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Homilías y ángelus para III Domingo de Pascua, A (4-5-2014)

 Homilías y ángelus para III Domingo de Pascua, A (4-5-2014)

Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa, OCD

NVulgata 1 Ps 2 EBibJer2ed (en) – Concordia y ©atena Aurea (en)

 

(1/3) Benedicto XVI, Regina caeli 6-4-2008 (de hr es fr en it pt)

(2/3) Benedicto XVI, Homilía en Mestre 8-5-2011 (de es fr en it pt):

«Queridos hermanos y hermanas:

(…) El Evangelio del tercer domingo de Pascua, que acabamos de escuchar, presenta el episodio de los discípulos de Emaús (cf Lc 24, 13-35), un relato que no acaba nunca de sorprendernos y conmovernos. Este episodio muestra las consecuencias de la obra de Jesús resucitado en los dos discípulos: conversión de la desesperación a la esperanza; conversión de la tristeza a la alegría; y también conversión a la vida comunitaria. A veces, cuando se habla de conversión, se piensa únicamente a su aspecto arduo, de desprendimiento y de renuncia. En cambio, la conversión cristiana es también y sobre todo fuente de gozo, de esperanza y de amor. Es siempre obra de Jesús resucitado, Señor de la vida, que nos ha obtenido esta gracia por medio de su pasión y nos la comunica en virtud de su resurrección (…).

Vivís en un contexto en el que el cristianismo se presenta como la fe que ha acompañado, a lo largo de siglos, el camino de tantos pueblos, incluso a través de persecuciones y pruebas muy duras. Son elocuentes expresiones de esta fe los múltiples testimonios diseminados por todas partes: las iglesias, las obras de arte, los hospitales, las bibliotecas, las escuelas; el ambiente mismo de vuestras ciudades, así como los campos y las montañas, todos ellos salpicados de referencias a Cristo.

Sin embargo, hoy este ser de Cristo corre el riesgo de vaciarse de su verdad y de sus contenidos más profundos; corre el riesgo de convertirse en un horizonte que solo toca la vida superficialmente, en aspectos más bien sociales y culturales; corre el riesgo de reducirse a un cristianismo en el que la experiencia de fe en Jesús crucificado y resucitado no ilumina el camino de la existencia, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy a propósito de los dos discípulos de Emaús, los cuales, tras la crucifixión de Jesús, regresaban a casa embargados por la duda, la tristeza y la desilusión.

Esa actitud tiende, lamentablemente, a difundirse también en vuestro territorio: esto ocurre cuando los discípulos de hoy se alejan de la Jerusalén del Crucificado y del Resucitado, dejando de creer en el poder y en la presencia viva del Señor. El problema del mal, del dolor y del sufrimiento, el problema de la injusticia y del atropello, el miedo a los demás, a los extraños y a los que desde lejos llegan hasta nuestras tierras y parecen atentar contra aquello que somos, llevan a los cristianos de hoy a decir con tristeza: nosotros esperábamos que el Señor nos liberara del mal, del dolor, del sufrimiento, del miedo, de la injusticia.

Por tanto, cada uno de nosotros, como ocurrió a los dos discípulos de Emaús, necesita aprender la enseñanza de Jesús: ante todo escuchando y amando la Palabra de Dios, leída a la luz del misterio pascual, para que inflame nuestro corazón e ilumine nuestra mente, y nos ayude a interpretar los acontecimientos de la vida y a darles un sentido. Luego es necesario sentarse a la mesa con el Señor, convertirse en sus comensales, para que su presencia humilde en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre nos restituya la mirada de la fe, para mirarlo todo y a todos con los ojos de Dios, y a la luz de su amor. Permanecer con Jesús, que ha permanecido con nosotros, asimilar su estilo de vida entregada, escoger con él la lógica de la comunión entre nosotros, de la solidaridad y del compartir. La Eucaristía es la máxima expresión del don que Jesús hace de sí mismo y es una invitación constante a vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como un don a Dios y a los demás.

El Evangelio refiere también que los dos discípulos, tras reconocer a Jesús al partir el pan, “levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén” (Lc 24, 33). Sienten la necesidad de regresar a Jerusalén y contar la extraordinaria experiencia vivida: el encuentro con el Señor resucitado. Hace falta realizar un gran esfuerzo para que cada cristiano (…) se transforme en testigo, dispuesto a anunciar con vigor y con alegría el acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Cristo (…).

Os aliento a no ceder jamás a las recurrentes tentaciones de la cultura hedonista y a las llamadas del consumismo materialista. Acoged la invitación del apóstol Pedro, presente en la segunda lectura de hoy, a comportaros “con temor de Dios durante el tiempo de vuestra peregrinación” (1P 1, 17), invitación que se hace realidad en una existencia vivida intensamente por los caminos de nuestro mundo, con la conciencia de la meta que hay que alcanzar: la unidad con Dios, en Cristo crucificado y resucitado. De hecho, nuestra fe y nuestra esperanza están dirigidas hacia Dios (cf 1P 1, 21): dirigidas a Dios por estar arraigadas en él, fundadas en su amor y en su fidelidad (…).

Sed santos. Poned a Cristo en el centro de vuestra vida. Construid sobre él el edificio de vuestra existencia. En Jesús encontraréis la fuerza para abriros a los demás y para hacer de vosotros mismos, siguiendo su ejemplo, un don para toda la humanidad (…). Tened confianza: el Señor resucitado camina con vosotros ayer, hoy y siempre. Amén».

(3/3) San Juan Pablo II en la parroquia de Santa Magdalena de Canossa 21-4-1996 (it):

«”Surrexit Dominus vere, alleluia”: “Verdaderamente ha resucitado el Señor, aleluya” (Liturgia de las Horas, Invitatorio del tiempo pascual).

En esta breve fórmula de fe la liturgia resume el contenido del acontecimiento pascual. Las lecturas de este domingo nos llevan a considerar, una vez más, la muerte y la resurrección del Señor y, al mismo tiempo, muestran el valor redentor del sacrificio de Cristo por toda la humanidad. Guiados por la liturgia de la Palabra, se nos invita a profundizar en el misterio de la Pascua de Cristo.

Haec est dies, quam fecit Dominus“: “Este es el día que hizo el Señor” (Sal 118, 24). El evangelio según san Lucas nos lleva al camino de Emaús, en el atardecer del día de Pascua. Es, por tanto, “ipsa die“: “aquel mismo día”. Cristo había resucitado en la mañana de aquel día.

Sin embargo, los dos discípulos que se encuentran en camino de Jerusalén a Emaús aún no lo saben. Más aún, lo que han contado algunas mujeres a ese respecto no les parece argumento suficiente para creer en la resurrección de Jesús. Con todo, como recuerda el evangelista, admiten que “algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no le vieron” (Lc 24, 24). En estas palabras se encuentra una anología con la incredulidad inicial de Tomás: “Si no veo, no creeré” (cf Jn 20, 25).

En este punto de la narración de Lucas, el personaje misterioso que se había unido a los dos discípulos durante el camino (y era el mismo Jesús, pero ellos no lo habían reconocido), por propia iniciativa imparte una magnífica catequesis sobre la Resurrección. Les recuerda el Antiguo Testamento, comenzando por Moisés, y, a través de los diversos profetas, les explica lo que “se refería a él en toda la Escritura” (Lc 24, 27). Luego se deja convencer y se queda con ellos: “Quédate con nosotros…, el día va de caída” (Lc 24, 29). Lo reconocieron al partir el pan, “pero él desapareció” (Lc 24, 31).

Y enseguida, sin perder tiempo, los dos discípulos vuelven a Jerusalén, donde su fe pascual es confirmada por el alegre anuncio de los Apóstoles: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34). En verdad, la narración de los discípulos de Emaús es una obra de arte literaria y, a la vez, una profunda catequesis sobre el misterio de Pascua.

“El Señor… se ha aparecido a Simón”.

En las lecturas de este tercer domingo de Pascua Simón Pedro está en primer plano. Lo escuchamos mientras el día de Pentecostés habla a la multitud reunida después de la venida del Espíritu Santo.

Conocemos bien este primer mensaje pascual de Pedro, pero vale la pena escucharlo una vez más: Dios, dice, acreditó primero la misión de Jesús de Nazaret “por medio de milagros, prodigios y señales” [cf Audiencia general 11-11-1987 (es it)], y después, de modo definitivo, resucitándolo, “rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio” (Hc 2, 22-24).

Pedro, como Cristo en el camino de Emaús, se remite aquí al Antiguo Testamento y, más concretamente, a David, citando las palabras del Salmo responsorial de hoy: “Mi carne descansa serena, porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida; me saciarás de gozo en tu presencia” (Sal 16, 9-11).

¿Cómo no descubrir en estas palabras el mismo contenido del “Surrexit Dominus vere…”, que hemos recordado al comienzo? (…).

A vosotros, amadísimos hermanos y hermanas (…), me dirijo con las palabras del apóstol Pedro, referidas en los Hechos de los Apóstoles: “Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos” (Hc 2, 32). La afirmación “todos nosotros somos testigos” constituye para vosotros (…) el programa de vida (…). Es urgente ser testigos del Resucitado con valentía y coherencia; es deber de todos los creyentes difundir el mensaje evangélico más allá de los estrechos límites de nuestras comunidades parroquiales, para llegar a todos los hombres y mujeres que viven en la ciudad (…).

También el apóstol Pedro nos exhorta a cada uno de nosotros, como hizo con la primera generación de cristianos, a ser testigos del misterio pascual: “Ya sabéis… que os rescataron… a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos por nuestro bien. Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza” (1P 1, 18-21).

La obra de la Redención alcanza su plenitud en la resurrección de Cristo.

Amadísimos hermanos y hermanas, este gozoso anuncio debemos llevarlo a todos, no solo con palabras, sino también con la vida; es un mensaje de esperanza y amor, que debe impregnar todos los ambientes y a todas las personas.

En esta ardua misión, que corresponde a todos los bautizados, os sostenga el ejemplo de Magdalena de Canossa, de Josefina Bakhita y de tantos hermanos y hermanas que han manifestado su fe en el Resucitado con generosas opciones de vida.

Os ayude, sobre todo, María, Madre de Cristo resucitado y modelo de todos los creyentes. Junto con los discípulos de Emaús invoquemos al Resucitado:

Quédate con nosotros, Señor. Quédate con nosotros en este día feliz. Quédate con nosotros para siempre. ¿No arde, acaso, nuestro corazón mientras nos acompañas por nuestro camino y nos explicas el sentido de las Escrituras? Quédate con nosotros, Señor. Amén. Aleluya».

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