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Homilías para el 12 Domingo Tiempo Ordinario, B

DOMINGO 12-B DEL TIEMPO ORDINARIO

NVulgata 1 Ps 2 EConcordia y ©atena Aurea (en)

 

         (1/4) San Juan Pablo II, Homilía de beatificación 23-6-1985 (it):

         «1. “Nos apremia el amor de Cristo” (2Co 5, 14).

         Estas palabras de san Pablo, con las que nos abre todo su corazón, hacen comprender cuál era el resorte secreto de su vida de santo, de pastor y de apóstol.

         Las mismas palabras pueden decir todos los que quieren vivir hasta el fondo el amor de Cristo (…). ¿Qué es lo que llevaba a san Pablo a sentirse aferrado y totalmente poseído por el amor de Cristo? ¿Cómo este amor pudo convertirse de manera tan total en el centro propulsor de toda su actuación? Lo dice él mismo con las palabras siguientes: se sentía “apremiado” de manera casi irresistible “al considerar que uno”, es decir, Cristo, “murió por todos” (ib.).

  1. Cristo, Cordero inocente, con el sacrificio de sí mismo, dio la vida a toda la humanidad muerta por el pecado. Si “uno murió por todos”, entonces, “todos murieron” (ib.); y gracias a la muerte de este “uno”, recuperan la vida.

Lo mismo que Cristo murió por nosotros, así también nosotros debemos estar “muertos”: “muertos al pecado” (Rm 6, 11), conformes con Jesús en la muerte (cf Flp 3, 10; 2Co 4, 10), “sepultados con él en el bautismo” (cf Col 2, 12; Rm 6, 4).

         Morir al pecado quiere decir que no debemos vivir ya para nosotros mismos, sino para él, que murió y resucitó por nosotros (cf 2Co 5, 15). El repliegue egoísta sobre nosotros mismos es un modo ilusorio de defender nuestros intereses vitales, los cuales, en cambio, están verdaderamente garantizados precisamente desde el momento en que “morimos” en Cristo por los hermanos (…)

  1. Llegar a ser santos significa alcanzar las condiciones de esta “criatura nueva” renovada y regenerada por el Espíritu de Cristo; “criatura nueva” que realiza su vida por el hecho de haberla dado con corazón sincero también a “uno de los hermanos más pequeños” de Cristo (cf Mt 25, 40)».

         (2/4) San Juan Pablo II, Audiencia general 2-12-1987 (es it):

         «1. No hay duda sobre el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y del mundo. “Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a vosotros el reino de Dios”, dice Jesús (Mt 12, 28) (…).

  1. Sin embargo, algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al significado fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en orden a la economía de la salvación (…).
  2. La tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como “señal” de una presencia constante de Cristo en la “barca” de la Iglesia, que, muchas veces, en el discurrir de la historia, está sometida a la furia de los vientos en los momentos de tempestad. Jesús, despertado por sus discípulos, ordena a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice: “¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4, 40).

En este, como en otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y discípulos la fe en su propia presencia operante y protectora, incluso en los momentos más tempestuosos de la historia, en los que se podría infiltrar en el espíritu la duda sobre la asistencia divina. De hecho, en la homilética y en la espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como “señal” de la presencia de Jesús y garantía de la confianza en él por parte de los cristianos y de la Iglesia».

(3/4) San Juan Pablo II, Homilía en la gruta de Nuestra Señora de Lourdes de los Jardines Vaticanos 22-6-1997 (es en pt):

«Queridos hermanos y hermanas:

Nos hemos reunido aquí esta mañana para encontrarnos, como sus discípulos, con el Señor resucitado, que nos convoca para alentar la fe con su Palabra, compartir el pan de la Eucaristía y edificar la Iglesia con los vínculos de caridad fraterna que vivifican la comunidad cristiana.

Hoy su Palabra interpela nuestra fe, a veces vacilante y que provoca miedos infundados: “¿Por qué sois tan tímidos? –dice– ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4, 40). Son muchos los temores que nos atenazan y que pueden inducirnos a la cobardía o al desánimo: el miedo al aparente silencio de Dios, el miedo a los grandes poderes del mundo que pretenden competir con la omnipotencia y la providencia divinas, el miedo, en fin, a una cultura que parece relegar a la marginación e insignificancia social el sentido religioso y cristiano de la vida.

La escena evangélica de la barca amenazada por las olas, evoca la imagen de la Iglesia que surca el mar de la historia dirigiéndose hacia el pleno cumplimiento del Reino de Dios. Jesús, que ha prometido permanecer con los suyos hasta el final de los tiempos (cf Mt 28, 20), no dejará la nave a la deriva. En los momentos de dificultad y tribulación, sigue oyéndose su voz: “¡Ánimo!: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Es una llamada a reforzar continuamente la fe en Cristo, a no desfallecer en medio de las dificultades. En los momentos de prueba, cuando parece que se cierne la “noche oscura” en su camino, o arrecia la tempestad de las dificultades, la Iglesia sabe que está en buenas manos.

Las palabras que hemos escuchado en la segunda lectura nos exhortan también a confiar en la presencia del Señor y a renovar nuestra existencia como verdaderos creyentes: “El que está en Cristo es una criatura nueva” (2Co 5, 17). En la novedad de vida, don de nuestro Señor a los bautizados, ya no hay espacio para las incertidumbres y vacilaciones. La confianza y la paz son el signo de la profunda comunión con Jesucristo, muerto “para que los viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2Co 5, 15).

(…) Os invito a todos a experimentar el gozo de la presencia del Señor en esta Eucaristía, que celebramos en la gruta de Nuestra Señora de Lourdes, como queriendo encontrar cobijo en María en el encuentro con su divino Hijo. Que ella nos acompañe y sostenga con su maternal intercesión en nuestro camino de fe, nos ayude a profundizar cada vez más en el misterio de la persona de Cristo y a gustar la paz interior que proviene de la firme convicción de su presencia entre nosotros. Amén».

(4/4) Benedicto XVI, Homilía en San Giovanni Rotondo 21-6-2009 (de es fr en it pt):

«Acabamos de escuchar el pasaje evangélico de la tempestad calmada, que ha ido acompañado por un breve pero incisivo texto del libro de Job, en el que Dios se revela como el Señor del mar. Jesús increpa al viento y ordena al mar que se calme, lo interpela como si se identificara con el poder diabólico. En la Biblia, según lo que nos dicen la primera lectura y el Salmo 107, el mar se considera como un elemento amenazador, caótico, potencialmente destructivo, que solo Dios, el Creador, puede dominar, gobernar y silenciar.

Sin embargo, hay otra fuerza, una fuerza positiva, que mueve al mundo, capaz de transformar y renovar a las criaturas: la fuerza del “amor de Cristo” (2Co 5, 14), como la llama san Pablo en la segunda carta a los Corintios; por tanto, esencialmente no es una fuerza cósmica, sino divina, trascendente. Actúa también sobre el cosmos, pero en sí mismo el amor de Cristo es “otro” tipo de poder, y el Señor manifestó esta alteridad trascendente en su Pascua, en la “santidad” del “camino” que eligió para liberarnos del dominio del mal, como había sucedido con el éxodo de Egipto, cuando hizo salir a los judíos atravesando las aguas del mar Rojo.

“Dios mío –exclama el salmista–, tus caminos son santos… Te abriste camino por las aguas, un vado por las aguas caudalosas” (Sal 77, 14. 20). En el misterio pascual, Jesús pasó a través del abismo de la muerte, porque Dios quiso renovar así el universo: mediante la muerte y resurrección de su Hijo, “muerto por todos”, para que todos puedan vivir “por aquel que murió y resucitó por ellos” (2Co 5, 15), y para que no vivan solo para sí mismos.

         El gesto solemne de calmar el mar tempestuoso es claramente un signo del señorío de Cristo sobre las potencias negativas e induce a pensar en su divinidad: “¿Quién es este –se preguntan asombrados y atemorizados los discípulos–, que hasta el viento y las aguas le obedecen?” (Mc 4, 41). Su fe aún no es firme; se está formando; es una mezcla de miedo y confianza; por el contrario, el abandono confiado de Jesús al Padre es total y puro. Por eso, por este poder del amor, puede dormir durante la tempestad, totalmente seguro en los brazos de Dios. Pero llegará el momento en el que también Jesús experimentará miedo y angustia: cuando llegue su hora, sentirá sobre sí todo el peso de los pecados de la humanidad, como una gran ola que está punto de abatirse sobre él. Esa sí que será una tempestad terrible, no cósmica, sino espiritual. Será el último asalto, el asalto extremo del mal contra el Hijo de Dios.

         Sin embargo, en esa hora Jesús no dudó del poder de Dios Padre y de su cercanía, aunque tuvo que experimentar plenamente la distancia que existe entre el odio y el amor, entre la mentira y la verdad, entre el pecado y la gracia. Experimentó en sí mismo de modo desgarrador este drama, especialmente en Getsemaní, antes de ser arrestado y, después, durante toda la Pasión, hasta su muerte en la cruz. En esa hora Jesús, por una parte, estaba totalmente unido al Padre, plenamente abandonado en él; y, por otra, al ser solidario con los pecadores, estaba como separado y se sintió como abandonado por él.

         Algunos santos han vivido personalmente de modo intenso esta experiencia de Jesús. El padre Pío de Pietrelcina es uno de ellos (…).

         Que la Virgen, a la que tanto amó e hizo amar en este mundo, vele sobre todos vosotros y os proteja siempre».

         –

         LA PALABRA DEL PAPA.– «Jesús, al dar a Simón (…) el título, más aún, el don, el carisma de la fuerza, de la dureza, de la capacidad de resistir y sostener –como es precisamente la naturaleza de una piedra, de una roca, de un peñasco–, asociaba el mensaje de su palabra a la virtud nueva y prodigiosa de este apóstol, que había de tener la función, él y quien le sucediera legítimamente, de testimoniar con incomparable seguridad ese mismo mensaje que llamamos Evangelio» (Pablo VI, Audiencia general 3-4-1968: fr it). «El mensaje de Cristo, de generación en generación, nos ha llegado a través de una cadena de testimonios, de la que Nos formamos un eslabón como sucesor de Pedro, a quien el Señor confió el carisma de la fe sin error» (Pablo VI, Homilía 20-9-1964: it). «Junto a la infalibilidad de las definiciones “ex cáthedra”, existe el carisma de asistencia del Espíritu Santo concedido a Pedro y a sus sucesores para que no cometan errores en materia de fe y de moral y para que así iluminen bien al pueblo cristiano» (San Juan Pablo II, Audiencia general 24-3-1993: es it). «Al escogerme como Obispo de Roma, el Señor ha querido que sea su Vicario, ha querido que sea la “piedra” en la que todos puedan apoyarse con seguridad» (Benedicto XVI, Homilía en la capilla Sixtina 20-4-2005: de es fr en it lt pt).

         LOS ENLACES A LA NUEVA VULGATA.– «Esta edición de la Neo-Vulgata puede servir también (además de especialmente para la liturgia) para que la tengan en cuenta las versiones en lengua vulgar que se destinan a uso litúrgico y pastoral, y (…) como base segura para los estudios bíblicos» (San Juan Pablo II, Constitución apostólica Scripturarum thesaurus 25-4-1979: de es fr en lt pt). «La palabra sagrada debe presentarse lo más posible tal como es, incluso en lo que tiene de extraño y con los interrogantes que comporta» (Benedicto XVI, Carta al presidente de la C. E. Alemana sobre un cambio en las palabras de la Consagración 14-4-2012: de es fr en it pl pt).

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