reflejo vivo de estas obras para cumplirlas con la fidelidad, la humildad y la nobleza de corazón que fueron propias de San José.

“José, hijo de David, no temas recibir a María tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21).

Encontramos estas palabras en el capítulo primero del Evangelio según Mateo. Ellas –sobre todo en la segunda parte– son muy semejantes a las que escuchó Miriam, esto es, María, en el momento de la Anunciación.

Dentro de unos días –el 25 de marzo–, recordaremos en la liturgia de la Iglesia el momento en que esas palabras fueron dichas en Nazaret a “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (Lc 1, 27).

La descripción de la Anunciación se encuentra en el Evangelio según Lucas. Seguidamente Mateo hace notar de nuevo que, después de las nupcias de María con José, “antes de que viviesen juntos, se halló haber concebido María del Espíritu Santo” (Mt 1, 18).

Así, pues, se realizó en María el misterio que había tenido su comienzo en el momento de la Anunciación, en el momento en que la Virgen respondió a las palabras de Gabriel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

A medida que el misterio de la maternidad de María se revelaba a la conciencia de José, él, “siendo justo; no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto” (Mt 1, 19). Así dice a continuación la descripción de Mateo.

Y precisamente entonces, José, esposo de María y ya su marido ante la ley, recibe su anunciación personal. Oye durante la noche las palabras que hemos citado antes, las palabras que son explicación y al mismo tiempo invitación de parte de Dios: “No temas recibir a María” (Mt 1, 20).

Dios confía a José el misterio cuyo cumplimiento habían esperado desde hacía muchas generaciones la estirpe de David y toda la casa de Israel, y le confía, a la vez, todo aquello de lo que depende la realización de este misterio en la historia del Pueblo de Dios.

Desde el momento en que estas palabras llegaron a su conciencia, José se convierte en el hombre de la elección divina, el hombre de una particular confianza. Se define su puesto en la historia de la salvación. José entra en este puesto con la sencillez y humildad en las que se manifiesta la profundidad espiritual del hombre (…).

“Al despertar José de su sueño –leemos en Mateo–, hizo como el ángel del Señor le había mandado” (Mt 1, 24). En estas pocas palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena característica de su santidad. Hizo. José, al que conocemos por el Evangelio, es hombre de acción.

Es hombre de trabajo. El Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya; en cambio ha descrito sus acciones: acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la realización de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de la profundidad espiritual y de la sencillez madura (…).

Y cuando Jesús tiene 12 años, va con José y con María a Jerusalén. En el templo de Jerusalén, después de que los dos encontraran a Jesús perdido, José oye estas misteriosas palabras: “¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49). Así hablaba el niño de 12 años, y José, lo mismo que María, saben bien de Quién habla.

No obstante, en la casa de Nazaret, Jesús “les estaba sometido” (cf Lc 2, 51): a los dos, a José y a María, tal como un hijo está sometido a sus padres. Pasan los años de la vida oculta de la Sagrada Familia de Nazaret. El Hijo de Dios enviado por el Padre está oculto para mundo, oculto para todos los hombres, incluso para los más cercanos. Solo María y José conocen su misterio. Viven en su círculo. Viven este misterio cada día.

El Hijo del Eterno Padre pasa ante los hombres por hijo de ellos, por “el hijo del carpintero” (Mt, 13, 55). Al comenzar el tiempo de su misión pública, Jesús recordará en la sinagoga de Nazaret las palabras de Isaías, que en aquel momento se cumplían en él, y los vecinos y paisanos dirán: “¿No es este el hijo de José?” (cf Lc 4, 16-22).

El Hijo de Dios, el Verbo Encarnado, durante los 30 años de la vida terrena, permaneció oculto: se ocultó a la sombra de José. Al mismo tiempo María y José permanecieron escondidos en Cristo, en su misterio y en su misión. Particularmente José que, como puede deducirse del Evangelio, dejó el mundo antes de que Jesús se revelase a Israel como Mesías, y permaneció oculto en el misterio de Aquel a quien el Padre celestial le había confiado cuando todavía estaba en el seno de la Virgen, cuando le había dicho por medio del ángel: “No temas recibir a María tu esposa” (Mt 1, 20).

Eran necesarias almas profundas –como Santa Teresa de Jesús– y los ojos penetrantes de la contemplación, para que pudiesen ser revelados los espléndidos rasgos de José de Nazaret, de aquel de quien el Padre celestial quiso hacer en la tierra el hombre de su confianza.

Sin embargo, la Iglesia ha sido siempre consciente, y lo es hoy de modo especial, de cuán fundamental ha sido la vocación de ese hombre: del esposo de María, de aquel que ante los hombres pasaba por el padre de Jesús y que fue, según el espíritu, una encarnación perfecta de la paternidad en la familia humana y al mismo tiempo sagrada (…).

La meditación sobre su vida y sus obras, tan profundamente ocultas en el misterio de Cristo y, a la vez, tan sencillas y límpidas, ayude a todos a encontrar el justo valor y la belleza de la vocación de la que cada una de las familias humanas saca su fuerza espiritual y su santidad».

(4/4) San Juan Pablo II, Homilía en Terni 19-3-1981 (es it pt):

«”Dichosos los que viven en tu casa (Señor), alabándote siempre” (Sal 84, 5). Queridos hermanos y hermanas: (…). Hoy la Iglesia venera a San José, “hombre justo”, que trabajó en Nazaret en el taller de carpintero (…).

José de Nazaret, cuya solemnidad nos permite mirar con ojos de fe la gran causa del trabajo humano, es, al mismo tiempo, cabeza de la casa, cabeza de la familia: de la Sagrada Familia, lo mismo que cada uno de vosotros, mis hermanos y hermanas, es marido y padre, esposa y madre, responsable de la familia y de la casa. Hay un estrecho vínculo entre el trabajo y la familia: entre vuestro trabajo y vuestra familia. San José es, por título particular, patrono de este vínculo (…).

La lectura del Evangelio según Mateo nos invita a meditar sobre un momento particular de la vida de José de Nazaret, un momento lleno de contenido divino y, al mismo tiempo, de profunda verdad humana. Leemos: “El origen de Jesucristo fue así: desposada su Madre María con José, antes de que conviviesen, resultó que había concebido por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18). Cuando escuchamos estas palabras, nos vienen a la mente aquellas otras tan conocidas que rezamos cada día en la oración de la mañana, del mediodía y de la tarde: “El ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo”.

Por obra del Espíritu Santo fue concebido el Hijo de Dios para hacerse hombre: Hijo de María; este fue el misterio del Espíritu Santo y de María. El misterio de la Virgen, que a las palabras de la Anunciación contestó: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Y así sucedió: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Y sobre todo vino a habitar en el seno de la Virgen, que –permaneciendo virgen– se convirtió en madre: “Resultó que había concebido por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18).

Este fue el misterio de María. José no conocía este misterio. No sabía que en aquella de quien era esposo, aun cuando de acuerdo con la ley judía no la había recibido aún en su casa, se había cumplido la promesa de la fe hecha a Abrahán, de la que habla San Pablo en la segunda lectura de hoy. Esto es, que en ella, en María, de la estirpe de David, se había cumplido la profecía que en otro tiempo había dirigido el profeta Natán a David. La profecía y la promesa de la fe, cuya realización esperaba todo el pueblo, el Israel de la elección divina, y toda la humanidad.

Este fue el misterio de María. José no conocía este misterio. Ella no se lo podía transmitir, porque era misterio superior a las capacidades del entendimiento humano y a las posibilidades de la lengua humana. No era posible transmitirlo con medio humano alguno. Se podía solamente aceptarlo de Dios y creer. Tal como creyó María.

José no conocía este misterio, y por esto sufría muchísimo interiormente. Leemos: “José su esposo, como era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto” (Mt 1, 19). Pero llegó cierta noche en la que también José creyó. Le fue dirigida la Palabra de Dios y se hizo claro para él el misterio de María, de su esposa y cónyuge. Creyó, pues, que en ella se había cumplido la promesa de la fe hecha a Abrahán y la profecía que había escuchado el rey David. Ambos, José y María, eran de la estirpe de David.

“José hijo de David, no temas recibir a María tu esposa; pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo; dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21).

“Al despertar José del sueño –concluye el Evangelista–, hizo como el ángel del Señor le había ordenado, y recibió consigo a su mujer” (Mt 1, 24).

Nosotros, reunidos aquí, escuchamos estas palabras y veneramos a José, hombre justo. A José, que amó más profundamente a María de la casa de David, porque aceptó todo su misterio. Veneramos a José, en quien se reflejó más plenamente que en todos los padres terrenos la paternidad de Dios mismo. Veneramos a José, que construyó la casa familiar en la tierra al Verbo eterno, así como María le había dado el cuerpo humano. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14).

Desde este gran misterio de la fe dirigimos nuestros pensamientos a nuestras casas, a tantas parejas y familias. ¡José de Nazaret es una revelación particular de la dignidad de la paternidad humana! José de Nazaret, el carpintero, el hombre del trabajo (…). La familia se apoya sobre la dignidad de la paternidad humana, sobre la responsabilidad del hombre, marido y padre, así como también sobre su trabajo. José de Nazaret es un testimonio de ello.

Las palabras que Dios le dirige: “José hijo de David, no temas recibir a María tu esposa” (Mt 1, 20), ¿acaso no se dirigen a cada uno de vosotros? ¡Queridos hermanos, maridos y padres de familia! “No tengáis miedo de recibir…”. ¡No abandonéis!”. Fue dicho al principio: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer” (Gn 2, 24). Y Cristo añade: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mc 10, 9) (…).

Hermanos queridos: Esa voz que escuchó José de Nazaret aquella noche decisiva de su vida llegue siempre a vosotros, en particular cuando amenaza el peligro de la destrucción de la familia. “¡No tengas miedo de perseverar!”. “¡No abandones!”. Comportaos como lo hizo ese hombre justo.

“José hijo de David, no temas recibir a María y al que ha sido engendrado en ella” (cf Mt 1, 20). Así dice Dios Padre al hombre con el que, en cierto modo, ha compartido su paternidad. Queridos hermanos: Dios comparte, en cierto modo, su paternidad con cada uno de vosotros. No del modo misterioso y sobrenatural con que lo hizo con José de Nazaret. Y sin embargo, toda paternidad en la tierra, toda paternidad humana, toma de él su origen y en él encuentra su modelo (…).

La paternidad es responsabilidad por la vida: por la vida primero concebida en el seno de la mujer, luego dada a luz, para que se revele en ella un nuevo hombre, que es sangre de vuestra sangre y carne de vuestra carne. Dios, que dice: “No abandones a la mujer, tu esposa”, dice al mismo tiempo: “Acoge la vida concebida en ella”. Como le dijo a José de Nazaret, aunque José no fuese el padre carnal de aquel que fue concebido por obra del Espíritu Santo en María Virgen (…).

Que en vuestras casas, en vuestras familias, madure el hombre según la medida propia de su dignidad. De la dignidad que le ha dado Jesús de Nazaret, Jesús, de quien la gente hablaba como del “hijo del carpintero” (Mt 13, 55), mientras que él era de la misma sustancia del Padre, el Hijo de Dios que se encarnó y nació como hombre de la Virgen María por obra del Espíritu Santo. Y crecía en Nazaret al lado de José. Bajo su mirada vigilante y solícita».

LA PALABRA DEL PAPA.– «Jesús, al dar a Simón (…) el título, más aún, el don, el carisma de la fuerza, de la dureza, de la capacidad de resistir y sostener –como es precisamente la naturaleza de una piedra, de una roca, de un peñasco–, asociaba el mensaje de su palabra a la virtud nueva y prodigiosa de este apóstol, que había de tener la función, él y quien le sucediera legítimamente, de testimoniar con incomparable seguridad ese mismo mensaje que llamamos Evangelio» (Pablo VI, Audiencia general 3-4-1968: fr it). «El mensaje de Cristo, de generación en generación, nos ha llegado a través de una cadena de testimonios, de la que Nos formamos un eslabón como sucesor de Pedro, a quien el Señor confió el carisma de la fe sin error» (Pablo VI, Homilía 20-9-1964: it). «Junto a la infalibilidad de las definiciones “ex cáthedra”, existe el carisma de asistencia del Espíritu Santo concedido a Pedro y a sus sucesores para que no cometan errores en materia de fe y de moral y para que así iluminen bien al pueblo cristiano» (San Juan Pablo II, Audiencia general 24-3-1993: es it). «Al escogerme como Obispo de Roma, el Señor ha querido que sea su Vicario, ha querido que sea la “piedra” en la que todos puedan apoyarse con seguridad» (Benedicto XVI, Homilía en la capilla Sixtina 20-4-2005: de es fr en it lt pt).

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