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Domingo VII de Pascua (11-5-2013), con homilías de Juan Pablo II. La Ascensión

 Domingo VII de Pascua (11-5-2013), con homilías de Juan Pablo II. La Ascensión

Textos recopilados por fray Gregorio Cortázar Vinuesa

 NVulgata 1 Ps 2 EConcordia y ©atena Aurea (en)

(1/2) Juan Pablo II, Homilía en la Nunciatura Apostólica de Italia 7-5-1989 (it): «”Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin” (Ap 22, 13). Es Cristo quien habla desde el trono de su gloria en el cielo. La Iglesia lo escucha, elevando su mirada hacia él con intenso arrebato de amor como el diácono Esteban, el cual “fijó la mirada en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la derecha de Dios” (Hc 7, 55).

La Iglesia mira y espera. En este domingo posterior a la Ascensión, ella vive la espera del acontecimiento prometido por el Señor antes de su partida: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre” (Jn 14, 16). La Iglesia sabe que tiene necesidad de ser “revestida de poder de lo alto” (cf Lc 24, 49), para poder afrontar los obstáculos que las fuerzas del mal interponen en su camino. Ella conserva la memoria de la experiencia del martirio, que marca cada etapa de su historia (…).

La Iglesia espera con confianza el don del Espíritu, porque está segura de la oración de Jesús en el Cenáculo. Lo espera y ardientemente lo implora: “Veni, Sancte Spiritus!“.

En esta fervorosa espera, ella toma renovada conciencia de la necesidad de vivir cada vez más profundamente lo que es el primer fruto del Espíritu, es decir, la comunión: comunión con Dios y comunión con los hermanos, según la invocación del Señor: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21) (…).

“El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!” (Ap 22, 17). Sí, una espera particularmente intensa anima a la Iglesia en estos días de preparación de Pentecostés. Nunca disminuye aquella expectación que orienta la comunidad de los creyentes hacia el día del retorno del Señor. En toda celebración eucarística la Iglesia pone en nuestros labios este gozoso testimonio, según la enseñanza del Apóstol Pablo: “Cuantas veces coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga” (1Co 11, 26).

Nos sentimos, por tanto, íntimamente penetrados por el misterio que se realiza en el altar. Confiamos en la fuerza de vida y de gracia que se nos da en él.

Por ello, también nosotros, junto con el Espíritu, en comunión con toda la Iglesia, mística Esposa de Cristo, decimos: “¡Ven, Señor Jesús!”. Confiamos esta invocación a María nuestra Madre. Y abrimos nuestro corazón a la consoladora respuesta de Jesús: “Sí, vengo enseguida” (Ap 22, 20)».

(2/2) Juan Pablo II, Homilía en la Misa para el Gen-Fest 80 18-5-1980 (sp it po): «”Que todos sean uno” (Jn 17, 21). Jesús pronunció estas palabras en la última Cena, pocas horas antes de dar comienzo a su pasión. Son palabras en las que se encierra el ansia suprema del Corazón del Verbo encarnado. Jesús entrega esta ansia a su Padre, como a aquel que es el único que puede entender toda su intensidad y urgencia, y que es el único en disposición de corresponder a ella eficazmente (…).

“Que todos sean uno”. No se trata de una recomendación dirigida directamente a nosotros (…). Jesús, que nos conoce hasta el fondo (cf Jn 2, 24-25), sabe que no puede confiar particularmente en nosotros para la realización de un proyecto tan radical. Es necesaria una intervención de lo alto que, asumiendo nuestros mezquinos corazones en la corriente de amor que fluye entre las Personas divinas, los haga capaces de superar las barreras del egoísmo y de abrirse al “tú” de los hermanos en una comunión vital en la que cada uno se pierda como él solo para volverse a encontrar en un “nosotros” que habla con la voz misma de Cristo, primogénito de la humanidad nueva (…).

“En nosotros” (Jn 17, 21): La unidad plena no se construye sobre otro fundamento; por tanto, es necesario que cada uno se comprometa ante todo en la búsqueda de una unión cada vez más profunda con Dios mediante la fe, el diálogo de la oración, la purificación del corazón, si quiere contribuir eficazmente a la construcción de la unidad. Para el creyente la dimensión vertical de la apertura a Dios y de la relación con él es el presupuesto que condiciona todo otro compromiso en la dimensión horizontal de la relación con los hermanos (…).

¿Y cuál habrá de ser la actitud con la que el cristiano deberá disponerse a ir al encuentro de sus semejantes? Deberá ser fundamentalmente una actitud de confianza y de estima. El cristiano debe creer en el hombre, creer en todo su potencial de grandeza, y además en su necesidad de redención del mal y del pecado que está en él (…). Es urgente ahondar bien a fondo en nosotros mismos, para llegar a esas zonas en las que, más allá de las divisiones que comprobamos en nosotros y entre nosotros, podamos descubrir que los dinamismos propios del hombre lo llevan al encuentro, al respeto recíproco, a la fraternidad y a la paz.

Cuando nos colocamos en esta óptica, somos llevados espontáneamente a comprender al otro y sus razones, a reducir a sus proporciones reales sus eventuales errores, a corregir o a integrar los propios puntos de vista de acuerdo con los nuevos aspectos de verdad que emergen de la confrontación. En particular, se está en disposición de preservarse de la actitud de aquellos que, en el ardor de la polémica, terminan por desacreditar a quien piensa diversamente, atribuyéndole intenciones deshonestas o métodos incorrectos».

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